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viernes, 9 de diciembre de 2022

¡Maldito silencio!


Silencio. Quizá sea la palabra con la que más familiarizados estamos los docentes. O quizá no, que las cosas han cambiado mucho en los últimos años y parece que nos estamos acostumbrando a dar clase entre voces.
A veces el silencio es una realidad, pero otras es mera ficción. Muchas veces recorro los pasillos de mi centro atestados de adolescentes gritando y no oigo nada. Es como si mi nervio auditivo se hubiera desconectado momentáneamente.


También me pasa cuando escucho música mientras estoy corrigiendo exámenes. Me sumerjo tanto en las barbaridades que escriben mis alumnos, que no me entero de la canción de turno.
Sin embargo en mitad de la noche, justo cuando acabas de meterte en el sobre, empiezas a escuchar el tic tac del despertador. Cada vez más y más fuerte. Se convierte en un ruido estridente que no nos deja conciliar el sueño. Con la lectura me pasa algo parecido. Puedo estar en mitad del parque, con un montón de críos al lado, y ni me entero, pero me tocan dos cacatúas al lado y escucharlas me resulta insoportable.



Cada uno elige su silencio. Puede ser solitario o acompañado. Con la boca cerrada, asombrado o embobado. Silbando, golpeando la mesa o dando palmas. Nadando, corriendo o pedaleando. Abrazando o acariciando. Asintiendo o negando. Saludando o despidiendo. Mil tipos de silencio. Agradable, exasperante, triste, aburrido o inquietante. Hay quienes no lo soportan y otros lo adoran.
Pero tengan cuidado. Un poco de silencio es bueno, pero no demasiado. Que de hombres silenciosos están llenas cárceles, manicomios y cementerios. Unos son silenciosos porque traman demasiadas artimañas, los otros se pierden en el silencio y no vuelven jamás, y a los últimos les gusta tanto el silencio, que deciden buscar un refugio a su medida para toda la eternidad.


De todo esto y mucho más trata ¡Silencio! (no se podía llamar de otra forma…), un álbum de Céline Claire (al texto) y Magali Le Huche (a las ilustraciones) que acaba de publicar en castellano la editorial Pípala.
En él se recrea la historia del señor Martín, un hombre que lleva una vida muy sosegada y, como no podía ser menos, le encanta el silencio. Viendo que sus vecinos son incapaces de respetar su amor por la vida sosegada y tranquila, decide buscar ayuda y acude a una ferretería donde el dependiente le ofrece la solución a todos sus males: un producto con el que fabricar una burbuja gigante que lo aislará de cualquier suceso malsonante.


Al principio todo es maravilloso, pero ¡ay, amigo!, pasan los días y tanta calma empieza a sacar loco al señor Martín. Se empieza a sentir mal, deprimido y abandonado. ¿Podrá salir de su burbuja? ¿Alguien acudirá a socorrerle?


Con una buena dosis de humor, esta historia que recuerda a otras ya clásicas como El hombrecito vestido de gris, pone en tela de juicio lo que a tenor del prisma aburrido del protagonista en particular, y la sociedad en general, sería una virtud. La narración le da la vuelta a la tortilla y la convierte en un defecto, exponiendo que todo es positivo en su justa medida y no debemos caer en los extremos.
Del mismo modo, ensalza a la infancia como salvadora de un mundo lleno de normas que nos encorsetan y atosigan mucho más que nos liberan. Vitalista y transformadora, es una historia con un puntito fantástico y vitalista que nos habla de la necesidad de sociabilizar a pesar de nuestras manías.

jueves, 13 de febrero de 2014

Semana del amor. De habladurías y tristeza...



Si hay algo verdaderamente desolador en esto del amor, es querer y no poder. Sobre todo cuando son los demás quienes lo impiden, quienes se interponen por prejuicios, diretes y otros hábitos, a lo que surge entre dos seres humanos.
Con frecuencia son muchos los que hablan de todo lo que no saben, los que critican de forma gratuita a sus iguales, y los que saben más que los propios amantes. Crean marañas de habladurías que, más que ayudar a ensalzar la poca belleza que hay en este mundo, entorpecen y ralentizan el ritmo de los corazones, esos que, a veces, no aguantan  tanto y se rompen a base de enmudecidos gemidos.
Escucho día tras día cientos de chismes sobre estos, esos o aquellos… De gente a la que ni conozco pero que debe ser muy importante para la inmensa mayoría, esa marabunta de antropófagos que, no conformándose con su triste vida, necesitan envidiar la de otros para consolar sus carencias románticas, locas y pasionales.
Me compadezco de los que no dejan querer a otros que, afortunadamente, han encontrado a alguien afín con quien compartir confidencias y caricias, tiempo y sentimientos... Pero también lo hago de todos aquellos que se dejan llevar por el dolor que causan la familia, los demás, o la vida misma, que no lo destierran de su ir y venir diario, y no intentan disfrutar de los buenos momentos que ofrece el sentirse querido.



Enfrentarse a los problemas y luchar por lo que creemos y queremos, aunque se antoja difícil, debe ser ejercicio y costumbre. Mantenerse firme ante lo adverso y luchar contracorriente, es tarea sacrificada pero a la vez muy gratificante. Apelo a la tranquilidad de la vida, al vaivén de sus movimientos, a llenarnos de los aromas que nos traen frescura y nos mantienen lozanos, a ver el lado bueno de las cosas, a dejar florecer todo lo bueno, a sentirlas plenamente con respeto, hacia nosotros y hacia ellos, pero sin tapujos ni complejos.


Es por ello que con estos dos encontrados puntos de vista, hoy, en vez de una, traigo dos fantásticas lecturas de amor (y que siempre me he dejado en el tintero) de una misma autora, Magali Le Huche. Una es Héctor, el hombre extraordinariamente fuerte (editorial Adriana Hidalgo, colección Pípala), que en tono de denuncia y con una callada sonrisa, insta a olvidar los prejuicios que hacen del querer silencioso, un amor mancillado por terceros. La otra es Berta Buenafé está triste (editorial Flamboyant), un álbum ilustrado que habla de la soledad interiorizada y de cómo el amor repara los corazones atormentados y trae raudales de esperanza, algo muy necesario en los pueblos olvidados de esta desalmada España.