Miércoles. El ecuador de la semana laboral. Un día estupendo para cabrearse como si no hubiera un mañana. Gracias a los alumnos, la profesora de inglés, la soberbia e incompetencia familiar, un colega incoherente, los políticos… Cualquiera puede ser el detonante de un ataque de cólera inusitado. Pero de verdad, ¿merece la pena pasar el día malencarado?
No es que yo sufra un síncope cada vez que alguien me tuerce el carro, pero sí reconozco que hay personas en este mundo que me sacan de mis casillas. Y no precisamente porque me contesten de mala manera o me gasten bromas pesadas. Tiene más que ver con los desprecios, las faltas de consideración o la obcecación.
Que nieguen la evidencia, que solo se acuerden de ti cuando les interesa o que sean incapaces de corresponderte como mereces, son gestos que me sacan de quicio. Será porque yo, aunque malhablado, sin formas y nada condescendiente, intento actuar con bastante autocrítica, dentro de una lógica y siempre intento ponerme en lugar del otro. No soy partidario del egocentrismo, el egoísmo y los intereses varios.
Si bien es cierto que antes me condenaba como un demonio, últimamente estoy empezando a gestionar este tipo de situaciones desde la ignorancia y la indiferencia. A veces trae más cuenta mirar hacia otro lado que enseñar las garras. Hacer lo que me apetezca y que todo me resbale. No se puede estar todo el santo día mosqueado con gente que a duras penas te demuestra el poco talento del que dispone.
A veces uno no puede evitar que lo saquen de sus casillas, sobre todo si tienes el resorte un poco flojo, pero hay que intentarlo y minimizar las ocasiones. Si te pareces al payaso que sale disparado de la caja sorpresa, si se te tuerce el morro a la mínima de cambio, el libro de hoy, es tu libro. Y teniendo en cuenta que Shinsuke Yoshitake es un maestro a la hora de quitarle hierro a cualquier asunto para darle la vuelta a la tortilla a cuenta de mucho humor, no te lo puedes perder.
En la misma línea que otros títulos de esta colección, ¡No soy un monstruo! (Libros del Zorro Rojo) se centra en los múltiples enfados de una protagonista cuyos nervios se ven alterados por cualquiera. Los compañeros de colegio, los requerimientos maternos, el vecindario. Cualquiera es capaz de enfurecerla y ella no puede evitar pensar en cómo les devolvería la pelota (programar un robot para que les congele la barriga o entrenar una abeja para que les pique, son dos ideas maravillosas). También nos cuenta los métodos que ha desarrollado para paliar esos ataques de ira y sus investigaciones respecto a los de otras personas. La conclusión es evidente: hay un monstruo que quiere hacerle la vida imposible. ¿Logrará vencerlo? ¿De qué manera?
Lleno de simpatía y desde una perspectiva bastante sui generis, el autor japonés vuelve a hacer de las suyas con un álbum donde viñetas y croquis, guiños, metáforas y toques surrealistas constituyen los recursos narrativos para un pequeño manual que divierte y hace pensar a partes iguales sobre la sencillez-complejidad humanas, esa dualidad tan hermosa y a la vez tan detestable.
Un último consejo: ¡No dejen que nadie les arruine el miércoles!
Estoy hasta las narices de una sociedad tan frágil como esta que ¿vivimos? Tanto es así que he empezado a rodearme de personas con cierta autocrítica en vez de ofendiditos, que son como los triunfitos pero sin dar el cante. Lo siento pero ya no estoy para hostias, máxime cuando parece que no se puede decir ni opinar… Entre los acomplejados de turno, los censores del régimen, las leyes mordaza y el ministerio de la verdad, están agotando mi paciencia.
A todo quisqui le pasa algo, todos necesitan terapeutas, palmeros y coba, mucha coba, no sea que se hernien al mirar para sus adentros. ¿Acaso no sería más práctico comenzar por uno mismo y dejar en paz al resto? Empiezo a pensar que ese victimismo individual que llena todos los ámbitos es un lastre asqueroso que, como una jaula dorada, no nos deja entender el mundo ni tampoco querernos.
Si no hablas porque no hablas, si dices porque dices. No se puede opinar de nada ni de nadie, solo dejar que te entierren bajo toneladas de sus mierdas. ¡Ea! No vaya a ser que se molesten y te tachen de esto, de lo otro o de vete-tú-a-saber (¡La imaginación al poder!). Quizá las cosas vayan más allá y te censuren, te traten de apestado y como guinda, te denuncien a sus inquisidores. “Libertad” le llaman.
Ya llevo unos cuantos “amigos” que, por sacudirle la herrumbre a sus vidas (alguien tendrá que hacerlo, porque ellos solo saben rebozarse) me han pedido el divorcio. Yo lo respeto (si no estamos en sintonía, adiós muy buenas), pero vaticino que no seré el primero ni el último (o quizá sí, que a pesar de mis modales, sé querer bien y aguanto lo que otros no aguantan).
Les llenan la cabeza de empatía, inteligencia emocional, sororidad, respeto y escucha activa, pero ¿y el mundo donde queda? A la gente le han dicho que se lo merece todo pero que no practique nada. Pobrecitos ellos, salvadores de un mundo pueril y estéril.
En vez de libros de autoayuda y algún que otro coach místico (¡Qué empalagosos son!), les recomiendo un título magnífico con el que curarse -de verdad- de todos esos males. No podía ser otro que Ese robot soy yo de Shinsuke Yoshitake (Libros del Zorro Rojo) que sin yogui-pilates ni bebidas sin lactosa, nos introduce en el universo más humano y menos autocomplaciente de los álbumes ilustrados. En él, Kenta, su protagonista, decide adquirir un robot para que se haga pasar por él cuando le toque realizar las tareas más tediosas de su existencia. De camino a casa, el robot le pide que le explique quién es y cómo es, qué le gusta y qué no, un sinfín de detalles necesarios para realizar un papel impecable de cara a su madre y otros adultos.
Con el humor al que nos tiene acostumbrados, Yoshitake, se atreve con una oda maravillosa al existencialismo y el viaje interior, uno que se extrapola a cualquier lector que lo agarre en sus manos y busque un espejo aunque distintos reflejos en los que mirarse. Una receta inmejorable para buscar y encontrar. Y si ni por estas se hallan, tendré que dejarlos mirándose el ombligo y seguir ejerciendo mis labores de monstruo, que robots ya hay bastantes.
Les miento si les digo
que el libro de hoy pasa desapercibido. Sin saber que ha ganado un
premio Bologna Ragazzi, o entre la multitud de títulos que se pasean
por las estanterías, seguro que se fijarían en La mujer de la
guarda (Editorial Milenio). Se lo digo yo...
Es un libro diferente,
sugerente, inquietante, casi hipnótico y, sobre todo, muy bien
pensado. Antes de abrirlo y sólo contemplando la tapa se abren ante
nosotros muchas incógnitas, ¿Quién es esa mujer acompañada por un
caballo que camina sobre una desolada superficie rocosa? ¿Por qué
no cabalga sobre él? ¿Por qué lleva ese tocado? ¿Acaso no tiene
cierto aire oriental? ¿A que parece una sacerdotisa? ¿O quizá un ángel?... Luego nos
detenemos en el azul cobalto que colorea el pelaje del caballo, que
brilla en la tipografía del título, que llena parte del texto
interior. Hay algo sosegado en él, sosegado pero también intenso, vívido y peligroso,
una llamada de atención hacia el lector que empieza a crearse
expectativas con un libro que empieza a fluir desde el primer
vistazo.
Abrimos el libro y nos
topamos con una estructura diferente de álbum (porque este,
lectores, es un álbum). Alejandra Acosta prefiere alejarse de la
estructura clásica de este género en el que texto e ilustraciones
se alternan o coinciden en la unidad espacial de la página, para condensar todas las ilustraciones en dos grupos de dieciséis páginas
que se disponen antes y después del corpus textual, de tal manera
que adquieren carácter de guardas (sí, lectores ocho guardas al
principio y otras ocho al final), unas guardas con un carácter
peritextual más que notable y que establecen un juego narrativo
(prólogo y epílogo), desarrollan una visión propia y personal (ahí
están todos... ¿no los ven?), y complementan al texto con una
atmósfera envolvente. Una vuelta de tuerca más en el universo
natural (botánico y ornitológico sobre todo), onírico y
surrealista al que Alejandra Acosta nos acostumbra en otras obras
extraordinarias como Del enebro de los hermanos Grimm
(publicado por la editorial Jekill & Jill y uno de mis favoritos
de esta ilustradora).
Llegamos al
texto, una explosión de sabores dulces y amargos, unas sensaciones
que destilan la pérdida de la niñez y el encuentro con la muerte
(representada por dos mujeres, una real y otra que porta un ojo en la
mano), las dos columnas sobre las que descansa esta enriquecedora y
sutil narración de Sara Bertrand. Jacinta, la niña que se resiste
a crecer, la misma que emulando a la Wendy del capítulo 11 del Peter
Pan de Barrie, crea un universo ficticio para arropar a sus hermanos,
para disipar el miedo de una nueva realidad familiar en la que el
padre se mantiene al margen trabajando noche y día, la estrategia de
supervivencia de nuestros días para un dolor atemporal. Sólo un
consejo: no se queden ahí, busquen entre la magia de este texto la
parte más cálida de un libro dirigido a lectores experimentados
como ustedes, porque este libro tiene más capas que una cebolla...
Y en el instante que
terminamos el texto, aparecen las últimas imágenes del libro con
esa figura femenina que se esconde tras los árboles, en la oscuridad
de los rincones, mientras Jacinta, tímida y curiosa, nos contempla
como si quisiera centrar nuestra mirada en ella, la verdadera mujer
de la guarda.
Cuando toca evaluación,
la fiesta no es pequeña. No sólo porque resulta terapeútico para
muchos de los asistentes eso de destripar a todo bicho viviente, sino
porque los que acudimos en calidad de espectadores tomamos nota de la
miseria reinante...
Algunos se ve que se han
tomado a pecho esa tan machacona de Afuera lo malo (¡Qué
repelús!). ¿O será que con el nombramiento de funcionario de
carrera el machete iba incorporado? El caso es algunos no paran de
graznar y todos los trimestres se repiten las mismas escenas, las
mismas frases, las mismas escenas... Y yo, que con los años me estoy
volviendo cauto, siempre preguntándome (sí, a mí mismo, que soy el
único que me entiende): “¿Y estos? ¿Habrán sido jóvenes alguna
vez?” Para terminar contestándome con ese chascarrillo que cuenta
de vez en cuando el Alfon: “Cuando nació, su madre le pregunto al
médico: ¿Qué es, niño o niña? Y el médico le dijo: Plasta.”
Parece ser que conforme
nos vamos comprometiendo con el papel que el universo (me pongo
poético para la ocasión) nos ha asignado, la cosa se interioriza
tanto que pasamos al firmamento de cansinos que, de un modo u otro,
nos eternizan las mañanas (de vez en cuando también tardes),
recubriendo sus intereses de una tástana de buenas intenciones y
empalague impenetrable.
Bocas que se abren (de
aburrimiento, of course) y otras que bien podrían cerrarse (que
luego entran moscas y salen larvas), el pan de cada día que muchos
alumnos callan para dar buena cuenta de su inteligencia... “¿Hablar?
¿Pa' qué? ¿Pa' liarla? Yo ya paso, Román. ¿Alguna vez fueron
jóvenes, alocados, irresponsables? ¿O siempre lucieron esa pátina
gris, mate y polvorienta?”
Me sonrío y pienso que
la experiencia es un grado y el ejemplo otra cosa, y que,
probablemente, muchos niños y adolescentes del hoy se sorprenderían
si vieran por un agujero a esos que llaman adultos (madres, abuelos,
profesores u operarios) del ayer y certificaran que nunca hemos
dejado de hacer el canelo a pesar de nuestras responsabilidades (que
no compromisos, abomino esa palabra...).
Y como ejemplo de estas
percepciones intergeneracionales les dejo con Mi papá ¡Antes era
genial! de Keith Negley, autor también del exitoso Tipos
duros (también tienen sentimientos), publicado por la editorial
Monsa en castellano, un libro que nos habla de las relaciones entre
un hijo y su padre. La acción de esta obra se articula sobre dos
recursos complementarios. Mientras que el hijo se sincera con el
lector, narrando sus impresiones y sentimientos hacia la figura del
padre, el espectador contempla la doble página que se presenta como
imágenes del padre, toda una suerte de escenas que a modo de antes
(recuerdos) y después (realidades actuales) elaboran un debate
interno del personaje, ese joven que ha renunciado a ser una estrella
del rock para ser padre. El contraste es hermoso, sobre todo porque
al final, esos caminos que parecen disyuntos, comienzan a fluir en
paralelo, que al fin y al cabo, es lo que deberíamos hacer jóvenes
y viejos.
“Cuentoterapia”...
Suena a utilitarismo de la LIJ, ¿verdad? Un barrizal en el que llevo
tiempo emporcándome y del que tienen muestras fehacientes AQUÍ y
AQUÍ. Cada día que pasa escucho más y más esta palabra. Alguien
la pronuncia en un curso, otros en las redes sociales... Suponía lo
que era. Me lo imaginaba. Pero como soy un poco curioso, he creído
oportuno internarme en ese mundo que aúna cuentos y psicología,
sobre todo la terapéutica, para empaparme de sus bases y no errar
demasiado en mis conjeturas (exponer de una manera objetiva un tema siempre se agradece).
Antes de empezar, lo de siempre: que a pesar de ser un tanto monstruosas, espero que les sugieran otras diferentes. Y sin más dilación, ¡doy
el pistoletazo de salida!
Erin E. Stead
Aunque el término
cuentoterapia no tiene más de treinta años, se pueden vislumbrar
ciertos inicios teóricos gracias a los planteamientos de Bruno
Bettelheim (Psicoanálisis de los cuentos de hadas) y otros
psicólogos como Sheldon Cashdan (La bruja debe morir), que
vieron en los cuentos de hadas una forma discursiva compleja mientras
escuchábamos o leíamos cuentos. No es hasta el año 2002 cuando el vocablo fue
registrado por Antonio Lorenzo Hernández Pallares a pesar de que a
finales de los noventa Jorge Bucay desarrollara sus “cuentos para
pensar” que, aunque son creaciones ficcionales del propio autor,
funcionan con algunos principios de dicha cuentoterapia. Durante las
primeras décadas del siglo XXI la cuentoterapia se ha extendido como
la pólvora en las consultas de psicólogos y psicoterapeutas, e
incluso ha empapado escuelas infantiles y aulas educativas para
ayudar a niños y no tan niños en la tarea de conocerse a sí mismos
y al mundo que les rodea.
En inicio y de manera
sencilla se podría definir la cuentoterapia como el arte de sanar a
través de los cuentos, para ayudar y educar en destrezas
emocionales, y prevenir algunas patologías psicológicas y afectivas. Este método tiene como principal herramienta las
producciones orales o escritas dirigidas a la infancia, tanto las que
proceden de la tradición, como aquellas de ficción contemporáneas.
Asimismo define tres tipos de cuentos o historias: los emosémicos
(producen emociones), los monosémicos (poseen un mensaje) y los
polisémicos (contienen diferentes mensajes).
En lo que a aspectos
técnicos se refiere cabe decir que la cuentoterapia trabaja a dos
niveles, el interpersonal o interpsíquico (cada situación o
personaje se traduce en el tipo de relaciones que tenemos con los
demás) y el intrapersonal o intrapsíquico (cada situación o
personaje son diferentes facetas del mismo individuo).
En último lugar y para
terminar esta introducción, señalar que, a todo lo anterior, habría
que unir, por un lado, los diferentes matices dependiendo de las
escuelas y corrientes que sigan los terapeutas que utilicen o
impartan estas técnicas en las que literatura y psicología se unen
en pro de una mejor salud mental. Por otro lado, apuntar a los
diferentes tipos de narraciones orales o libros que se utilicen en
esta terapia.
Para saber más sobre estas terapias siempre pueden acudir AQUÍ, AQUÍoAQUÍ.
Mitsumasa Anno
Aunque hasta este punto
todo parece coherente y tiene sentido, me he hecho una pregunta... ¿Y
lo literario, dónde se queda? Porque parece ser que además de terapia, también leemos, y no sé muy bien qué decirles. ¿Son efectivas estas metodologías? ¿Qué lecturas son las mejores? Empecé a darle vueltas al asunto
(venga y venga cavilar...). Aparte de estos alegatos (AQUÍ el primero y AQUÍ el segundo) que ponen en tela de juicio estas terapias, me apetecía hablar de la relación literaria con estas prácticas, así que apunté mis ideas en un papel, las
organicé de la mejor manera que se me ocurrió y aquí las traigo,
en forma de “peros”, para que les pongan pegas o añadan lo que
crean oportuno...
1. Sanación o la magia
de la lectura
Quizá muchos monstruos
tengamos la culpa de que el libro, ese objeto que acompaña al hombre
desde hace siglos, sea considerado una pieza mágica, casi esotérica. Nos encanta y lo defendemos a ultranza. Pero, ¿es un cofre lleno de tesoros que nos puede hacer la vida mejor? No nos debe extrañar que a él se adscriban ideas como
el poder, la justicia o la sanación. ¿Es realmente tan necesario el
libro para nuestra felicidad? ¿Nos sirve para todas esas cosas? ¿Es
la medicina de todos los males humanos? Mientras buscamos respuestas
acuérdense del efecto placebo, y no olviden preguntarse también porqué un
libro, al presentarnos una sucesión de imágenes mentales que se
forman a raíz de una narración o una lectura, ejerce un poder
subliminal sobre los pacientes, es capaz de hurgar en nuestro
subconsciente y resetear el sistema nervioso, repararlo y curarlo.
¿Magia o ciencia ficción?
Maurice Sendak
2. Los mil y un discursos
vs. el discurso dirigido
Si han llegado a algún
sitio con las preguntas anteriores, seguramente se habrán topado con
el llamado discurso literario (den al enlace y disfruten). Si bien es cierto que, refiriéndonos a narración, libros o literatura, casi siempre hablamos del discurso lingüístico, una
forma literaria puede tener otros planos discursivos como el
sociológico, el antropológico o el psicológico, algo que complica
todavía más el estudio de este campo de minas. Cuando alguien lee un libro,
sea del tipo que sea, se abren ante él numerosos caminos, multitud de
interpretaciones, transformaciones que pueden converger o divergir,
hacerle avanzar o retroceder. Existen mil vías que pueden llevar al
oyente, al lector hacia otras tantas mil salidas. Pero si esas salidas no se
contextualizan en un proceso discursivo literario sino en otro más
pragmático como el psicológico, ¿quién es el encargado de dirigir
a los lectores hacia a las correctas? ¿Ellos mismos? ¿El terapeuta?
Yo lo único que sé es que en Literatura todos son válidos porque
la lectura es un proceso que se realiza libremente (sea obligado o no, el que lee es porque quiere y el que no, mira el libro, que eso no es leer), pero en
psicología ¿vale cualquier camino? ¿todos llevan a Roma?
Por otro lado también
hay que hablar de la experiencia, un factor determinante en la lectura. Nuestras vivencias, nuestros miedos y vergüenzas, la familia, los amigos, los placeres y qué tipo de humor nos gusta, son personales y al mismo tiempo, ajenas, otro condicionante que un terapeuta no puede controlar completamente a
la hora de construir (o dirigir) el discurso resultante.
Jimmy Liao
3. Lecturas literarias
vs. lecturas terapeúticas
Mientras que unos
terapeutas (los menos) prefieren para sus sesiones cuentos al azar (y me consta que muchos de ellos defienden el cuento primigenio sin aderezos ni edulcorantes, algo que los monstruos agradecemos) y sin ninguna
dirección, otros realizan una labor más terca y encauzada eligiendo aquellos
cuentos o producciones literarias que tienen relación con un
problema determinado de sus pacientes. Asimismo también hay
profesionales de la salud mental que obvian cuentos y narraciones que
no son políticamente correctas (AQUÍ unos apuntes sobre la censura en la LIJ) para decantarse por parábolas o
creaciones que sí lo son (¿Acaso la vida es correcta? ¿Se adecua a
unos cánones? ¿A unas pautas y directrices?). Sin embargo, otros prefieren
centrarse en el símbolo y no tanto en la forma.
También me he fijado que
muchos de los libros seleccionados por los terapeutas son libros
introspectivos, es decir, en los que el lector o receptor puede
buscar un reflejo de sí mismo, en los que no actúa como espectador
de la acción que se desarrolla en la narración, sino como un actor. Sus ilustraciones suelen encontrarse con el surrealismo, contienen multitud de metáforas visuales y poéticas que nos hacen suponer qué corrientes o escuelas siguen estos profesionales.
Libros como Noche de tormenta (Michèle Lemieux), Si quieres ver una ballena (Julie Fogliano y Erin E. Stead), El árbol rojo (Shaun Tan), La gran pregunta (Wolf Erlbruch) o El sonido de los colores (Jimmy Liao), plantean problemas existencialistas y vitales, quasi-filosóficos,
trascendentales pero embebidos en una matriz poética, fantástica y hermosa, pero ¿por qué esas ganas de encontrar el super-yo? ¿Acaso no se puede ser feliz con el mini-yo? ¿Con Un día diferente para el señor Amos, La ola o El punto y la recta?
Para la última posición
dejo los emocionarios, unos libros, ¿informativos? en unos casos,
manuales ficcionales en otros, que se suponen muy útiles para
identificar los estados anímicos del lector, y a los que yo sigo
haciendo una mueca de desaprobación teniendo en cuenta la ¿necesidad? de su comercialización y moda, para recomendarles en su lugar cualquier novela con un mínimo
de calidad poética. Y si no saben cual escoger, pregunten a su bibliotecari@.
Norton Juster
4. La identificación con
lo imposible
Sigo con mis
cuestiones... Y si nos decantamos por cualquier tipo de creación
literaria, obviando temáticas, argumentos o personajes, ¿se podría
decir que todas las narraciones envían un mensaje que se puede
extrapolar a la vida real? No creo que así sea ya que existen
multitud de obras literarias (cuando hablamos de infantiles muchas
más) que se enclavan dentro del género del nonsense o sinsentido,
es decir, solo intentan divertir, evadir al lector y jugar con él de
la misma forma que lo hacen el Monopoly®
o el escondite. Tenemos que tener en cuenta que no todas las obras
literarias ni todos los cuentos de hadas parten de una
intencionalidad exploratoria ni mucho menos didáctica o pedagógica,
sino que se acogen a principios libertarios, a arbitrariedades, a
caprichos o a estupideces de los autores y que, como tales, no sirven
más que para sonreír.
Michele Lemieux
5. Una ficción
insensata o el prejuicio de lo inofensivo
Siguiendo con el punto
anterior y citando a expertos como Alison Lurie hay que llamar la
atención sobre la naturaleza subversiva de lo que campa en el bosque
de la Literatura Infantil y Juvenil. Se cree que los libros para niños son completamente inofensivos, más todavía si los comparamos con fármacos y psicotropos. "¿Qué daño pueden hacer estos libritos llenos de ilustraciones coloristas, con cuatro frases y poquitas páginas?" concluyen muchos. Al contrario de lo que piensan muchos adultos, bastantes historias para
niños rompen con las normas preestablecidas del universo adulto,
trasgreden convenciones sociales y puntos de vista, son paródicas y desestabilizadoras (quizá por eso se elijan) que, si no eres un
niño y has desarrollado una visión traslúcida y/u opaca a estas, pueden
confundirte sobremanera cuando los lees en una terapia activa donde
hay que buscar respuestas interiores que te ayuden a sobrevivir en un
mundo creado para mayores. Desde La cocina de noche hasta Peter Pan y Wendy, encontramos muchísimos tipos de subversión en la LIJ que, si bien es cierto que se pueden utilizar para
ilustrar o ejemplificar un caso concreto, yo no
recomendaría nunca a un adulto, a no ser que quiera retrotraerlos a su más tierna (y compleja) infancia...
Armin Greder
6. Utilitarismo de lo
literario
Según dice un conocido
que realiza esta práctica con sus pacientes, “la lectura es un
momento puntual en tu historia vital y puede marcar un antes y un
después en un proceso terapeútico. Te permite acceder a redes
emocionales a las que no se llegaría por otros medios". Seguramente esté en lo cierto, pero he de añadir que ese tipo de lectura no
está inmersa en un contexto festivo o de ocio, que es lo que
intentamos los monstruos. Por tanto, puede desvirtuar una
magnífica obra literaria por el mero hecho de utilizarla como
vehículo terapeútico. No hagamos que los niños sientan que un libro dirige sus vidas, que es el producto para que los adultos nos inmiscuyamos en su día a día, emociones y sentimientos, que crean que es un objeto que los moldea a su antojo y conveniencia. No hagamos que los niños odien los libros.
En definitiva: los
cuentos, los álbumes, los libros, sirven para muchas cosas además
de para leer (¡Que nos lo digan a padres y maestros, Reyes de la LIJ moral y didáctica!) aunque muchas de ellas tengan poco o nada que ver con lo
literario. Pero si todavía no se han dado cuenta, les traigo un último
documento gráfico que une cuento tradicional y petardeo de la mano de la mismísima Tamara, y que espero les sea clarificador. Disfrútenlo en la medida de lo posible, que
mañana será otro día...