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martes, 18 de diciembre de 2018

¡Yo quería ser pastelero!



Soy tan galgo que de pequeño soñaba con ser pastelero. No cabe duda de que si alguien desea ganarse mis favores sólo tiene que acudir con un buen pastel (Información para navegantes: nada dulzones y de sutiles sabores, con chocolate y frutas ácidas mediante). Tras una confesión en familia y algunas risas, mi  madre me disuadió de hacer realidad esa idea haciéndome saber que los confiteros no sabían de camas y sueños, ya que, sobre todo en aquella época, vivían a fuerza de madrugones. Yo me lo pensaba, pero seguía en mis trece, más todavía cuando le hincaba el diente a los palos de crema, las milhojas o los miguelitos de La Roda.


Con el tiempo y unas cuantas madalenas de por medio, descubrí que la repostería no es  nada fácil y que, a pesar de recetas y alquimia (muchos comparan cocina con química), te puedes pasar con el azúcar o la harina, y hacer engrudo en vez de auténticas delicias. Así que me dejé de tonterías, que siempre hay tiempo de acudir a una buena pastelería y disfrutar de la buena mano de otros y un par de golosinas.


No obstante, todavía me sigue gustando eso de toparme con una pastelería y asomarme al escaparate. Salivando como el niño que era. Lo mismo sucede con los programas de la tele o los canales de Instagram sobre tartas de boda, “cupcakes” u otras historias (¿No les resultan hipnóticos el movimiento de las batidoras o las mil y una formas con las que decorar a base de manga pastelera?). Y concluyo que sin abusar de los postres (ya saben que hay que guardar la línea), a nadie le amarga un dulce porque bocado que no echas, bocado que no recuperas (no seamos resignados y catemos nuevas experiencias).


Con todo esto y un bizcocho, llegamos a un libro que, además de robarme una sonrisa, me ha trasladado a esos sabores de la infancia que no se olvidan. Y es que Prímula Prim, un álbum de Catalina González Villar y Anna Castagnoli (editorial Los cuatro azules) en el que los protagonistas son una pareja de conejos que regentan una pastelería tiene mucho que contar a través de sus sencillas palabras y sus evocadoras ilustraciones. La historia comienza con la llegada de la primavera y un regalo de aniversario muy especial, casi mágico, continua con muchos vítores (Morir de éxito debe ser bastante triste, ¿no creen?) y termina con un giro inesperado sobre la sencillez de lo cotidiano y el retorno a la felicidad.
Una historia de siempre llena de luz, una historia de calor bajo la que cobijarse en estos días de invierno… Hasta que llegue la primavera y nos impregnen sus aromas.


miércoles, 3 de enero de 2018

Postales invernales


¿Por qué el año empieza en invierno...? (Bueno, lo cierto es que en otras latitudes arranca en pleno verano...) Hielo y niebla, gorro y guantes... Así, con frío, la verdad es que no es muy llevadero. “Ya vendrán las flores... Llegarán...” dice mi madre. Y lleva razón, la primavera siempre brota.

La historia es larga, la historia es breve
la cuenta diciembre, inventa...

Enero tan frío, corazón de hielo
¿y si te beso, y en mis brazos te llevo?

Mira como alarga los dedos febrero,
quiere tocar la luna, más ella se está cubriendo.

Giusi Quarenghi.
Invierno. Diciembre. Enero. Febrero.
En: Postales para un año.
Ilustraciones de Anna Castagnoli.
2017. Barcelona: A Buen Paso.


martes, 15 de noviembre de 2016

De plumas y tiranos


Ya saben que el flamante presidente de los Estados Unidos, además de polémica y crujir de dientes, ha traído mucha guasa a la actualidad. No hay cosa más española que sacarle el chiste a lo que no lo tiene, pero bueno, como la suerte está echada y este tío va a montar el circo, sólo nos queda darle a la carcajada. El otro día, sin ir más lejos, nos lo pasamos de charanga en cierto grupo de Facebook© sobre libros para niños. La ocurrencia de turno (en este caso mía) fue: “¿Qué libro infantil recomendarías a Donald Trump?” (Prefería que nos divirtiéramos un poco en vez de ponernos a emular los debates televisivos, que si llegan a algún sitio, ese es al del enfado). Y cómo no, se desató la euforia. Se citaron títulos monstruosos a diestro y siniestro. Hubo incluso quién cito con mucha ironía el empalagoso Adivina cuánto te quiero (yo me descojonaba, claro está) y todo era algarabía a pesar del resultado electoral.


En esas estábamos cuando recordé la cantidad de tiranos que pululan entre las páginas de la literatura infantil. Muchos cuentos clásicos hacen alusión a la tiranía de los gobernantes, a caudillos y dictadores, al sufrimiento de los pueblos, a los héroes que se enfrentan a ellos con inteligencia y astucia y que liberan a los ciudadanos de sus insanas decisiones. Y me vino a la cabeza cierto libro con que me había encontrado en la librería un par de días atrás...
La pajarera de oro, escrito por Anna Castagnoli, ilustrado por Carll Cneut y publicado por Barbara Fiore, es uno de esos cuentos de corte clásico sobre los tiranos y sus artes que te deja con muy buen sabor de boca (que no de bolsillo, porque la verdad es que se han columpiado con el precio: 24 lereles -telita- y con subvenciones de por medio... La lectura ya es un artículo de lujo y espero que no le echen la culpa al formato... ¡Ea!, nos tocará ir a la biblioteca para disfrutarlo, si es que lo compran...).
Este álbum de gran tamaño se centra en los deseos y caprichos de los poderosos y en su sed (de atención en este caso) insaciable. En ese sentido me recuerda a dos obras de Andersen. En primer lugar a El ruiseñor, por basarse en la obtención de la belleza como fin último del poder (en este caso a través del habla y la palabra que puede administrar un ave desconocida), además de ser el elemento conductor de la narración. En segundo lugar, tiene cierta vis a El traje nuevo del emperador aunque en este caso los roles se intercambien: el tirano está encarnado por la infancia y la sensatez por una figura más adulta.


Sobre los aspectos artísticos y técnicos podemos destacar el exquisito catálogo de aves realizado por el artista belga para esta obra (me encanta la abundancia de tonos amarillos, rojos y dorados, que en combinación con el negro y el gris producen un contraste luminoso pero triste, vivo aunque pausado), una en la que los pájaros son meros observadores de la acción que transcurre, son imágenes especulares del lector y dialogan con él; es como si la cosa no fuera con ellos a pesar de ser el “leitmotiv” que mueve la narración. También destacan los distintos tamaños utilizados en la tipografía, que aportan énfasis y espacio, ritmo y pausa.
En definitiva, bienvenidos a este libro que, sobre todo, nos habla de la soledad, de esa que vuelve gris el alma cuando somos niños y de lo que queda después, cuando el despotismo y la indiferencia se han retorcido sobre el corazón.


martes, 19 de abril de 2016

Soñar, volar, vivir...


A pesar de que los sueños nos pueden condenar ad infinitum, no sólo por su naturaleza intangible y evanescente, sino por cómo los canalicemos dentro de nosotros (N.B.: La mera comparativa con el mundo real, el sobrevalorarlos, puede desembocar en frustraciones y desencantos. He visto morir a más de uno por ver sus sueños incumplidos...), sigo siendo partidario de ese increíble fenómeno que tiene lugar en la llamada fase R.E.M.
Sigo con mis sueños aunque cumpla pocos. Todavía los tengo y me siento afortunado por ello. Siempre he soñado despierto. Tánto, que muchas veces me sumerjo en esas ficciones, una especie de colchón para que el corazón se sienta liviano y siga latiendo pese a las penas que te trae el tiempo. A veces me alegra ser un niño y a veces me apena estar tan poco en el mundo, pero el caso es que continuo viviendo. Son sueños mundanos, alcanzables pero irreales.


Dejando a un lado mi experiencia personal y conforme van pesando los años, voy concluyendo con que pocos soñamos como lo solíamos hacer. Seguramente no soy el más ducho en esas lides, pero al menos intento ejercitar la imaginación (no como otros, que de tanto pisar la tierra tienen el gesto sombrío...). No hablo sólo de adultos, no. Últimamente veo como la realidad asola tanto a jóvenes, como a viejos, algo impensable hace unas décadas en las que, los niños, a pesar de una existencia más difícil y cruel que la de hoy día, seguían con esperanza e ilusión intactas. Y así es como mis alumnos han dejado de soñar, quizá porque nacieron en un momento en el que los sueños dejaron de ser lo que eran, quizá porque se los hemos arrebatado, quizá porque no saben dónde buscarlos...


A mi parecer, no hay excusas para abandonar las posibles ensoñaciones a su suerte, y ahí estamos nosotros para hacer que broten de nuevo. Pese a que los sueños son íntimos y subjetivos, siempre pueden compartirse. Acurrucados a la luz de una vela, en una noche de tormenta o rebozándonos sobre la hierba del campo. De viva voz o a través de las palabras de un libro... Sí, amigos, los libros están llenos de sueños y quizá por eso se dice que son capaces de hacerte un poco más libre. Quizá sea otro artefacto, otro instrumento humano para desconectar del día a día, para seguir adelante sin abandonar un camino propio, pero el caso es que nos sigue siendo útil.


De entre todos los libros para soñar con los que me he topado últimamente, es El vuelo de la familia Knitter de Guia Risari y Ana Castagnoli (editorial A buen paso), uno de los que más me ha gustado. Por su ritmo, las ilustraciones dibujadas entre líneas y aguadas azules, grises y ocres, sus espacios contemplativos, las similitudes que he encontrado con otros libros (hay una ilustración que me ha recordado enormemente al Peter Pan y Wendy de Barrie), y por lo rebelde e inquietante que se esconde en ciertos pasajes en principio inofensivos.
No sé que connotaciones poéticas tendrá este vuelo familiar en el que la fantasía se convierte en realidad y la vigilia se transforma en sueño, pero sí me ha quedado claro que volar y soñar son sinónimos, sinónimos de libertad.