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jueves, 20 de enero de 2022

Los pros y contras del metro


Como parece que este curso la cosa va de medios de transporte (ya hemos hablado de hacer dedo y coger el taxi), hoy nos detenemos en el metro.
Desde que en 1863 fuera inaugurada la primera línea de metro del mundo en Londres, un sinfín de grandes capitales se han sumado a establecer sus propias redes de metro, una que cobran más sentido en las grandes ciudades. Nueva York, París, Ciudad de México o Madrid están surcadas de vías, generalmente subterráneas, por las que circulan trenes eléctricos que pasan con mucha frecuencia e intentan salvar medias distancias en pocos minutos.


Aunque es un medio de transporte bastante rápido y práctico (hay paradas por todos lados, visto uno, visto todos y es relativamente barato), debo confesar que no es de mis favoritos, por muchas razones. Te pasas el día bajando y subiendo escaleras (si te encuentras ascensores o escaleras mecánicas te puedes dar con un canto en los dientes), cada dos por tres cierran una parada o cortan una línea (justo la que más te interesa, ley de Murphy) por culpa de averías, obras de mantenimiento o ampliaciones. Los transbordos no son lo mío (bufff, me ponen negro…), sobre todo si tardas el mismo tiempo en ir de una línea a otra que lo que dura el trayecto. Lo peor que llevo es sentirme como las hormigas, los topos o las lombrices. No es nada pasarse buena parte del día bajo tierra. Entre los horarios laborales y esta manía de andar por el subsuelo, mucha gente no ve la luz del día y así pasa, que la vitamina D y la sonrisa brillan por su ausencia por nuestra manía de optimizar el tiempo.


Si tuviera que quedarme con algo bueno del metro sería, por un lado, el aprovechamiento del tiempo de espera (conciertos improvisados, pedigüeños, lectura o un sueñecito se pueden practicar mientras llegas a tu destino; aunque también es cierto que, desde que el teléfono móvil llegó a nuestras vidas, nada de esto parece una alternativa) y la tranquilidad que se te queda en el cuerpo conforme te acercas a la salida. ¡Menudo trajín! ¡Imagínense si tuvieran una parada de metro en mitad del salón…!
Eso es precisamente lo que le sucede a Jonathan, el protagonista del clásico de Robert Munsch y Michael Martchenko que recupera la editorial Cuatro Azules (quizá puedan dar con alguna edición antigua de la colección Altea Benjamín) para nuestro disfrute.


Jonathan y el metro (es un libro curioso, ya que por un lado se basa en un hecho argumental fantástico (pero no imposible), y por otro tiene bastante de subversivo. La historia empieza en una casa como los chorros del oro. La madre de Jonathan, una señora muy pulcra, se va a hacer unos recados y lo deja solo en casa, no sin avisarle antes de que, cuando regrese, espera encontrarse todo tan limpio como lo ha dejado. Transcurrido un rato, se abre la pared de la casa, aparece un tren del metro y una marabunta arrasa con todo lo que encuentra mientras busca la salida.


Todo se queda hecho un asco e incluso un señor se pone a dormir en el sofá de Jonathan. Cuando llega la madre y ve semejante estercolero, no da crédito a la historia que le cuenta su hijo ¡Cómo va a parar el metro en su casa! Mientras la madre está con el rapapolvo, se vuelve a abrir la pared y ella misma contempla con sus ojos que lo que ha contado Jonathan es verdad. Así, el niño, abandona su casa y se dirige al ayuntamiento para saber cómo ha llegado una parada de metro a su salón, encontrándose con una salida de tono por parte del señor alcalde que le invita a hablar con el señor que planea las líneas.


Con ilustraciones clásicas y mucho humor, nos adentramos en una historia que pone en tela de juicio al universo adulto y su (i)lógica, castigándolo una y otra vez. Primero, la incrédula de la madre que, como buena madre, achaca el desastre a su hijo y piensa que es un mentiroso, y segundo al señor alcalde, un político soberbio (esta parte no os la puedo contar porque tenéis que descubrirla por vosotros mismos).

lunes, 27 de mayo de 2019

Cosas de libros (para niños)



Estaba ayer dándole brío a uno de mis vídeos en Instagram, cuando de pronto me escribe la Elena Detalleres. Después de temblar un poco, pues esta señora es un sacapuntas, y resoplar aliviado (se ve que los domingos es más inofensiva), me dice que hace unos días, durante una comida, se había dedicado a destriparme ante cierto bibliotecario. Según ella, este señor es un verdadero fan de este sitio de monstruos. Que me leía asiduamente, que estaba pendiente de mis boletines de noticias (Igor, siempre publico a estas horas porque es cuando las clases me lo permiten) y que hacía mucho caso de mis recomendaciones. Se ve que esto le picó a la Elena en el cogote y me puso a caer de un burro. Que si yo era un rollero, que si un clásico, que si un anticuado... Este hombre, un auténtico hooligan (me robó el corazón ipso facto), le espetó que de ninguna manera, que yo sabía lo que decía. Me imaginé a la Elena con la patata retorcida y, acorralada, ya le tuvo que soltar al Igor que ella me había rebatido ciertas cosas y que yo había claudicado (porque ella lo vale, si señor) mientras él la escuchaba incrédulo.


Yo leía todo esto y me lo pasaba pipa. Primero por saber que un desconocido y un muy buen profesional (según las referencias que me daba Elena), me tenía en tan alta estima, pues me llena de orgullo y satisfacción además de ser un acicate para seguir con esta labor que a veces es poco gratificante. En segundo término, porque el hecho de que dos personas dejen a un lado la política y se enzarcen en debates a costa de libros y enterados LIJerarios es de mascletá. En tercer lugar porque yo había alentado a la Elena a volverse otra chafardera del libro-álbum y veo que la cosa fructifica. Y por último: en esto de de la literatura infantil no debe faltar el humor pues hay mucho estúpido buscando asentimiento en un universo donde no hacen falta ni lentejuelas ni brilli-brilli, sólo leer y pasarlo bien.
Tras descojonarme un rato y digerir que casi soy atropellado por mi propio padre (inaudito pero cierto), decidí que les iba a dedicar esta entrada del lunes a ambos en agradecimiento a tan buen momento y de paso intervenir en esa conversación a la que fui invitado, si no en cuerpo, sí en espíritu…


Escuchadme, melones. No os pongáis a la gresca por este monstruo. Igor, aunque intento valorar todas las cuestiones de un libro, reconozco que ando algo pez en ciertos aspectos, sobre todo los gráficos de última hornada. Hay libros a los que no les encuentro la gracia, y a otros les encuentro demasiada. En esos momentos echo mano de personas como Elena que, apasionadas por ese mundo del álbum, el diseño y sus vanguardias, rellenan mis carencias (aunque tampoco hay que darles mucho vuelo, que ya sabes que la tontería es gratis y cada uno coge la que quiere).
Elena, buscar sinergias en los libros, en lo literario, nos ayuda a entender una creación cultural desde varios puntos de vista y, al igual que tú con las imágenes, mi visión sobre las palabras y/o su relación con las ilustraciones también es importante, pues nos ayuda a entender íntegramente una obra híbrida y posmoderna como el álbum. Lo metaliterario, los guiños a los clásicos, la estructura narrativa, su inmersión en un contexto y otras circunstancias que trascienden intrínseca y/o extrínsecamente al objeto libro, se pueden clasificar como rollo y petardeo, pero también son necesarios. Sin embargo convengo contigo en que a veces, en este ecosistema de la crítica de libros infantiles hay mucho meapilas que aburre a las piedras con tanta disquisición.


Para zanjar mi intervención os mandaré deberes (así, en la distancia). Como soy un rollero y no quiero amuermaros, la cosa consiste en que leáis un libro, que si bien se aleja un poco de la estructura del álbum, me parece muy adecuado para el apunte de hoy, y que más tarde dejéis vuestras impresiones en los comentarios de esta entrada. Ni se os ocurra decir que es un título sin chicha, pues la edición de este Cosa de niños de Peter Bischel, ilustrada por Federico Delicado y publicada por Los Cuatro Azules, nos habla de tantas cosas textual y gráficamente, que creo que tendréis suficiente trabajo. Yo me quedo con un mensaje que ahonda en ese mismo por el que he abogado desde que empecé esta andanza hace once años: lo mejor de los libros para niños es que los leemos los niños. No dejemos que nuestras apariencias de adultos nos contaminen con sus miserias. Quitémosle hierro al asunto y disfrutemos de su belleza lo mejor que sepamos.

P.S.: Y si suspendéis el examen, tendré que destripar este libro convenientemente en los comentarios (que siempre se agradecen más aquí que en las redes sociales).



martes, 18 de diciembre de 2018

¡Yo quería ser pastelero!



Soy tan galgo que de pequeño soñaba con ser pastelero. No cabe duda de que si alguien desea ganarse mis favores sólo tiene que acudir con un buen pastel (Información para navegantes: nada dulzones y de sutiles sabores, con chocolate y frutas ácidas mediante). Tras una confesión en familia y algunas risas, mi  madre me disuadió de hacer realidad esa idea haciéndome saber que los confiteros no sabían de camas y sueños, ya que, sobre todo en aquella época, vivían a fuerza de madrugones. Yo me lo pensaba, pero seguía en mis trece, más todavía cuando le hincaba el diente a los palos de crema, las milhojas o los miguelitos de La Roda.


Con el tiempo y unas cuantas madalenas de por medio, descubrí que la repostería no es  nada fácil y que, a pesar de recetas y alquimia (muchos comparan cocina con química), te puedes pasar con el azúcar o la harina, y hacer engrudo en vez de auténticas delicias. Así que me dejé de tonterías, que siempre hay tiempo de acudir a una buena pastelería y disfrutar de la buena mano de otros y un par de golosinas.


No obstante, todavía me sigue gustando eso de toparme con una pastelería y asomarme al escaparate. Salivando como el niño que era. Lo mismo sucede con los programas de la tele o los canales de Instagram sobre tartas de boda, “cupcakes” u otras historias (¿No les resultan hipnóticos el movimiento de las batidoras o las mil y una formas con las que decorar a base de manga pastelera?). Y concluyo que sin abusar de los postres (ya saben que hay que guardar la línea), a nadie le amarga un dulce porque bocado que no echas, bocado que no recuperas (no seamos resignados y catemos nuevas experiencias).


Con todo esto y un bizcocho, llegamos a un libro que, además de robarme una sonrisa, me ha trasladado a esos sabores de la infancia que no se olvidan. Y es que Prímula Prim, un álbum de Catalina González Villar y Anna Castagnoli (editorial Los cuatro azules) en el que los protagonistas son una pareja de conejos que regentan una pastelería tiene mucho que contar a través de sus sencillas palabras y sus evocadoras ilustraciones. La historia comienza con la llegada de la primavera y un regalo de aniversario muy especial, casi mágico, continua con muchos vítores (Morir de éxito debe ser bastante triste, ¿no creen?) y termina con un giro inesperado sobre la sencillez de lo cotidiano y el retorno a la felicidad.
Una historia de siempre llena de luz, una historia de calor bajo la que cobijarse en estos días de invierno… Hasta que llegue la primavera y nos impregnen sus aromas.


miércoles, 14 de febrero de 2018

¿Es aburrido lo cotidiano?


Sé que muchos de ustedes prefieren las vacaciones a la rutina. Ese sentimiento de libertad que les recorre durante el finde, los puentes o las vacaciones de verano les parece indescriptible frente a la monotonía del resto de los días, unos que resultan repetitivos y monótonos. Rebozarse entre las sábanas hasta bien entrada la mañana, desayunar a horas intempestivas, rutas de las tapas, quedar con Mengano y Zutano, una copichuela, ir al bingo o a la verbena de las fiestas del barrio, danzar sin cesar a galope de dos tacones de aguja, cena romántica y sesión de cine... Son muchas las alternativas a realizar en esos días en los que no hay despertador que nos trunque los sueños (en mi caso, la peor de las jodiendas... ¡Sienta tan bien soñar!), pero el caso es que esta mañana, me ha dado por cavilar en lo contrario... ¿Y si la sal de la vida está en lo cotidiano?


Aunque pensemos que los días de asueto son la mar de dinámicos (o eso nos han hecho creer el capitalismo y la llamada sociedad del bienestar: ¡Dadme una demanda y moveré el mundo! Resumiendo: ciudadanos monitorizados hasta las trancas), la verdad es que hay fines de semana que mejor que no existieran, no sólo por el rollazo monumental que suponen, bailes y cubatas mediante, sino porque parece ser que, desde que la dictadura del postureo se ha instaurado, todo ha de ser exótico y desorbitado. ¿Acaso nos tiene que ofrecer el tiempo libre una alternativa de vida?


Ahora me vendrán con los sempiternos “No sé tú, pero yo tengo una familia que atender” , “Me encanta jugar con mis hijos y nunca puedo” y un largo etcétera de razones que, aunque son muy válidas y correctas, no entrañan la consecuencia de una existencia más excitante, ya que he visto padres que han invertido todo el tiempo del mundo con sus hijos pero que no han sabido encontrar un sólo instante que desate momentos dulces para con ellos.
Dejemos que ocurran las cosas. Que hacer la compra, pasarle la fregona al suelo, dar clase, comer con nuestra familia, discutir con los compañeros de trabajo, esa avería en el ordenador, los besos de buenas noches y cualquier gesto que se adscriba al día a día, nos haga felices. ¡Oigan! ¡Que no sólo lo digo yo! También se lo dice Janosch en su Buenas noches, Topolín, un librito rescatado por la editorial Los Cuatro Azules el pasado año y cuyo protagonista es especialista en salpimentar los momentos aparentemente insípidos de la rutina.


Tomen nota y háganse un favor: busquen las diferencias en cada día sin necesidad de echar mano de los que presuponemos menos encorsetados. Y si no saben cómo, cojan este libro entre las manos para leer párrafos como este “-Ahora solamente necesitas algo que te alegre la vida -dice Canario-. Porque el que siempre está alegre vive mejor que un rey.” ¿A que su día es más luminoso?


jueves, 28 de diciembre de 2017

Agradecer la vida


Sostengo Gracias, Tejón entre las manos y se me vienen a la cabeza pensamientos parecidos a los del año pasado mientras leía Dos alas. Este libro de Susan Varley, un libro clásico reeditado este año por la editorial Los Cuatro Azules (¡agradecidos estamos los monstruos con tan buena noticia!), es otro de esos títulos que nos hablan de la eterna dualidad vida-muerte, un tema que apasiona a muchos monstruos y que da buena cuenta de ese puente intergeneracional que suponen la LIJ en general y el álbum ilustrado en particular.


Página a página, me vuelvo a acordar de todos aquellos que odian la Navidad por la pérdida de algún ser querido, algo que si bien es respetable y muy personal, es cierto que repercute en el ánimo colectivo. A pesar de que abomino de sobreproteccionismo y paliativos hacia la infancia y la adolescencia en lo que se refiere a temas vitales y necesarios (la realidad es muy puta y con los pies en la tierra te das cuenta antes), sí abogo por retornar a mi discurso de optimismo a la hora de gestionar el duelo, algo de lo que me acuerdo cuando presencio cenas y comidas navideñas que parecen un baño de lágrimas. El recuerdo de los fallecidos hace brotar sollozos y caras largas que ensombrecen de algún modo los deseos de pequeños y adolescentes que también comparten la mesa y que reciben un mensaje más que desesperanzador sobre lo que debe ser la vida.


Todos nos morimos y todos debemos ser conscientes de ello. De manera natural o trágica, la muerte de un allegado se hace cuesta arriba sea cual sea su pendiente, pero nunca debe significar la nuestra propia. Cada uno tiene bastante con su existencia (y no debe menospreciar la de los demás), pero se me antoja más adecuado echar mano de recursos positivistas y conciliadores, que de aquellos en los que la tragedia se apodere del ánimo.
Un servidor (que también tiene sus miserias vitales), siguiendo la estela que dibuja este hermoso álbum, les recomienda celebrar lo que fue la vida de los que ya no están. Es una forma de entretejerla con las de aquellos que se han quedado, hacer brotar un ecosistema en el que todos importemos. En ese sentido es quizá lo menos doloroso, no sólo a la hora de elaborar un duelo que camina con nosotros, sino también para construir un ejemplo hacia los demás en pro de la vida, que al fin y al cabo es lo que más importa: brindar, brindar por todos los que fuimos, los que somos.


viernes, 24 de enero de 2014

Tropiezos caminando


De niños juguetones está el mundo lleno, sobre todo los patios de recreo, las guarderías y los parques y jardines, lugares todos ellos donde pueden dar rienda suelta a sus pies primerizos para gatear, patalear, andar y correr. La pena es que algún patoso, dé un traspiés, y sufra desconsolado, más de lo debido, a tenor de lo cual se suelen unir en coro los llantos de los demás y se arma un jaleo descomunal. ¡Menos mal que siempre hay alguien que sabe calmarlos y consolarlos!

[…]
Le dio una pizquita
de ruda marchita
para el mal de ojos,
dijo que cumplieran
todos sus deseos,
todos sus antojos.
Y como lloraban
todos los Juanitos
por el indispuesto,
a aquel le brotaron
nuevos corazones
que llevaba puestos.
[…]

María Cristina Ramos.
Caminadito de los Juanes.
En: Caminaditos.
Ilustraciones de Elsa Arguilé.
2013. Madrid: Los Cuatro Azules.


lunes, 20 de enero de 2014

Jugando al fútbol


La semana pasada, además del lío de Burgos (¡viva la especulación innecesaria y corrupta!) y los dimes y diretes entre fiscales y jueces a tenor de la comparecencia de la infanta (que demuestra una vez más la ineficacia del sistema judicial en un país de pandereta), pudimos “disfrutar” en vivo y en directo de las lágrimas de Cristiano Ronaldo al recibir el balón de oro.
Me encanta constatar que estos multimillonarios se ponen a llorar como niños cuando se reconoce su valía dentro del campo, no sólo porque compungen a futboleros fanáticos (más le valdría a más de uno tomar nota y rebajar unas barrigas que aumentan su volumen en los bares), sino porque enseñan el lado humano de estos gladiadores de élite contemporáneos que se pirran por chupar cámara y dar ejemplo humanitario.
¡Bendito fútbol! Una paradoja más, el nuevo sueño americano con el que la clase obrera occidental duerme todas las noches para que sus hijos, a la mañana siguiente, se hinchen a loas, salves y billetes, sean la portada de todos los periódicos gracias a la cría de su prole y su desventuras amorosas, y den muestra de su saber hacer y humanidad manifiesta en programas del corazón, para luego, como cualquier pobre, intentar engañar al fisco, comprarse varios coches horteras y unos cuantos anillos de oro macizo… No me extraña que el público en general ame un deporte como el balompié, tan rentable como enriquecedor. Incluso los personajes de muchos álbumes ilustrados se pirran por darle patadas al balón sobre la hierba. El último de estos ejemplos es la Mina de la serie Poka y Mina (concretamente el libro que lleva por título El fútbol) que tanto éxito le ha dado a Kitty Crowther fuera de nuestras fronteras y que la editorial El jinete azul ha traído a nuestro país esta temporada.


Como último apunte decirles que si intentan triunfar en el mundo del deporte regio y no lo consiguen, siempre pueden dedicarse al estudio que, aunque menos productivo, se figura igual de satisfactorio.

viernes, 25 de diciembre de 2009

El día de la víspera


1. Hemos dejado atrás la Nochebuena.
2. La Navidad ha llegado con un Papa lisiado.
3. Cada año nos atiborramos menos de turrón y más de ácido úrico.
4. Estoy harto de tanto alcohol a propulsión.
5. Más harto si cabe de tanta gente deseosa de consumismo.
6. Echo de menos niños pidiendo el aguilando.
7. Me duelen los riñones de limpiar tanto serrín.
8. ¿Qué regalarán en los bares que a todos nos vuelven locos?
9. ¿Por qué en estas fechas nos acordamos de los que no están y nos olvidamos de los que quedan?
10. Se me olvidó la letra de ese villancico...
11. ¿Dónde habré metido el belén?
12. Paz, armonía y mucho interés.
13. ¿Solidaridad, fraternidad o caridad? Pregúntenle a mi padre: se las sabe todas.
14. ¡Qué vuelvan los besos!
15. Aviso: No contestaré ningún SMS insustancial que reciba durante estas fiestas.


Este cúmulo de circunstancias me ha obligado a tomarme unas pequeñas vacaciones hasta nuevo aviso, pero antes les dejo con uno de los mejores cuentos navideños que conozco (este año... el próximo, Dios dirá). 
El regalo de los Reyes Magos, es un relato corto escrito por O. Henry, pseudónimo del estadounidense William Sydney Porter, considerado uno de los maestros del género y que sintetiza de forma magistral el espíritu de la navidad en esta historia de una pareja neoyorquina que sacrifica sus bienes más preciados para hacer feliz al otro en un tiempo de penurias económicas.


Si además lo leen en esta edición en formato álbum (editorial Cuatro Azules), quedarán deslumbrados por las ilustraciones de Lisbeth Zwerger, artista austriaca que recibió en 1990 el H. C. Andersen. Unas imágenes de colores cálidos, aguadas sutiles y composiciones estudiadas que, además de aportar movimiento y una estética muy cinematográfica, ensalzan un cuento que, como otros muchos ambientados en esta época, ahonda en la necesidad de compartir humanidad en vez de refugiarse en lo material.


Luminosa, sencilla y escueta, léanla estos días de despilfarro y excesos, que a veces lo más valioso crece en el corazón gracias a las palabras adecuadas.
¡Ah! ¡Y Feliz Navidad!

jueves, 4 de junio de 2009

D.E.P.



No sé si hacer de la muerte algo cotidiano comportará un avance o un retroceso, pero al vivir bajo el acecho de esa tupida sombra que al final nos cubre a todos, ricos y pobres, altos y bajos, se hace necesario estar preparado para lo que pueda suceder en cualquier instante.
En cierta conferencia para la obtención del título del antiguo C.A.P. (Certificado de Aptitud Pedagógica) aprendí que las sociedades occidentales viven bajo el yugo del infantilismo, es decir, alcanzar la edad adulta se ha convertido en una carrera de fondo y algunos de treinta y cinco tacos siguen comportándose como infantes de diez. Una evidencia de esta realidad, decía la ponente, era, por ejemplo, que los niños no entraban en contacto directo con la muerte hasta bien tarde mientras que en tiempos pasados era frecuente verlos presentes en entierros, misas y funerales, cosa que seguía ocurriendo en sociedades menos avanzadas donde la madurez se alcanza con apenas catorce años.
Aunque el lector me pueda rebatir que es algo incierto puesto que nuestros infantes saben demasiado de estas realidades gracias a los medios de comunicación, los videojuegos, el cine y otras miserias, le aviso que esta presencia masiva de muertes, violaciones, masacres, pornografía y vete-tu-a-saber-qué cosas más, más que educar y crear mentes críticas, despiertas y razonables, banalizan el mundo, desvirtuando su apariencia, lo que a veces puede producir efectos secundarios poco deseados.
Y aquí, dos títulos sobre la muerte:


Inés Azul del albaceteño de adopción Pablo Albo y otro Pablo, Pablo Auladell (Editorial Thule), es un libro-álbum de gran formato donde su protagonista (adivinen cómo se llama…) reflexiona sobre la muerte de un amigo. Las ilustraciones, todas ellas enmarcadas en azul –me recordó a esa alegoría del verde en los versos de Federico García Lorca-, quizá sean algo sombrías (es lo que tiene la muerte), pero muy evocadoras. El estilo del texto es extraño y llama a veces a la incomprensión... Abierto, unas veces técnico (véase los detalles sobre la enfermedad del amigo de la protagonista), otras veces poético (el tema lo requiere), pero lo mejor es que no nos deja indiferentes.


El segundo título, Paraíso, de Bruno Gibert (Editorial Los Cuatro Azules) posee un argumento semejante: el fallecimiento de un abuelo provoca en su nieto un cuestionario sobre los aspectos positivos y negativos del llamado paraíso. Pese a su pequeño formato he de admitir que me he enamorado de este libro, sobre todo porque conjuga en cada doble página y de manera magistral, las ilustraciones –señales de tráfico y otros pictogramas- con el texto. Otro título a tener en cuenta este año.