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martes, 20 de junio de 2023

¡Pon una piscina en tu verano!



Albacete no tiene playa, pero piscinas, muchas. Y cuando el calor asoma todo quisqui empieza a buscar una en la que remojarse. En la urbanización de al lado, la parcela de Zutano, en las municipales, las de este club privado o en la toi del vecino. Por piscinas que no quede.
Unos meten las piernas, los otros se pavonean en los alrededores o toman el sol sin medida. Los de más allá se zambullen sin parar. De cabeza, en picado o sobre la panza. Una y otra vez durante toda la santa tarde. Socorristas, familias enteras, poli-operadas, nadadores, cuñaos y musculocas. Todos tienen cabida.


Nada como una piscina para jugar al tute, despellejar a cualquiera, pillar un cáncer de piel, buscar maromo o acabar maltrecho. Todo es posible, incluso pillar un resfriado en pleno verano. Nada es comparable a la piscina, sobre todo si quieres nadar, que el mar es traicionero y, como te descuides, no sales.
Saladas o cloradas, no hay piscina mala, sobre todo cuando llega la canícula y crees enloquecer en mitad del asfalto. Al son de la bachata, con un daiquiri en la mano, pringado de bronceador, riendo y charlando. Por la mañana, durante la siesta, en la merienda o al caer la noche. Todo momento en torno a la piscina tiene una chispa mágica.


Mientras piensan en sus momentos favoritos, toca hablar de piscinas en el libro álbum. Aunque seguro que ya conocen la Piscina de Ji Hyeon Lee, La piscina de Audrey Poussier, o en la que Malena Ballena bucea, hoy les les traigo dos nuevas historias que transcurren en sendas piscinas. El primero es ¡Al agua, gallinas!, un álbum de Pablo Albo y Rocío Araya que acaba de publicar A fin de cuentos y que nos cuenta la experiencia de un grupo de chavales en un cursillo de iniciación a la natación.
Los críos eran muy felices en el borde de la piscina, chapoteando en el agua. Pero todo cambia con la llegada de McCallagan, un hombre que además de prohibir las carreras y otros juegos, les invita a zambullirse en el agua, algo bastante difícil teniendo en cuenta que todos le tenían un miedo atroz al líquido elemento. Ellos, hartos de que McCallagan no predique con el ejemplo, lo empujan y, tras caer al agua, desaparece en el fondo. ¿Le habrá pasado algo? ¿Conseguirán sacarlo de allí?


Poética y llena de momentos muy reconocibles para la infancia, esta historia nos acerca a las fobias infantiles, su germen y resolución desde una perspectiva casi mágica en la que las ilustraciones de Rocío Araya tienen mucho que decir. Mil tonalidades de azul para una narración muy veraniega que se resume en unas guardas peritextuales muy evocadoras.


Pablo Albo se embelesa con las palabras y, sin olvidar esas pinceladas de humor y el positivismo que tanto caracterizan su discurso, nos guía como niños temerosos a una aventura donde lo desconocido puede ser el lugar ideal para hallar el reflejo de uno mismo y descubrir que hay un sinfín de vivencias por compartir.


El segundo es ¡A la piscina!, un librito de Tomo Miura publicado por Siruela y que está dirigido a los primeros lectores. En él, un niño se prepara para ir a la piscina. El bañador, las gafas, el flotador… ¡Todo listo! Pero cuando llega a la piscina, está tan a reventar que tiene que posponer su baño para el día siguiente. Llega el martes y en la piscina se celebra un concurso de pesca. Y el miércoles en una pista de patinaje… ¿Conseguirá nuestro protagonista bañarse este verano?


Yo que soy muy pejiguero y me gusta nadar sin demasiada gente, me he visto reflejado en una historia donde el humor es la clave, más todavía teniendo en cuenta que la autora es japonesa (No me quiero imaginar la de gente que debe haber en una piscina nipona). Disfruta lacerando una y otra vez al protagonista, lo expone a la sorpresa e invita al lector-espectador a reírse gracias a lo inverosímil e hiperbólico.


Recordando a otros autores del país del sol naciente, es una buena forma de disfrutar de las piscinas y recordar que ninguna por muy maravillosa que sea, queda exenta de público, pues a falta de una playa cercana, todos tenemos piscinas.

lunes, 27 de diciembre de 2021

Fascismo familiar



Aparte de miedo, lo que he visto y oído los días pasados no tiene nombre. El virus ha vuelto a despertar la peor parte del ser humano. La más cínica, alarmista, egoísta, separatista, simplista y absurda. No he visto cosa igual. Nada tiene ni pies ni cabeza.
Y si las anteriores oleadas hemos despellejado vivo al vecino, a la frutera o al profesor de nuestro hijo, gracias a Omicron la peña se ha ensañado con la familia, el último bastión a esa inconsciencia que muchos llevamos viendo todo este tiempo de pandemia. Les ilustro con algunos ejemplos de incoherencia por parte de aquellos que siguen a pies juntillas los dictámenes de “amado líder” y abogan por el fascismo familiar.


Tengo una amiga que ha pillado el bicho para no ver a la familia (interpreto…). Llevaba un mes cuidándose como una bendita. Desde que la nueva cepa apareció. Doble mascarilla, triple vacuna, teletrabajo y actos sociales bajo mínimos. Todo controlado hasta que la casualidad en forma de concierto en el WiZink Center (perplejidad máxima) se le apareció la víspera de Nochebuena. A eso le llamo yo hacer las cosas a conciencia. Y la familia un disgustazooooo…
Otro amigo mío se ha confinado con tal de no matar a la parienta. Tras una semana con un catarro que no llegaba a gripe, se le ocurre prestarse como cobaya a un test de antígenos (la cosa no tenía mucho sentido después de siete días disparando virus, pero bueno, allá él…) y ¡zas! ¡en to’ la boca! Se pasó la Nochebuena encerrado a cal y canto por prescripción de su señora, disfrutando de la cena gracias a la caridad familiar y departiendo con sus cosanguíneos vía on-line. Espero que los días que le restan (sin síntomas, por cierto), se entretenga leyendo y no le dé por practicar con el cuchillo jamonero.
Sé de otro señor que ha tenido en cuarentena a sus hijos toda la semana. Los nenes se fueron de juerga y él, en vez de actuar con lógica y hacerles un par de test en caso de que presentaran algún síntoma, les puso un cartel en la frente que rezaba “apestados”, los metió bajo llave en sus respetivas habitaciones y los alimentó por debajo de la puerta. Él, como ciudadano ejemplar (eso le ha dicho la tele), creerá que solo administró una dosis de penitencia a los pecados sanitarios de su prole, y yo solo barajo dos opciones: secuestro o maltrato.


Con el rollo de que todos nos queremos (cosa que es mentira) muchos han tenido la excusa perfecta para putear a sus seres queridos estos días. “Lo hacemos por el bien de todos” “Hay que ser solidario. Este año más que nunca” “Gracias a tu sacrificio, nosotros viviremos” "Arrima el hombro aunque se te caiga a cachos de tanta vacuna" Les juro que oyendo tantas sandeces edulcoradas me he partido de la risa. Entiendo la precaución y preocupación cuando tienen sentido (personas con riesgos o sintomatologías graves), pero todo lo anterior es propio de los Monty Python.
La familia debería estar para apoyarnos, no para ensañarse con nosotros, denigrarnos, apuntarnos con el dedo o, en su defecto, con el hisopo de los test rápidos. No creo que nadie quiera hacer daño a sus seres queridos de forma consciente, y a pesar de que a muchos se les hayan nublado las neuronas con tanto miedo, que tengan un poco de vergüenza y demuestren respeto por sus allegados. Bastante tiene el que lo ha pillado con soportar la enfermedad y tomar decisiones poco agradables. Si nos queremos, que se note.


Para inspirarles algo de ternura por sus maridos, hijos y hermanos, hoy les traigo dos libros. Tanto Loba, de Pablo Albo y Cecilia Moreno (editorial Libre Albedrío), como Dos lobos blancos, de Antonio Ventura y Teresa Novoa (reeditado por Iglú) son dos álbumes que revisitan el tema de los lazos familiares y afectivos, en ambos casos tomando como protagonistas dos historias sobre lobos, unos animales que nunca abandonan a la manada.


En el primero se nos presenta una historia un tanto bucólica, donde la contemplación de la naturaleza acompaña a este viaje que realiza una loba hasta su cueva donde se encontrará con sus lobeznos. Todo el trayecto se llena de experiencias hermosas que también llenan de recuerdos a un lector, niño o adulto, que se fija en los detalles mínimos. La lluvia, las hormigas o el viento nos acompañan en este paseo sensitivo con final entrañable.
Aupado por unas ilustraciones coloristas donde las figuras planas, la geometría y el minimalismo son cómplices de un lector muy iconográfico que gusta de lo sencillo pero con abundantes detalles, lo encontramos irresistible para hablar del medio que nos rodea o leerlo en mitad del bosque.


En Dos lobos, un álbum con amplia trayectoria desde que lo publicara por primera vez Edelvives, también nos encontramos con una travesía, en este caso la expedición de rescate que llevan a cabo dos lobos que acuden al auxilio de una loba herida que se refugia junto a su hijo en mitad de la nieve. Si bien es cierto que el texto tiene mucho lirismo, también encontramos cierta tensión, un deje misterioso. Pinceladas intrigantes que nos invitan a avanzar en la acción, al tiempo que hacemos compañía a los dos protagonistas.


Un relato que ahonda en las relaciones familiares tomando como escenario unas ilustraciones donde los grandes espacios cubiertos de nieve y surcados por curvas sinuosas nos envuelven. El blanco, su amplitud, su soledad, tranquilizan e impresionan a partes iguales, al mismo tiempo que contrastan con esa oscuridad nocturna en la que avanzan unidas dos figuras animales, produciendo un efecto que atrapa y embelesa.

jueves, 28 de octubre de 2021

El poder de la palabra



Que yo recuerde, nunca antes habíamos estado rodeados de palabras que acusaran tanto rencor. Palabras que, a pesar de parecer inofensivas (como cualquier otra), se han ido transformando en dardos envenenados que se lanzan una y otra vez en las conversaciones de medio mundo para generar un discurso que merma el lenguaje y lo hace cada vez menos poético y más obsceno.


Palabras que abundan en cualquier red social, en los perfiles de aquellos que se hacen llamar intelectuales. Palabras a las que cada vez se dan más importancia por los intereses creados. Palabras que a pesar de tener significado dicen muy poco de una humanidad que se entrega a la estupidez y pobreza cultural más simplista.


Me da mucha pena escuchar cómo cunde el ejemplo entre mis alumnos, cómo, una vez más, son las generaciones futuras las que sufren estas artimañas de las neolenguas y los ismos políticos. Me preocupa que todos asientan y ninguno intente vaciar ese vocabulario de violencia y dogmatismo para llenarlo de palabras que hablen desde la consciencia y no desde las trincheras políticas.


Palabras de unos pocos que idiotizan a muchos. Palabras inventadas o recuperadas que funcionan a modo de mantra. Para adormecernos, censurarnos o dirigirnos. Prefiero mil y una veces palabras como teta, sobaco, boñiga o adiós. Palabras que hemos construido todos y no unos pocos. Prefiero palabras a las que todo el mundo acceda y no aquellas que se incrustan en el ideario a base de medios de comunicación y discursos mediáticos.


Y así, con una de palabras, llegamos a dos de esos libros que encandilan. El primero es Va la vaca, una historia de ficción que Pablo Albo y Simone Rea nos presentan desde la editorial A buen paso. Un álbum con formato vertical y tapa blanda que nos invita a disfrutar de una historia protagonizada por animales, los juegos de palabras y las onomatopeyas.


Es así cómo, sirviéndose de la primera sílaba del nombre de cada animal, se articula una historia más o menos circular (esa torpe vaca a la que se le escapa todo lo que pilla) en la que todo habla, incluidas las ilustraciones delicadas de Simone Rea y, por supuesto, el lector-espectador, uno que cuando termine la historia seguro que encuentra otras igualmente divertidas a base de los nombres de los medios de transporte, los postres o incluso de los miembros de la familia.


Por otro lado tenemos El libro de los juegos, un libro de Juan Berrio recientemente editado por Litera Libros. Por un lado pretende ser informativo (si no sabes lo que son los anagramas, los palíndromos, los abecegramas o los pangramas, este es tu libro) y por otro nos propone una buena tanda de actividades ingeniosas relacionadas con las imágenes escondidas o los efectos ópticos.



Todo ello de la mano de Clara y su primo Federico, un par de chavales muy curiosos que acompañarán al lector en este recorrido de descubrimiento del mundo que nos rodea y de paso, invitarle a que se interne mucho más en este mundo lleno de vocablos e imágenes. Experimentar y divertirse con unas y otras es la clave para que estos dos chavales desarrollen un proyecto juntos que, antes de llevarlo a la editorial, te presentan en primicia para que le saques todo el jugo posible. 
Y lo dicho: abracen y acunen las palabras, ese bálsamo invisible que muchos se atreven a empercudir con sus ínfulas y falacias.

miércoles, 5 de febrero de 2020

De libros infantiles y surrealismo manchego




Sí, ya sé que hoy tocaba hacer sangre con el duelo entre JLo y Shakira en el último espectáculo del “halftime” de la Super Bowl (N.B.: Al margen de  sus preferencias, pues ambas tuvieron puntos a favor y en contra, cabe preguntarse ante semejante espectáculo sandunguero: “¿Para qué tanto feminismo si ni siquiera estas superestrellas tienen derecho a envejecer dignamente?”). También podría haberles dedicado una disertación sobre los riesgos de volar a Canadá (¡Con el yuyu que me producen los aviones!). Pero el caso es que el post de hoy he decidido dedicarlo al recién fallecido José Luis Cuerda, mi querido paisano.
Los albaceteños le tenemos mucho cariño a Cuerda, no sólo porque retomó esa tradición del humor manchego que quedó postergada con Pepe Isbert, sino porque lo hizo desde un prisma intelectual que lo ensalzó más que ridiculizarlo (cosa que sí han hecho otros que suenan a Oscar pero de cuyo nombre no quiero acordarme). Eso sólo sucede cuando alguien le tiene cariño a una tierra que, aunque Cuerda disfrutó poco, le corría por las venas.


Decían los que poco han venido por La Mancha (ya saben que por aquí pasa todo el mundo pero pocos se paran), que José Luis Cuerda había inventado esto y lo otro, incluso lo de más allá. Yo, no sé muy bien si inventó o dejó de inventar porque a mí, todo lo que veía en sus películas me parecía muy cercano, parte de mi universo personal, pero el caso es que gustaba lo que hacía, que gustar ya es bastante.


Y es que ese costumbrismo tan moderno que sentimos por estos lares, es el que él exhibía en sus diálogos que, aunque llenos de parodia, también tenían mucho encanto. Unas re-contextualizaciones que ayudaban al espectador a salirse de madre, como si todo (o nada, según se mire), fuera con él. Y así nos reíamos de todo, incluso de lo que hay que reírse, con mucho humanismo, pues ahí reside lo poético del surrealismo…, pero, ¡un momento! ¡Esperen! ¿Estoy hablando de cine o de libros infantiles? ¡Me cago en la óspera! Ahora que lo pienso, ¿acaso no están llenos los libros infantiles de ese deje? No, si ahora va a resultar que lo onírico de las historias infantiles reverbera en la cultura posmoderna de los adultos, o lo que es mejor todavía: ¡que las obras para niños se amancheguen por momentos…!


Señoras, señores, y aunque esté desvariando, aquí les dejo con dos ejemplos del surrealismo en el álbum infantil. Concretamente con dos  buenos representantes, Caracol, de Pablo Albo y Pablo Auladell, y Cerdito, ¿adónde vas?, de Juan Arjona y Ximo Abadía, ambas de la misma editorial, A buen paso (¿A qué se deberá? ¿No será su editora una apasionada de esa tendencia tan absurda como nutritiva?).
El primero es una nueva edición (mismos autores aunque diferente concepto) de la historia de un caracol que intenta llegar hasta lo alto de un algarrobo. Aunque el tío es consciente de su lentitud, le echa un par y se enrola en una aventura trepidante a lomos de una tortuga o batiendo un par de alas fabricadas a golpe lechuga.  Todo parece un poco extraño, pero lo cierto es que la historia tiene mucho bonito de fondo. No sé muy bien el qué, pero lo tiene.


El segundo acaba de llegar a mis manos y tomando como protagonista a un cerdo un poco aprovechado, nos conduce por los recovecos de una historia donde abundan los colores vivos o las composiciones geométricas y sugerentes (!hay una puesta de sol preciosa!), y en la que hay mucho de cierto (o eso parece aunque no lo parezca). No les desvelaré el secreto, pero sí les animo a que crean todo con algo cautela, pues siempre hay gente que intenta sacar partido de los imprevistos y de los estofados de bellota.

jueves, 18 de enero de 2018

La evolución de la merienda española


Para saber lo mucho que ha cambiado la vida en nuestro país durante las últimas décadas, sólo hay que fijarse en una cosa, la merienda. Sí, sí, como lo oyen, no hay más que tomar nota del tentempié de media tarde para dar buena cuenta de que ya no somos lo que éramos. No sé si para bien o para mal, pero está claro que la comida es un fiel reflejo de que los tiempos han pasado.
Mis padres, muchos abuelos, se dedicaban un día sí y otro no al pan, vino y (por asomo) el azúcar. También alguna vez hacían migas dulces, sin chocolate la mayor parte de las veces ya que este se reservaba para algún día de celebraciones..., cumpleaños o comuniones,ya saben... No se vayan a pensar que hace cincuenta años la cosa era opípara: una cochera, cuatro sillas, un tablero que hacía las veces de mesa y pasando frío a base de sagato.
La cosa mejora con la llegada de la fruta. Que si una naranja, una manzana, higos, uva, melocotones en verano... pero vamos, que todo muy coyuntural, de temporada, como todo lo que se comía entonces. 


Tortas de chicharrones, bollos de mosto y mantecados eran muy puntuales. Poco a poco fue pasando el franquismo y el pan cobró popularidad, también los fiambres y el chocolate. Embutidos de todo tipo iban saliendo a la palestra, alcanzando su culmen en la era democrática, sobre todo en los ochenta, años en los que las madres cebaban con bocadillos de salchichón, chorizo y mortadela a cualquier despintado, y si no había para tanto, arreglao con cuatro onzas de chocolate. Bocatas y bocatas, de pico o de media barra, la cuestión era morder como si no hubiera un mañana. Los más afortunados podían llenarlos de jamón serrano, untarlos con Nocilla® (la española luce más) o foie-gras de lata (yo nunca he podido con este sucedáneo), y si no, hincarle el diente a una madalena o un trozo sobrante de bizcochada.


La cosa cambio con el petisuí, el pan de molde y la bollería industrial. Y poquito a poco, la dentadura y la tripa se nos fueron aflojando. Los triglicéridos y el colesterol aumentaban en la analíticas infantiles de media España, pero nuestro paladar se fue endulzando, y así pasaba, que algunos solo merendaban fruslerías de cualquier color y tamaño. Primero saladas, como gusanitos, quicos, pipas y arroz inflado, y después galguerías (chuches, para que me entiendan los de fuera de La Mancha), lean picapica, gominolas, regalices, moras, nubes, fresas de nata... en una palabra, guarradas.


Y de esta manera llegamos a nuestros días, en los que todo anda un poco entremezclado. Que si un plátano, bollitos de mantequilla con pepitas de chocolate, palmeras, zumos artificialmente edulcorados, yogures del nuevo milenio... El amasijo es tan variopinto que a veces hasta me da un poquito de asco.


En fin, menos mal que a pesar de las clases particulares, siguen siendo muchos los niños que se toman la merienda en el parque. Entre carrera y carrera, columpio por aquí, columpio por allá, alguna caída, riñas que no falten, y los gritos paternos, le van propinando un bocado y otro bocado. Aunque también es cierto que a muchos, como al protagonista del libro de hoy (¡Más que delicioso! ¡Altamente recomendado!), la merienda se le desvanece como por arte de magia, porque está claro que el parque sigue siendo una aventura, digan lo que digan. Gorriones sedientos, gusanos, peces saltarines y algún que otro perro se pueden agolpar en la tarde para hacer de este momento cotidiano, algo realmente especial.

Pablo Albo y Cecilia Moreno. 2017. La merienda del parque. Narval: Madrid

miércoles, 28 de octubre de 2015

Animales existencialistas


A veces, en la literatura infantil, se producen coincidencias (no se si fortuitas o intencionadas) que, además de robarme una sonrisa, me producen una debacle interna que necesito aclarar colocando mis pensamientos sobre un papel (o en un documento de texto, que hoy en día viene a ser lo mismo), no sea que se me olvide quién soy, de dónde vengo y adónde voy...


No cabe duda de que si hoy se han levantado en clave metafísica, aquí tienen cuatro alternativas la mar de plausibles para lubricar la neurona.... La cabra que no estaba, de Pablo Albo y Guridi (Editorial Funreaders), El oso que no estaba, de Oren Lavie y Wolf Erlbruch (Barbara Fiore Editora) El ratón que faltaba de Giovanna Zoboli y Lisa D'Andrea (Editorial A buen paso) y El oso que no lo era de Frank Taslin (rebautizado por Ediciones Invisibles en su nueva edición como ¡Pero yo soy un oso!) son cuatro títulos para mear y no echar ni gota; no porque merezcan la pira, sino porque todos ellos adolecen de un claro existencialismo que me dispongo a cortar y doblar (¡si es que puedo!).


Lo del devenir es un coñazo aunque muchos lo tengan como afición..., se pasan la vida dándole al coco y produciendo poco... Una buena excusa para hacer lo que les sale del fandango. Un mero entretenimiento que, a mi forma de entender, da pocos frutos y que, o acaba contigo, o acaba contigo. Esta claro que eso de buscar sentido al día a día es para personajes aburridos como los de los libros de hoy: una granja entera, dos osos y un gato... Todos ellos bastante “zoo-lógicos” (¡chiste de biólogo al canto!). Eso sí, cabe destacar ligeras -o pesadas- diferencias entre unos y otros... Veamos... Tenemos dos osos bastante preocupados por hallarse en este mundo. Mientras el oso que no lo era ¿logra? dar consigo mismo, el oso que no estaba necesita la sabiduría y apreciaciones de sus compañeros en el viaje que se le presenta (podría parecerse al mismo que recorrió la Alicia de Carroll aunque en un tono más forestal) y hacer frente así a la amnesia sufrida -no sabemos muy bien porqué- y dar sentido a una nota que parece caída de un libro de autoayuda. Aunque el más somero de todos ellos está protagonizado por una cabra que parece una entelequia hasta el final de la lectura, te logra sacar una sonrisa y explora el significado de los verbos “ser”, “estar” y “parecer” desde la perspectiva de los terceros, esos que se encargan de dar rienda suelta a su imaginación y darle forma a la existencia de la cabra y la propia. La última historia, tiene que ver con un gato que deja de lado su propia vida para obsesionarse con la de un ratón que nadie sabe si existe.


Todas ellas son narraciones extrañas. A veces no tienen mucho sentido (les confesaré que a una de ellas me ha costado seguirle el ritmo y para otra necesité una explicación... soy así de básico y lerdo, perdónenme), otras, adquieren un hondo significado, pero todas tienen su contrapunto divertido y triste. Esto podría hacerlas aptas para todos los públicos, pero me gustaría aventurar que probablemente los niños encontrarían primero el somero humor, los adultos se sentirían abrumados por la incomprensión argumental de todos ellos, y tanto unos como otros necesitarían una búsqueda guiada para encontrar la intencionalidad narrativa. Por todo esto creo que sería una buena oportunidad para usarlos como excusa para un taller colectivo (¡aquí tienen chicha los bibliotecarios y maestros activos y creativos!) y cerciorarse de los varios niveles de lectura que he podido entresacar con este primer contacto.
¡Como la vida misma!  

lunes, 14 de abril de 2014

Rompiendo los tímpanos


Del cara a la galería que se estila en Facebook, Twitter, Whatsapp, chats, páginas de contactos y otros escaparates del morbo y el cotilleo, pasamos a los oídos sordos del paro, la pobreza, el terrorismo, la inmigración y la corrupción en un abrir y cerrar de ojos. Curiosa actitud esta del hombre que se ve acentuada por reproductores de música, cascos y altavoces de discoteca que hacen vibrar tímpanos y huesos para alejarnos de un entorno que más nos valdría la pena conocer.


Más de un corredor ensimismado se ha topado con el claxon de algún automovilista cauto por culpa de un reproductor de MP3… El de más allá ha denunciado tropecientas veces al vecino de arriba que con la dichosa manía de taladrar paredes, mover muebles y escuchar música a deshora, mina la paciencia de cualquiera… Los que tienen la ¿suerte? de ser propietarios de un inmueble en la típica zona de marcha de cualquier capital están hasta el tuétano de tanto jaleo y lucha grecorromana a altas horas de la mañana… ¡Que le hablen de trajín a maestros y profesores! Ningún niño sabe qué es el silencio..., ni los maquinistas de tren, los obreros de túneles de lavado, los trabajadores de la industria, la mayoría de los camareros, pulidores, gruistas,  e incluso artistas de circo que desempeñan sus labores envueltos en conciertos estridentes y atronadores.


Ruido, con Pablo Albo y Guridi (¡la de buenas historias que está dibujando este hombre!) a la batuta y editada por Narval, nos aproxima a esa sinfonía alborotada que nos acompaña a diario en centros de trabajo, comunidades de vecinos (lo de la mía, no tiene ni nombre, ni desperdicio), pueblos y ciudades..., a ese ritmo machacón y disonante que altera nuestros biorritmos y trastorna poquito a poco una realidad que obliga de vez en cuando a apagar televisores, transistores y el motor del coche, coger una bonita senda desprovista de toda compañía, y dejarse seducir por el sonido del aire, el rumor de la hierba, el cantar del agua y el trino de los pájaros.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Dos en uno









Aunque aspirar al súmum de la reseña lijera no es una de mis prioridades, creo fehacientemente que la de hoy se merecería tal honor (qué tonterías digo…), ya no por el lenguaje que utilizo y que intento cuidar siempre, ni tampoco por el hilo conductor que lleva hacia el libro, sino por la idea que la sostiene: aprovechando un poema que aparece en Los versos del libro tonto, de Beatriz Jiménez de Ory y último ganador del Premio de Poesía Cuidad de Orihuela, les lanzo Redondo, una de las últimas creaciones del casi-paisano Pablo Albo ilustradas por Lucía Serrano (editorial Thule). Dos en uno, ¿quién da más?


Mi amor por ti es mayúsculo,
Amiga coleóptera.
Rojísimas tus alas
Iguales al crepúsculo.
Quiero un deseo mágico,
Único: que me quieras.
Inténtalo, ¿lo harás?
¿Te reirás de mis súplicas,
Amadísima insecta?


Beatriz Jiménez de Ory.
Acróstico esdrújulo.
En: Los versos del libro tonto.
Ilustraciones de Paloma Valdivia
2011. Pontevedra: Faktoria K de Libros.

martes, 22 de diciembre de 2009

Pormenores académicos


A los alumnos que han suspendido mi asignatura esta evaluación.


Bien saben los que me conocen que no es de mi agrado joder al personal sin aparente razón, cosa que, evidentemente, incluye a mis alumnos, esas personas, personajes y/o animalicos con los que comparto seis horas de mi diaria existencia (si lo piensan fríamente me encuentro más atado a ellos que a mi propia familia… ¡para que luego hablen de la conciliación de la vida personal con la laboral!). A pesar de ello, tengo infundadas sospechas acerca de lo que muchos de mis pupilos piensan sobre mi característica manera de mostrar el afecto hacia ellos… Y es que no nos engañemos: los sufro en exceso y me sufren en silencio –a veces… cuando sus atronadoras voces les dejan…-, por lo que de este dolor mutuo, de repente y como el que no quiere la cosa, surge un lazo invisible tejido de malas caras, dictados infinitos, preguntas sin ton ni son, alguna que otra carcajada, muchas palabras impronunciables y demasiada teatralidad.
Casi atragantándome y desatando los cientos de nudos corredizos que atenazan mis cuerdas vocales, lo confieso: adoro a mis alumnos. También me gustan sus dibujos monstruosos, esas palabras que inventan de carrerilla en los exámenes, su capacidad ilimitada para colocarte un buen mote, las perrerías que son capaces de idear, los mil y un pretextos que vomitan para convencerte de esta o aquella cosa o el bullir de sus hormonas esteroideas.
En el fondo y aunque me pese decirlo, los comprendo, lo que no quiere decir que los excuse. Hay asuntos que no tienen perdón, y el peor de todos, con creces, es la pereza, la fuente de todos los males que asolan a nuestros estudiantes… pero en fin, prefiero terminar diciendo que todavía no me he decidido entre un mal estudiante, como el protagonista del libro de hoy –Malvado conejito, de Jeanne Willis y Tony Ross (editorial Océano)-, y un estupendo delincuente… Seguramente pase olímpicamente de estas dos opciones y me decante por las personas de provecho. Y al que no le guste, que estudie.

jueves, 4 de junio de 2009

D.E.P.



No sé si hacer de la muerte algo cotidiano comportará un avance o un retroceso, pero al vivir bajo el acecho de esa tupida sombra que al final nos cubre a todos, ricos y pobres, altos y bajos, se hace necesario estar preparado para lo que pueda suceder en cualquier instante.
En cierta conferencia para la obtención del título del antiguo C.A.P. (Certificado de Aptitud Pedagógica) aprendí que las sociedades occidentales viven bajo el yugo del infantilismo, es decir, alcanzar la edad adulta se ha convertido en una carrera de fondo y algunos de treinta y cinco tacos siguen comportándose como infantes de diez. Una evidencia de esta realidad, decía la ponente, era, por ejemplo, que los niños no entraban en contacto directo con la muerte hasta bien tarde mientras que en tiempos pasados era frecuente verlos presentes en entierros, misas y funerales, cosa que seguía ocurriendo en sociedades menos avanzadas donde la madurez se alcanza con apenas catorce años.
Aunque el lector me pueda rebatir que es algo incierto puesto que nuestros infantes saben demasiado de estas realidades gracias a los medios de comunicación, los videojuegos, el cine y otras miserias, le aviso que esta presencia masiva de muertes, violaciones, masacres, pornografía y vete-tu-a-saber-qué cosas más, más que educar y crear mentes críticas, despiertas y razonables, banalizan el mundo, desvirtuando su apariencia, lo que a veces puede producir efectos secundarios poco deseados.
Y aquí, dos títulos sobre la muerte:


Inés Azul del albaceteño de adopción Pablo Albo y otro Pablo, Pablo Auladell (Editorial Thule), es un libro-álbum de gran formato donde su protagonista (adivinen cómo se llama…) reflexiona sobre la muerte de un amigo. Las ilustraciones, todas ellas enmarcadas en azul –me recordó a esa alegoría del verde en los versos de Federico García Lorca-, quizá sean algo sombrías (es lo que tiene la muerte), pero muy evocadoras. El estilo del texto es extraño y llama a veces a la incomprensión... Abierto, unas veces técnico (véase los detalles sobre la enfermedad del amigo de la protagonista), otras veces poético (el tema lo requiere), pero lo mejor es que no nos deja indiferentes.


El segundo título, Paraíso, de Bruno Gibert (Editorial Los Cuatro Azules) posee un argumento semejante: el fallecimiento de un abuelo provoca en su nieto un cuestionario sobre los aspectos positivos y negativos del llamado paraíso. Pese a su pequeño formato he de admitir que me he enamorado de este libro, sobre todo porque conjuga en cada doble página y de manera magistral, las ilustraciones –señales de tráfico y otros pictogramas- con el texto. Otro título a tener en cuenta este año.