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lunes, 21 de octubre de 2024

Hacer novillos o el ejercicio de la libertad


Es lunes y daría lo que fuera porque no hubiera escuela. No seré yo quien se queje de la vida del maestro, pero sí de la del pobre, una que me obliga a trabajar para pagar las facturas. Hipoteca, agua, gas, alcantarillado, electricidad, comunidad de vecinos… todo eso y mucho más me mantienen a merced de un puesto laboral que me tiene sujeto a unos horarios.
¿Quién no se levanta un lunes con ganas de irse a pasear bajo la lluvia, buscar setas o leer una buena novela? No todo se resume en acurrucarse bajo las sábanas a modo de gusano de seda y dejar que pasen las horas. Los madrugadores tenemos otra visión diferente del aprovechamiento. Hacer ejercicio, terminar esa acuarela que se está haciendo cuesta arriba o tocar el saxofón.


Decía una amiga mía que ella quería ser multimillonaria, no para costearse la servidumbre, sino para que nadie tuviera que hacer sus tareas. Me pareció un concepto en el que detenerse. Tener tu propio huerto, preparar un caldo de patatas o barrer el porche me parecen quehaceres encantadores. Tampoco suponen un desgaste sobrehumano y son bastante entretenidos.
A la gente se le llena la boca con artículos de lujo, coches, motos, productos de alta tecnología o viajes a todo trapo, pero lo cierto es que en la modestia también vive la riqueza, esa que muchas veces saben disfrutar los viejos desde esa atalaya que les otorga el tiempo y los jóvenes que deambulan por el mundo sin un duro en el bolsillo.


Y como está página bucea entre libros infantiles, aquí les traigo La escapada, un álbum delicioso de Rozenn Brécard que acaba de publicar Libros del Zorro Rojo tras la gran acogida que ha tenido en los países francófonos.
Este álbum nos cuenta la historia de dos hermanos, una niña y su hermano pequeño que, tras perder el autobús escolar, deciden hacer novillos y lanzarse a la aventura en el pueblo costero en el que viven. Cruzar a la otra orilla en una barca, darse un chapuzón en las frías aguas del océano, explorar un desguace de coches, encontrar un amigo canino o escapar de una persecución son algunas de las peripecias que les suceden durante la jornada, ¿pero conseguirán regresar a casa?


Con gran maestría, la autora francesa afincada en Finisterre se interna en el maravilloso mundo de hacer novillos (pellas para el centro peninsular), una constante infantil que no pasa de moda. Desde ese lugar subversivo que ofrece prescindir de la rutina escolar, los personajes de esta historia, no solo se enfrentan a las convenciones adultas, sino que construyen todo un universo emocionante que embelesa a cualquiera.
La naturaleza, una ubicación inmejorable, un medio antrópico grisáceo, animales de compañía, imágenes bucólicas… Todo se articula para ensalzar la libertad, un espacio en el que la imaginación y los deseos campan a sus anchas, un paréntesis que vez en cuando se hace necesario en esta vida de compromisos adquiridos.


Con una óptica muy cinematográfica, las imágenes se suceden en este híbrido de álbum y novela gráfica sin calles ni viñetas, una doble vertiente que, utilizando dobles secuenciaciones (dentro del mismo escenario o en distintas ubicaciones), nos ofrece un lenguaje narrativo muy dinámico. Si además añadimos la técnica mixta elegida (acuarela y lápices de colores), todo se funde en una suerte de fiesta muy animada que nos invita al disfrute.


Eso sí, no hay que olvidar que, a veces, los miedos y el cansancio hacen mella, y lo mejor es volver a esa zona segura que es el hogar…

lunes, 3 de octubre de 2022

Cariño, por ti me jiño


Cariño, cariño, cariño… Oigo cariño por todos lados, pero veo muy poco allá donde vaya. Es una de esas coletillas que se ha aprendido muy bien esta sociedad del bienestar, la de la blandería más nauseabunda.
Te digo cariño, pero te metería un buen chute de estricnina en el colacao. Se les cae la baba con ellos, pero poco lerele con sus hijos. Sí, me refiero a ustedes, padres del nuevo milenio, de la palabrería y la impostura. Y no salten todos a la vez, mansos y bienhablados. Antes de acribillarme a dardos, piensen un poco en lo que hacen.


De poco sirve tanto mantra si luego no invierten tiempo de calidad con sus hijos. Y digo de calidad porque muchos todavía no han entendido que estar no es sinónimo de ejercer. Es como esos funcionarios que se pasan el día apalancados en la oficina creyendo que producen y a lo más que llegan es a tomarse diez cafés.
Uno se da cuenta de todo esto cuando, por mucho que algunos padres se dediquen a repetir apodos suavones a sus hijos, observas como los ignoran en los momentos más truculentos del día, léase la hora de recoger los juguetes u ordenar la habitación.


Hablando de quehaceres infantiles nos adentramos en Cómo ordenar tu habitación en sólo 7 días, un álbum de Audrey Poussier publicado el año pasado por Picarona, que no debe pasar desapercibido por cualquier padre ni, sobre todo, por ningún hijo.
Y es que en este libro se nos presenta un problema cotidiano: cómo poner orden al caos que se respira en cualquier habitación infantil donde reina lo lúdico. A caballo entre el diario y el manual de instrucciones, los protagonistas de este libro-álbum nos relatan qué hacer para que todos los juguetes queden en su sitio y no tener que aguantar más al hombrecillo del orden (N.B.: Un invento narrativo sin parangón al que cualquier lector le puede sacar el jugo). El lunes se clasifica, el martes se pelean, el miércoles se encogen, el jueves, todo por la ventana, el viernes, llega el turno de la aspiradora, el sábado se aburren y el domingo, ¡sorpresa!


Con mucho humor, Claudia y Mo no solo nos indican los pasos a seguir para dejarlo todo bien arregladito (si es que sucede en algún momento), sino que también nos sumergen en las relaciones fraternales y los pormenores de la crianza utilizando un texto directo y unas ilustraciones donde los detalles, la perspectiva y los recursos narrativos son los mejores aliados.
Sí, estamos ante uno de esos libros infantiles donde lo subversivo juega con lo correcto, donde el universo onírico se entrelaza con la realidad, y donde los deseos infantiles ganan por goleada a los adultos cuadriculados. Todo ello sin mencionar en ningún momento la palabra “cariño”.

miércoles, 15 de diciembre de 2021

Viajar en taxi, ¡qué locura!


Nunca he sido de taxi. Tal cual. Y son varias las razones que esgrimo para ello. La primera es que vivo en una ciudad, tirando a pequeña, en la que te lleva una hora escasa recorrer la mayor distancia posible.
¿Y si estuvieras en una gran ciudad? He vivido en una gran ciudad y, a menos que sea con nocturnidad y alevosía, es uno de los medios de transporte público más impredecibles, ya que depende del tráfico rodado, un verdadero mojón en cualquier sitio que supere el millón de habitantes.
Por último, decir que no me gusta nada la forma de facturar el recorrido. La bajada de bandera y los suplementos me parecen algo que debería de revisarse, y que, si utilizas el servicio de radio-taxi, te cobren el desplazamiento hasta tu domicilio.


A pesar de esto (y eso que no me he metido con la manera de explotar las licencias ni la forma de conducir de algunos), los he usado. Sobre todo cuando el metro está cerrado, cuando tu cuerpo está exhausto de tanto bailoteo o en cualquier emergencia. Y tengo que admitir es que es uno de esos medios de transporte que más anécdotas graciosas me ha proporcionado


De entre todas ellas, recuerdo especialmente tres. La primera fue en Lisboa hace mil años. El conductor tenía complejo de Carlos Sainz y aquello parecía una montaña rusa (ya saben la de cuestas que se gastan por allí). Con el cinturón puesto y las garras en el asiento, se nos pusieron de corbata. Tanto fue el meneo, que una echó los pastelillos de Belem que habíamos degustado en la mañana. Toda una experiencia lusa.
La segunda fue en Madrid. Perdimos el último autobús a un pueblo de la sierra y una amiga, más tozuda que una mula, se empeñó en que debíamos coger un taxi para ir a cierta discoteca (¡Como si en la capital no hubiera ninguna!) Tras mucho debate, al final nos convenció. Imaginen la broma (que nos salió bien cara) cuando después de tanta batalla, la disco estaba cerrada. Menos mal que somos gente de recursos y nos montamos la verbena. Ella perdió todo el crédito y nunca más abrió el pico.
La última fue regresando de Inglaterra. El avión llegó con retraso y teníamos que coger un tren. Nos recogió un conductor senegalés que nos aseguró que llegaríamos a tiempo. En la media hora que duró el trayecto, nos contó su vida entera (no paraba de darle a la sin hueso). Una historia que llegó a su punto álgido cuando dijimos que éramos de Albacete, como Andrés Iniesta. Casi vuelca el coche de un volantazo y nosotros nos cagamos a la pata abajo. Era seguidor acérrimo del Barça. Lo mejor de todo es que llegamos puntuales y nos convidó al viaje.


Seguro que ustedes también guardan las suyas, unas que les invito a compartir en los comentarios de esta entrada dedicada a Taxi ¡Mec-Mec!, un álbum de Stéphane Servant y Élisa Géhin que acaba de publicar la editorial Barrett para disfrute de todos los monstruos, usen el taxi o no. En esta especie de road-trip, un taxi va recogiendo a diferentes personajes. Una anciana que quiere dar un paseo por el bosque, un policía en busca de un ladronzuelo, un hombre alto y tartamudo (he de confesarle que es mi personaje favorito) o una maestra ansiosa de vacaciones.  Cada uno quiere ir a un sitio pero el taxista no despega el pico, los deja a su aire. Son tantos que los pasajeros llegan hasta 51 (mujer embarazada incluida). ¿Llegarán a su destino?


Con unas ilustraciones a rebosar de dinamismo y un elenco de lo más disparatado, este taxi lleno de vitalidad y conflictos de intereses (como la vida misma) sigue su camino hasta que un suceso ¡zas! rompe el rumbo narrativo y nos ofrece una sorpresa final que te saca un sonrisa y puede que hasta te haga reflexionar.  
Colores flúor, formas planas, líneas angulosas y fuertes contrastes, dan vida a unas ilustraciones muy bien traídas con las que el espectador disfruta de un estilo de otro tiempo (¿No les recuerdan a Remy Charlip o André Françoís?), donde la joya de la corona es su página desplegable.


No se lo piensen: si gustan de vehículos motorizados, este es su libro, uno con una historia coral, que recuerda a una retahíla visual donde también pueden jugar a contar, a buscar, a adivinar... y en la que, además de pasarlo pipa, se entremezclan temas de siempre (polis y cacos) y otros más contemporáneos que indagan en la crítica social (el derecho a huelga o la libertad animal). Y si todo esto les parece poco les diré que también anima a los críos a estudiar. ¡La de cosas que pueden pasar en un taxi!

miércoles, 8 de diciembre de 2021

Arrullo otoñal


Se ha levantado un día horrible. Al menos aquí. Sopla un viento de mil demonios que no ha dejado ni un árbol vestido. Cositas y detalles de un otoño que pronto llegará a su fin. Por estas latitudes peninsulares, claro, que en la cornisa cantábrica ya ha llegado el invierno, ¡y de qué manera!
Parecía que nunca iba a llegar. Septiembre dio algún coletazo y octubre parecía que sí pero que no. Al final llegó el frío (demasiado, por cierto) y nos dejó tiesos como un carámbano. Dice el termómetro que ha sido el noviembre más frío de los últimos veinte años, al menos, en lo que a temperaturas diurnas se refiere, porque aquí no se crean que ha helado.
Se agradece que las estaciones sigan su curso, que el año vaya mutando. Ver cómo cambia lo cotidiano, cómo llegan nuevas necesidades. Pasar del melón y la sandía, a la naranja y la manzana. Que aparecen en el mercado nueces y avellanas. Los puestos de castañas asadas. Que toca sacar la ropa de abrigo. Jerseys, guantes y bufandas. También las mantas y los edredones, que se enfría la noche.


La vida toca de puertas para adentro, que hacia fuera ya tuvimos lo nuestro. El verano es para salir y no entrar, con unos y otros, desfogar por aquí y por allá. El otoño, sin embargo, incita a la calma y la introspección, un tiempo en el que buscamos cobijo y nos dedicamos a nosotros mismos. Guardamos y recordamos. Empieza el curso. Tenemos más faena. Hacemos y proyectamos. Así es la vuelta al sol, un extraño ciclo en el que existir.


Como trabajar es una lata (por mí, alargaría el puente hasta la pascua), prefiero quedarme con esa parte algo nostálgica. Con las fritillas de mi abuela, mi madre y sus boniatos asados, el aroma de los membrillos, las horas en torno a la monda del azafrán, un petirrojo posado en la ventana. Cada uno tiene sus recuerdos otoñales. Ana, Juan, Chus, Patricia, Jose, Miriam, Maite… pero hoy le toca el turno a Concha.


Tiempo de otoño, el libro de Concha Pasamar que publicó la editorial Bookolia tiene ese sabor a añoranza que destilan los álbumes de fotos. Construido sobre un texto poético y sensitivo, la autora nos lanza imágenes donde el ahora y el ayer se entremezclan en una suerte de ensoñación que, a veces borrosa, a veces nítida, nos invita a recorrer su niñez, juventud y madurez a través de las hojas caídas y los níscalos que crecen entre las agujas de pino.


Vestida de rojo, un color cálido, llamativo, que contrasta, un referente metaliterario, la protagonista se pierde en toda suerte de quehaceres en mitad de unas escenas repletas de esa luz amarilla que trae consigo el otoño. Páginas en tonos beige que también se parecen a las de las fotografías antiguas y que recuerdan al tiempo pasado. Amarillos, naranjas y ocres dibujan un camino tachonado de sabores tradicionales y dejes rurales.
Guardas paraliterarias, planos cinematográficos, composiciones equilibradas y cadencias sutiles, se aúnan en un registro visual de gran belleza para hablarnos de cómo las estaciones impregnan nuestras vidas.



martes, 7 de diciembre de 2021

De ser o no ser


El verbo ser es muy categórico. Irrumpe tan fuerte en el discurso que lo cambia todo. Algo que me hace pensar que Platón y Aristóteles tenían más razón que un santo hablando de ideas, sombras, sustancias y entidades. Dejándonos de existencialismo (que no estamos para ostias a estas horas), sumerjámonos en significado y significante, esa dualidad imperfecta del lenguaje que a muchos nos encanta porque vacía o llena las palabras según nos convenga en cada caso.
Ustedes dirán “Qué profundo se ha levantado este en mitad del puente…” Y yo les respondo que son cosas que me sorprenden de buena mañana, mientras hecho un vistazo a la mundana actualidad… Son la ultraderecha… Son unos irresponsables… Es un negacionista… Cuando te das cuenta de que vives en un mundo donde la batalla ideológica es la base de cualquier poder, el ser hay que ponerlo en entredicho.


Porque entre el ser y el no ser hay muy poca distancia (física y metafísica, me refiero), un pasito de nada que le da un vuelco a todo. Y así pasa, que comenzamos a lanzarnos la pelota de un lado al otro y concluimos con que nada y todo, son. ¡Uy, qué lío! Creo que empiezo a preferir el verbo parecer, que al fin y al cabo no engaña a nadie con esto de la categorización.
Mientras tanto, las gentes de bien, esas que no le dan tantas vueltas al zompo, se dedican a comprar fruta, cuidar a sus hijos, hacer la comida, pasar la fregona y arreglar el motor del coche. Menesteres que les acerquen a la realidad, esa que se palpa, y les alejen de un ruido cada vez más insufrible.
Porque no es lo mismo zamparse una naranja o beberse un whisky que verlo en una foto o en la televisión. Ya nos lo decía Magritte. “Esto no es una pipa”. Negaba con palabras lo que se podía ver en el lienzo y nos cuestionaba la realidad, su representación y el lenguaje. No era una pipa porque no podía fumarse, que había cierta separación entre una pipa real y su imagen y las palabras eran un mero engaño.


Esta es la base de la que parten Eleonora Arroyo y Ariel Cortese en 22 maneras de no ser, un álbum muy juguetón editado este otoño por Tres Tigres Tristes y que, aparte de rendir tributo a la obra del genio francés, establece un juego muy interesante con los lectores presentando en cada doble página dos elementos y cuestionando su naturaleza.
Sandías y caballos, corazones y palomas, setas y tenedores. Relacionados (he ahí un aspecto lúdico añadido) o no, todos ellos configuran una suerte de objetos, acciones o símbolos que buscan mirarse en cada espectador para, de un modo u otro, poner en entredicho las ideas y configurar un nuevo entorno donde coexistan diferentes perspectivas que pueden ser igualmente válidas.


Esto no es un cuento. Tampoco es un imaginario. Es otra cosa a la que quizá le pongan nombre cuando la tengan en las manos y la valoren por ustedes mismos. Es lo que debería pasar en este mundo surrealista, en el que muchas veces es preciso cambiar el título del cuadro por “Esto no es fascismo” “Esto no es una vacuna” o “Esto no es constitucional”, y aclararnos las ideas, esa que a veces se confunden con recuerdos, imágenes y palabras.

lunes, 6 de diciembre de 2021

A dedo


Todo el mundo se ha ido y yo me he quedado aquí. Cocinando, limpiando, planchando, paseando, escribiendo, dibujando y durmiendo. Hay muchas cosas por hacer en casa. También pienso en lo que podría haber hecho allí. Madrid, Palma de Mallorca, Logroño, Budapest, Nueva York o Shanghái. Pero por esta vez he decidido prescindir de barcos, aviones, trenes y autocares. Si alguien me hubiera ofrecido un periplo en autostop quizá me lo hubiera pensado…


Lo he hecho tan solo una vez en toda mi vida. Mi padre y yo nos enrolamos en una ruta senderista y tuvimos que abandonar antes de tiempo. Imaginen como estaba la comunicación por la Sierra del Segura en los primeros noventa. Yo dudaba de que alguien aceptara a llevarnos, pero él lo tenía muy claro: tener un crío al lado era el mejor pasaporte. Y así fue. Dos almas caritativas nos recogieron de la cuneta y pudimos recorrer buena parte del trayecto que nos separaba de casa.


Si ya fue difícil entonces, no me quiero hacer una idea de cómo estará el tema hoy día. A pesar de esa capa de solidaridad que lo envuelve todo, somos más suspicaces y desconfiados. Consideramos mucho los riesgos de viajar con desconocidos pero sin embargo no los tenemos muy en cuenta en otras circunstancias. Para comprobar que estoy en lo cierto, sólo tienen que ponerse a un lado de la carretera y mover el puño de un lado a otro con el pulgar señalando la dirección a la que quieren ir.
Dejando el lado peliagudo de las cosas, diré que viajar a dedo es lo máximo en aventura. Catas todo tipo de motores, descubres nuevas vidas y diferentes caminos. Te extrañas y te sorprendes, que eso, al fin y al cabo, es en lo que consiste el viaje.


Y si no quieren arriesgarse, aquí les dejo un libro bien salao que publicó Kalandraka hace unos meses pero que me encanta. Hacer dedo, un álbum de Guilherme Karsten empieza con un impaciente surfista que se lanza a la carretera en busca de una playa donde divertirse con su tabla. ¡Ups! Se topa con un submarinista haciendo dedo y lo lleva con él. En el próximo pueblo un superhéroe también hace autostop. ¡Para dentro! De esta forma el coche se va llenando de personajes muy variopintos.


Entre la retahíla, el juego de adición y mucho ritmo, este libro que tiene cierto parecido con el camarote de los hermanos Marx, es una lectura formidable para sacarte una sonrisa. Tiene tanto de loco, como de real. Y no solo en lo que se refiere al texto sino en unas ilustraciones con mucho desenfado que hurgan en multitud de detalles y en las diferentes actitudes y emociones de sus protagonistas.

Y allá van…
la niña asustada,
la policía espabilada,
el ladrón camuflado,
el caimán aburrido,
el héroe cansado,
el enamorado submarinista
y el enfadado surfista.

Guiños metaliterarios (una vez más, el tándem más conocido de los cuentos tradicionales aparece aquí), una ruptura del marco narrativo que imprime dinamismo y sorpresa (¿A quién no recoge el surfista?) y el inesperado -y abierto- final harán las delicias del lector. ¿Entonces, qué?¿Se animan a hacer dedo?


viernes, 26 de noviembre de 2021

Principios que enganchan



En ocasiones hablamos del final de un libro como lo más importante, esa guinda del pastel que culminará un viaje a través de un sinfín de páginas en las que se nos han abierto muchas puertas y cerrado otras tantas. La meta, la cima, el cénit.
No siempre es verdad. Al menos en mi caso. A veces disfruto deteniéndome a descansar en alguna orilla, a recrearme entre las palabras, hacia detrás o hacia delante, sin importarme cuan lento avance en una lectura nutritiva.
Luego están los principios. Esos que te atrapan y convencen de que sigas una senda, que te adentres en la espesura, con linterna o sin ella. Que avances un paso, luego otro, y otro más. Meciéndote suavemente o precipitándote a él. Así es el comienzo del libro de hoy. Como un desayuno con aroma a bizcocho.

Había una vez una reina
que vivía en un castillo
con dieciocho vasallos.
Diez caballos percherones,
Seis gallinas de la China.
Cinco patos mandarines.
Siete cabras malagueñas.
Ocho cerdos mallorquines.
Cuatro vacas pirenaicas.
Un estanque con tres ranas…
una grande y dos medianas.
¡Ah!...
y un gallo colorado.

Era un pequeño país.

Antonia Rodenas.
La reina de las dudas.
Ilustraciones de Rocío Martínez.
2021. Valencia: Iglú.



lunes, 15 de noviembre de 2021

De adultos cobardes y niños valientes


Parece ser que el miedo se ha instaurado como fuerza generatriz de las sociedades occidentales. Vivimos acojonados. Por culpa del clima, de las erupciones volcánicas, de las fusiones bancarias, de las feministas, de las pandemias, de los divorcios, de la familia, de los amigos, del vecino, de los hijos, de los jueces, de los médicos, de los ordenadores o de las palomas. Todo el mundo tiene miedo de alguien o algo. Nadie se atreve a hacer o decir nada. Corremos riesgos, bien físicos, bien sociales. Mucho miedo ¿real o ficticio? (pero poca vergüenza, como diría mi madre) que se debe principalmente a dos causas.


La primera tiene que ver con el paternalismo de estado, esta necesidad colectiva a la que, como buenos votantes, televidentes o ganado, nos hemos ido supeditando por comodidad, ignorancia o incapacidad. Que si ponte la mascarilla, que si quítatela, que si el gel hidroalcohólico, que si “¡Mamaaaa, me han insultado!”... Menos mal que tenemos a nuestros salvadores, esos que nos protegen y libran del mal (amén), siempre y cuando obremos según sus directrices.


La segunda se refiere a la contaminación de ese universo adulto en el que los individuos, cada vez más atontados y ofuscados, viven dispersos y vagabundos ante una serie de valores erróneos. Secuestrados en un medio que desconocen cada día más y más, se alejan de una perspectiva humana, coherente y madura, para aferrarse a actitudes que tienen mucho que ver con el victimismo, la indefensión y los discursos maniqueistas.
Y entre ofendidos y tontos de capirote, algunos saltan diciéndonos que esta postura ante la vida se podría calificar como pueril, casi infantil. Es aquí donde les tengo que echar el alto y gritarles: ¡No se equivoquen! ¡No confundan la infancia con la cobardía, con lo ñoño! Pues son los niños quienes la mayor parte de las veces nos enseñan mucho en lo que a valentía y subversión se refiere. ¡Que si los adultos se comportaran como niños, otro gallo nos cantaría!


Si no me creen sólo tienen que acercarse a leer La giganta, un álbum de Anna Höglund que acaba de ser editado en castellano por ediciones Ekaré y que nos habla precisamente de eso, de ser valientes a pesar de la adversidad.
Inspirado por Tripp, Trapp, Trull y el gigante Dum-dum, un cuento de hadas tradicional muy conocido en los países nórdicos gracias a Elsa Beskow, este libro cuenta la historia de una niña que debe hacer frente a las inclemencias de la soledad. Tras la partida de su padre, un caballero que pretende acabar con la giganta que vuelve a todo el que se atreve a mirarla en piedra, todo cambia en la vida de la protagonista (Perseo y Medusa, Medusa y Perseo).
Superados los miedos iniciales (la oscuridad es la metáfora perfecta), la niña echa mano de su espejo y un cuchillo (dos objetos tan cotidianos como mágicos), y decide rescatar a un padre que no regresa.


Oscuras y sugerentes, las imágenes de esta historia están cargadas de emociones, símbolos y matices, como el vestido rojo de la protagonista y que funciona a modo de referencia metaliteraria, una imagen desnuda de su cuerpo tiritando de frío que agita nuestro subconsciente con tabúes y prohibiciones, o los marcos que van y vienen en las ilustraciones, son algunos de los elementos narrativos que nos hablan desde una posición secundaria que enriquece un texto directo y sutil donde las metáforas y otros recursos visuales nos laceran a base de preguntas.
Pero sobre todo, hay una cosa que prima sobre las demás: el éxito de la pericia infantil sobre la incapacidad de muchos adultos para no comprender ni saber enfrentarse a las amenazas diarias que le rodean.

viernes, 12 de noviembre de 2021

Rimando la luna


La luna, ese satélite que tanto ha visto y que tanto ha callado vuelve cada noche. En forma de cruasán, a modo de sonrisa, redonda como una moneda o eclipsada por la sombra de su planeta. Protagonista indiscutible de la noche -excepto cuando el sol no la ilumina-, la luna nos sugiere, nos aterra, nos suaviza y nos burbujea.
Aparece en libros, cuadros y canciones, pero sobre todo, en mitad del firmamento. La luna habla. Del pasado y del presente, de lo bueno y de lo malo, del invierno y del verano. Recordatorio incansable de los días que corren. Para los insomnes y los ancianos, para los que huyen y los que aman, también para los juerguistas o los que trabajan, para las madres que cuentan cuentos y los niños que se van a la cama.
Hoy rimamos a la luz de la luna, recuperando las tranquilas cadencias que Antonia Rodenas tejió hace unos cuantos años en compañía de las ilustraciones de Asun Balzola. Unas rimas que recupera Octavio para alumbrarnos durante las noches oscuras y los tristes días. Luna: linterna y guía.

La luna va creciendo
en las noches de invierno,
recoge sus cabellos
cuando la besa el viento.


Que baje la luna
hasta mi ventana.
Que su luz se meta
dentro de mi cama.
Que luego se acerque
y roce mi cara.
Que muy despacito
pueda yo abrazarla.

Antonia Rodenas.
En: Rimas de Luna.
Ilustraciones de Asun Balzola.
2021. Ibi, Alicante: Degomagom.



miércoles, 10 de noviembre de 2021

De sombreros voladores


Si hay algo que echo de menos en invierno es el pelo. Ustedes no sé qué tal andarán de cabello, pero los cartonianos como yo, lo pasamos realmente mal cuando llegan los fríos. Se llamen Blas o Filomena el caso es que las borrascas me dejan helada la cocorota. Ya ni me acuerdo del flequillo que adornaba mi frente otrora, pero el caso es que hacía muy bien sus funciones aislantes y protectoras.
No saben la suerte que tienen si cuentan con una buena mata de pelo, porque otros empezamos a necesitar viseras, gorras y sombreros. Bajen o suban las temperaturas, hiele o haga sol, hay que cubrir la testa, que luego vienen insolaciones y catarros.


Si bien es cierto que hacen su apaño, son todo un engorro (fíjense en la etimología de esta palabra). Ir con ellos para arriba y para abajo, póntelo, quítatelo, apóyalo, y, sobre todo, olvídalo. Sean boinas, de lana, borselinos o de ala ancha, todos son susceptibles de acabar en cualquier repisa, parada de autobús o sala de espera. Unos se recuperan y otros no los ves más. Así pasa, que con la tontería te gastas un dineral (¿Ser calvo debería desgravar? No se lo tomen a cachondeo que un sombrero bueno vale lo suyo…).


Menos mal que son una cosa muy elegante, un toque de distinción para cualquiera que sepa llevarlos. Será que por eso que te ponen birrete cuando te nombran doctor o que en las bodas de postín se utilizan pamelas y copetes. Y cómo no, hablar de los sombreros respetados de guardias civiles y policías nacionales, o de los misteriosos que portan detectives y magos.


Que sí, que ponerse el mundo por montera tiene sus pros pero también sus contras. Y si no que se lo digan al protagonista de El sombrero volador, un álbum sin palabras de Rotraut Susanne Berner que acaba de editar en nuestro país Lóguez y que nos habla de las travesuras que el otoño ventoso puede organizar con nuestros sombreros.


En este libro (casi) circular, el sombrero de un niño sale volando. Primero se posa sobre la cabeza de un pato, luego en la de un padre, más tarde en la de un mono o sobre la de un muñeco de nieve. El sombrero va danzando mientras el lector-espectador descubre las historias que va enlazando este objeto volante identificado. Guiños simpáticos y montones de detalles se suceden en una historia donde el paso del tiempo y la climatología también tienen mucho que decir.
Un nuevo título que añadir a esta selección de libros sobre sombreros, con el que les dejo disfrutando en mitad de un otoño que seguramente dejará al descubierto más de una cabeza.



lunes, 25 de octubre de 2021

¡A ejercitar la creatividad!


Últimamente me he alejado de cuestiones superfluas y dedico el poco tiempo libre que tengo a cultivar neuronas en campos que tenía abandonados. Véanse como ejemplo el arte contemporáneo o la literatura de ciencia-ficción, dos parcelas que me han dirigido hacia el universo creativo, uno que, a pesar de sostener la mayor parte de las disciplinas artísticas y científicas, alimentamos muy poco.
¿La creatividad se hace o te nace? ¿Todos somos creativos o sólo unos pocos pueden tener ideas? ¿Hay ideas más importantes que otras? ¿A qué responde el acto creativo? ¿Se puede desarrollar la creatividad? Montones de preguntas que mucha gente se hace todos los días, pero que muy pocos se preocupan en responder.
Como tengo mucho que corregir, me decanto por responder a la última de ellas con unas cuantas técnicas para desarrollar la creatividad que aprendí hace unos años en un cursos on-line gratuitos que ofrecía cierta universidad mexicana y que resulto ser muy productivo. Aunque no lo crean, la creatividad es un trabajo que necesita tiempo y concentración. Nada fluye por sí sólo. Hay que ejercitarla y dejarse de pamplinas esotéricas y demás entelequias mágicas.


La creatividad hay que cultivarla todos los días. Se pueden inventar nuevas palabras que deriven de otras ya existentes o componerlas utilizando un par de vocablos. Desarrollar ejercicios de este tipo establece agilidad mental y conecta el área lingüística del cerebro con las imaginativas de manera que facilita mucho la búsqueda de nuevas ideas.


Establecer relaciones entre conceptos que nada tengan que ver (esto del sinsentido a veces tiene mucho de lógico). Cojan un diccionario y elijan una buena tanda de sustantivos, adjetivos y verbos al azar, introdúzcanlos en un recipiente y vayan extrayéndolos formando parejas o tríos. Busquen una relación entre ellos y dejen que su creatividad vaya ampliándose poco a poco.


Seguro que muchas veces tienen una idea pero no saben cómo armarla. Tomen un folio en blanco y escriban sobre él las palabras y conceptos clave de su idea de manera desordenada y espaciada. Trate después de establecer relaciones entre ellos ayudándose de símbolos y conectores que le aporten coherencia y cohesión. Si no lo consigue, vuelva a realizar la operación nuevamente con otro tema. Buscar una lógica narrativa ayuda a implementar conexiones emergentes que otrora parecerían imposibles.


La última que les recomiendo es pedir sugerencias a los niños. Por un lado su imaginación se encuentra menos encorsetada socialmente y por otro adoptan el juego como forma de aprendizaje. Muchos inventores tienen mucho que agradecerles a sus churumbeles.


Y si todos estos consejos les han parecido pocos a la hora de desarrollar su creatividad, hoy les dejo con Encuentra tu creatividad, un libro escrito por Aaron Rosen y Riley Watts, ilustrado por Marika Maijala y editado en nuestro país por CocoBooks. Híbrido de libro informativo y álbum de ficción, tiene mucho que decirnos sobre la creatividad. 
Más cotidianas de lo que nos pensamos, las ideas se esconden tras un ritmo desconocido, debajo de esa manta con la que te abrigas, en esa receta que nadie ha cocinado todavía. La creatividad tiene mucho que ver con el día a día, con las soluciones de los problemas cotidianos y sobre todo con dejarse llevar. ¡Prueba y verás!