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martes, 10 de marzo de 2020

Preguntas en mitad del caos



Después de todo tendremos mucho que agradecerle al CoVID-19. No me malinterpreten, pero observo que es la primera vez en muchos años que gran parte de los ciudadanos del mundo nos estamos empezando a plantear las mismas preguntas. Y eso, permítanme que les diga, es algo extraordinario.
En primer lugar están las preguntas sobre el patógeno. ¿Qué es un virus? ¿Y un coronavirus? ¿De dónde ha salido? ¿Cómo se contagia? ¿A quiénes? ¿Es letal? ¿Qué es una epidemia? ¿Tiene prevención? ¿Y cura? Nunca había odio tantas veces tantas preguntas seguidas sobre el ámbito científico, un universo del que la mayor parte de la gente pasa, o simplemente nos deja a unos pocos.
En segundo lugar vienen las de nuestra propia actitud frente a enfermedad. ¿Sabemos a lo que nos enfrentamos? ¿Toda la información es fiable y está contrastada médicamente? Tengo unas décimas de fiebre, ¿llamo al teléfono de atención a los afectados? No me han resuelto mis dudas ¿me dirijo a la consulta del médico? Lo que está claro es que nadie sabe actuar al respecto.


El tercer lugar hay que destinarlo para aquellas cuestiones que se refieren a los demás. Si continúo mi vida normal, ¿pongo en riesgo a las personas de mi entorno? Me quedo en casa, ¿pensarán que estoy aprovechándome de una situación excepcional para escaquearme del curro? ¿Colapso los servicios sanitarios ante la mínima duda? Soy joven y probablemente los síntomas duren pocos días pero, ¿y mis padres y abuelos? ¿Acaso ellos no merecen vivir? ¿Actuamos con frivolidad al respecto? Tampoco son los únicos, ¿y la gente joven que está inmunodeprimida o sufre otras patologías? Pensemos en el futuro: ¿Y si el gran número de contagios provoca la mutación del virus y se hace más virulento y letal? ¿Y el hemisferio sur? Ahora empieza el otoño allí. ¿Y los países sin desarrollo sanitario? Solo les digo que cualquier decisión personal conlleva una responsabilidad conjunta.


La tanda cuarta la reservo para los políticos. ¿Las decisiones que toman se realizan sobre criterios científicos o políticos? ¿Infravaloran unas vidas por encima de otras? ¿Vulneran las decisiones políticas nuestro derecho a salvaguardar la propia salud? ¿Es lícito poner en riesgo la salud de los ciudadanos con tal de mantener el amaneramiento político? ¿Hay que ser sinceros con la población? ¿Se utiliza la crisis del coronavirus como tapadera en otras maniobras y estrategias políticas? ¿El poder o los ciudadanos? ¿La cobardía o el deber?
Y la quinta y última va sobre ciencia y sociedad. ¿Podrá frenar esta crisis mundial la medicina? ¿Acaso no hemos sido muy optimistas? ¿El virus nos ha convertido en hospedadores de manera natural o ha sido manipulado en los laboratorios? ¿Está la ciencia a nuestro servicio o al de otros intereses? ¿Es infalible la ciencia? ¿Acaso no somos demasiado tecno-optimistas?


Y si se animan a buscar más respuestas (es inevitable hurgar en nuestra razón siempre que se nos plantea alguna), les traigo otra buena tanda en ¿Qué puedo esperar? El libro de las preguntas, un álbum de Britta Teckentrup recién editado en nuestro país por Libros del Zorro Rojo que no tiene desperdicio. Poético y evocador reúne montones de preguntas dirigidas a cualquier lector. Acompañadas todas ellas de imágenes sugerentes que invitan a una búsqueda de respuestas conjunta entre libro y lector. Muchas miran hacia el futuro (cosas de niños, ya saben…), otras se quedan en el ahora (que también importa) y las menos habitan el pasado, pero todas son sutiles e interesantes, humanas y universales. Ideal para regalarlo y buscar algo bonito en mitad del caos.



jueves, 5 de marzo de 2020

La extinción de la belleza



Para Chus, mi librera de San Juan, que siempre descubrimos libros juntos.

Hasta las narices me hallo de tanto discursito bifaz. Feminazis y machistorros, comunistas y capitalistas, podemitas y fachitas, madridistas y culés… La caterva no cambia. ¿Acaso no saben hacer otra cosa que limitar toda su existencia a un puñado de consignas repetidas hasta la extenuación? ¡Qué discurso tan empobrecido, por dios! Estaría bien que no fuesen tan reduccionistas y se dedicaran a leer, a buscar lugares comunes y, sobre todo, a no soltar sapos y culebras por la boca, que ya empieza a ser muy evidente eso de “por el interés te quiero Andrés”.
Lo que yo me pregunto (con mucho fervor y devoción) es si todos los que pasan el día despotricando de unas cosas u otras en las redes, tienen también tiempo para detenerse a contemplar la belleza que les/nos rodea, o si, por el contrario, son incapaces de apreciarla por muy delante de las narices que se la coloquen. Lo digo porque tengo la ligera sensación de que están tan ensimismados en su parcela de rumiantes que no viven para otra cosa, algo demasiado peligroso, más todavía cuando los ánimos se empiezan a caldear.
Es evidente que cuando más te relames las comisuras, más difícil es distanciarte de la película y mirar hacia otro lado. Absortos. Así nos va... Con el coronavirus (Que extraño es todo, ¿verdad? Se me antoja (in)verosímil).,, Con lo del día de la mujer y las discrepancias de los ismos (¡Más madera! ¡Más madera!)... Con la nueva ley de educación y el nuevo código penal (todo es tan nuevo que suena a vintage)....



Me pongo a pensar en todo esto mientras recuerdo la puesta de sol desde el muelle de Brighton. Apoyados sobre la barandilla mirábamos el mar en calma y unos cuantos estorninos volaban cerca. A cada movimiento de la brisa marina, otros tantos se unían a la bandada. Danzaban cada vez más cerca. Bajaban y subían en su vuelo, viraban de repente su rumbo, como si de un dulce quiebro entre amantes se tratase. Por un instante me fijé alrededor: ya no éramos los únicos espectadores boquiabiertos. 
La multitud sonreía, nosotros mismos nos mirábamos dichosos. El día se detuvo en ese instante y sólo teníamos ojos para lo que algunos llamaban en inglés “starling murmuration”. Dejamos la mente en blanco y vimos como cientos de aves dibujaban formas caprichosas sobre el cielo, líneas fluidas que se expandían sobre el nublado horizonte. No pensábamos nada más, sólo volábamos con ellos.


Y entonces llega a mi mesa El día de las ballenas. Y siento como la historia sin palabras ideada por Cornelius, el colectivo de escritores formado por Davide Cali, Guido Sgardoli, Tommaso Perchivale, Pierdomenico Baccalaro y Davide Morosinotto, e ilustrada por Tommaso Carozzi tiene mucho que ver con esa destrucción de la belleza que un día tras otro llevamos a cabo en las redes sociales, en las aulas, en la barra del bar, o en el banco del parque. No hace falta cortarles las alas a los pájaros, envenenar los océanos o liarse a tiros. También extinguimos la belleza con nuestra palabras.


Un día cualquiera en una metrópolis cualquiera, los cuerpos de enormes cetáceos tapan la luz del sol, flotan entre los rascacielos. Se desata el caos, la muchedumbre ve una amenaza en sus lentos movimientos y los poderosos deciden acabar con ellos.
En pocas páginas, los autores se adentran en nuestro subconsciente con una fábula que algunos pueden traducir en ecologismo, con una narración que oscila entre lo inverosímil de Chris Van Allsburg y lo surrealista de Shaun Tan. Todo ello sin perder de vista un estilo figurativo que siempre permite descubrir detalles literarios (fíjense en el nombre que aparece en el parte meteorológico), cinematográficos (¿Acaso no ven en esos planos generales y contrapicados la magia del cine?) e incluso museísticos (Si alguna vez van al Museo de Historia Natural de Londres, acuérdense de este libro) que tienen que ver con el pasado y con el futuro en el que nos podemos ver reflejados.


Eso le decía yo a la librera Chus el otro día cuando me hablaba de este libro. “¿A que te inspira una pena confusa?" Algo se desgarra por dentro al mismo tiempo que agita nuestra conciencia. En su lectura, no son las ballenas las que mueren, somos nosotros los que nos consumimos poco a poco.