Mostrando entradas con la etiqueta Albumes y escuela. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Albumes y escuela. Mostrar todas las entradas

sábado, 20 de enero de 2024

Nombres especiales


Fuensanta, Aurelio, Octavio, Eutiquia, Bienvenida, Desamparados, Cipriano, Procopia o Román son nombres en desuso (solo 344 personas estamos registradas en España con mi nombre). Nombres que, a pesar de contar con una larga tradición en nuestra lengua, cuesta oír en la vida cotidiana actual. Desbancados por nombres anglosajones u otros más cortos o modernos, están cayendo en el olvido por ser largos, potentes, sonoros o tener demasiado significado.
Conozco a más de uno que se ha cambiado el nombre. Acomplejados por las burlas infantiles, preguntas curiosas y males menores, han decidido atajar el problema acudiendo al registro civil. No es mi caso, pues siempre he convenido que de algún modo toca llamarse y me siento muy bien vestido con esa palabra que me asignó mi padre al nacer.


Si bien es cierto que quienes los ostentamos, también los sufrimos, creo que también nos hacen especiales, pues no necesitamos apodos ni motes. Seguimos siendo nosotros mismos aunque de vez en cuando nos los acorten. Todo el mundo nos reconoce y no hacen falta ni apellidos ni presentaciones. Y si no que se lo digan a los habitantes de Huerta del Rey, un pueblo de Burgos con los nombres más extraños del mundo en el que el cartero nunca se confunde de persona
Me encantaría que mi nombre siguiera perpetuándose, pero a falta de ganas, ya estoy yo aquí haciendo lo posible para que no caiga en el olvido (al menos dentro de nuestras fronteras, pues el mío es un nombre muy común en Francia, Centroeuropa, Rusia y las repúblicas exsoviéticas).


Precisamente de este fenómeno nos habla Crisantemo, el álbum de Kevin Henkes que acaba de recuperar para el mercado español la editorial EntreDos. Este librito archiconocido en el mundo anglosajón nos cuenta la historia de una ratoncita tan encantadora, que sus padres deciden propinarle un nombre igualmente encantador: Crisantemo. Ella se siente tremendamente orgullosa de su nombre. De leerlo en las cartas, los regalos navideños y la tarta de cumpleaños. Pero todo cambia cuando empieza el colegio y los compañeros se burlan de su origen floral y lo largo que es.


Con un detalle tan sencillo, el autor norteamericano desarrolla una fábula coral muy interesante sobre el amor propio y el acoso escolar en la que se entremezclan muchos puntos de vista. Niños, padres y maestros se ven envueltos en montones de emociones y pensamientos. Protección, dramatismo, optimismo, vergüenza, superación o ejemplo. Un sinfín de facetas sobre un tema por todos conocido e incluso sufrido.


Sobre los elementos técnicos hablar de un libro que, sin pretensiones y a pesar de los años (más de treinta velas en la tarta), utiliza recursos narrativos del cómic y detalles muy finos (¿Ven ese nombre que se sale de la viñeta? ¿Se han fijado en los títulos de los libros que lee el padre? ¿Las alusiones a Picasso? ¿El vestido de la profesora de música?). Colorista y muy humano, auguro que se van a hinchar de leerlo y regalarlo a niños con nombres especiales.

martes, 8 de noviembre de 2022

Riesgos educativos


Desde que trabajo en la ciudad me llama mucho la atención las pocas ganas que tienen mis compañeros de realizar actividades extraescolares que supongan pernoctas con alumnos. Con lo acostumbrado que estaba yo a encontrar compañeros de viaje, aquí es prácticamente imposible. Y lo peor es que todos esgrimen la misma razón: el riesgo.
“Déjate, déjate, no vaya a ser que alguno sufra un accidente y nos hagan responsables de una desgracia” “Tengo bastante con velar para que no se descuarticen dentro del aula como para llevármelos a 600 km de aquí” “¿¿A Londres?? ¡Tú estás loco! Y que alguno se nos dé a la fuga o pille un coma etílico…”


Está claro que los viajes escolares entrañan un riesgo, pero también considero que es algo que debemos sopesar no solo los profesores, sino también los padres. Porque cualquier cosa que hagamos a lo largo del día es susceptible de salir mal.
Dar un paseo y romperte el tobillo, pasar por debajo de una cornisa que acaba de desprenderse, o interponerse en la trayectoria de un conductor ebrio, nos puede cambiar la vida. Hay montones de formas de sufrir un percance. Inverosímiles e inimaginables. Pero ello no tiene una correlación directa nuestra profesionalidad.


El docente ha desarrollado un miedo excesivo hacia los padres, una forma de ver su trabajo desde el prisma del temor en el que familias y tutores legales siempre tienen las de ganar. Da igual lo que hagas, tú eres el culpable pero los alumnos nunca son responsables.
Esto es lo que lleva a muchos centros a dejar de organizar actividades de este tipo con los chavales. Una espada de Damocles que siempre está sobrevolando las cabezas de los docentes para, en caso de error o percance, segarles el pescuezo y acabar con ellos por muchos años de competente carrera que hayan demostrado.


De lo mismo ha debido percatarse Emma Adbåge mientras le daba forma a El agujero, un libro recién editado por la editorial catalana EntreDos que nos habla del miedo infundado que tienen los maestros de una panda de críos cuyo lugar de juegos favorito es una antigua cantera de arena.
Ellos se pirran por jugar en el agujero que hay detrás del gimnasio de la escuela, un espacio estupendo para dejarse llevar. Disfrutar de las raíces desnudas de los árboles y trepar por las enormes piedras es lo ideal. Hasta que Vibeke se tropieza yendo hacia allí y se parte el morro. Decidido: las visitas al agujero quedan terminantemente prohibidas a partir de ese momento.


Con un lenguaje directo, la autora sueca nos plantea una situación muy común hoy en día, al mismo tiempo que revisa el eterno conflicto de intereses entre el universo adulto e infantil, una constante en el corpus de la LIJ, e invita a divertirse en espacios naturales donde la creatividad forma parte del aire fresco incluso en invierno (¿Ven lo encogidos que andan los maestros?).
Ilustraciones donde los juegos infantiles y el quehacer escolar desbordan las dobles páginas son las encargadas de articular un discurso que tiene mucho de libertino, sobre todo cuando esbozamos la sonrisa final que sabe a triunfo.

viernes, 18 de marzo de 2022

Caminando por la vida


Me encanta andar. Desde que tengo uso de razón ando de aquí para allá. De hecho, andaba tanto cuando era pequeño, que me parecía raro que la gente fuera en coche, sobre todo mis tíos, conductores recalcitrantes que llegué a pensar que no tenían piernas.
Así pasa, que tengo la manía de fiarme más de mis piernas que de cualquier otro medio de transporte. Coche, taxi, autobús e incluso metro, me resultan más lentos que el brío de mis piernas. Quizá esa sea la razón por la que muchas veces llego tarde. Sobredimensiono mi velocidad de crucero y no controlo la capacidad de alcance. ..
Lo peor de todo es que no puedo vender el coche, una herramienta que solo utilizo para trabajar pero que últimamente se pasa más tiempo en el garaje que en la carretera.


Grandes avenidas, pequeños jardines, pueblos o ciudades, mis piernas han recorrido todas. Te topas con sorpresas, con gente. Hay callejones sin salida que merecen un vistazo, calles estrechas, también empinadas, parques exuberantes y puentes por lo que no pasa nadie.
Cuando uno anda mira a su alrededor, ve cosas que de otro modo pasarían desapercibidas, se siente parte del paisaje, de ese mundo circundante en el que a veces merece la pena recrearse. Detalles de todo tipo se suceden y te evaden.


Caminar… Quizá eso sea lo que me ha permitido dejar atrás tantos obstáculos. Cuando uno anda siempre mira hacia delante. Porque tiene que seguir su rumbo, y sobre todo, para no chocarse. Andar es un ejercicio de lo más sano, el de perseguir una meta, un destino.
Es un tiempo para reflexionar mientras notas cómo los rayos del sol te broncean la cara o el frío que te deja la nariz colorada. Te abstraes, ordenas las ideas, les das muchas vueltas a las cosas. Robert Louis Stevenson, Honore de Balzac o Charles Darwin. Más de un genio se ha dedicado a pasear andar para relajar la mente, activar sus neuronas y cultivar el intelecto.


Y paso a paso, llegamos a los 9 kilómetros, esa distancia que da nombre al álbum de Claudio Aguilera y Gabriela Lyon que acaba de sacar Ekaré a la luz en nuestro país. Con varios reconocimientos internacionales, este libro ilustrado nos cuenta la historia de un niño que debe recorrer todos los días los nueve kilómetros que separan su casa de la escuela. Atravesando arrayanes, ríos, campos de cultivos y senderos, se suceden los paisajes que, tomando diferentes planos nos invita a acompañarlo en su periplo.
Pensativo, cansado, vivaracho, y sobre todo, juguetón. Así es el protagonista de esta historia donde la sinceridad e inocencia del texto se conjugan perfectamente con el colorido de unas ilustraciones donde la óptica cinematográfica y las viñetas ayudan a la secuenciación y el dramatismo de una historia realista.
Mención aparte merecen unas guardas peritextuales (juntas articulan un mapa donde a modo de GPS se dibuja el recorrido que realiza el niño), los cambios de luz que van de  la noche al día y un apéndice donde aprendemos un poco sobre las especies de aves que acompañan al protagonista.


Sin embargo, tengo un pero con parte del apéndice final... Lejos de ese aire de denuncia social que parece haberse instalado en las editoriales del ramo, prefiero tomar este libro como una aventura diaria. Teniendo en cuenta los tiempos que corren, este libro es casi un privilegio, pues la mayor parte de los críos en edad escolar del mundo viven en ciudades donde el asfalto, la polución, el tráfico rodado y un sinfín de peligros escriben una historia muy diferente y más peligrosa a la que se recoge aquí.
No entiendo el fin de exhibir tanta belleza para, acto seguido, abogar por esa normatividad buenista que nos afecta y empobrece (¿Será acaso un intento por erradicar todo lo bonito de esta historia? ¿No podrían habernos dejado una pizca de libertad para meditar sobre lo que acontece en esta historia?). Extraña paradoja que prefiero obviar y disfrutar plenamente de un pequeño viaje rebosante de vida, naturaleza, constancia y esperanza.



miércoles, 12 de enero de 2022

La escuela, ¡qué gran acierto!


Después de unas largas vacaciones no hay quien quiera volver al trabajo. Ni siquiera los niños, y mira que últimamente se aburren en cualquier sitio. Menos mal que siempre sale algún psicólogo diagnosticando depresión postvacacional (¡Qué sería de nosotros sin especialistas que le pongan nombre a todo!), para que patologicemos las pequeñas cosas de la vida y todo el mundo tenga carta libre para hacer lo que venga en gana.


Entiendo que hay casos y casos pero, sinceramente, si los críos viven engalgaos con tanto jugueteo (que el juego es otra cosa más seria), caprichos de todo tipo, unas siestas que ni los perros, y sobre todo, la ausencia de orden y concierto, no me extraña en absoluto que tiemblen al oír la palabra “escuela”


Ven que se les acaba el chollo porque saben que no pueden mangonear a los maestros a su antojo. Está más que comprobado que son los únicos que inspiran algo de respeto con sus horarios y quehaceres rutinarios. ¡Para que luego digan que no somos eficientes! Tengo muy claro que cuando pones límites todo va sobre ruedas.


Además, en el colegio hay que espabilarse, que aquello es una merienda de negros. Más movimiento, más gasto energético. Aula y patio, mates y natu. Allí todos hacen de todo y no hay libre albedrío que valga. Lo importante se consulta, que si no hay sanciones. Poca soledad y nada de pataletas son fundamentales para saber estar. Y si de paso les cunde el tiempo y van dando el callo, no podemos pedir nada más.
Y si quieren más pruebas de que la escuela es un lugar magnífico donde los únicos que sobran son los padres, hoy les dejo con ¡Ni en sueños!, un libro de Beatrice Alemagna publicado por Combel que no tiene desperdicio y deberían leer, tanto padres, como hijos.


En él nos encontramos con una situación muy común entre las criaturas: el primer día de escuela. Pascualina, una murciélago muy comodona, no quiere ir a la escuela ni en sueños (de ahí el título de este álbum) y, como por arte de magia, sus padres se hacen diminutos, tanto que decide llevárselos al colegio a modo de venganza. Al principio la cosa va bien, pero conforme pasan las horas, se da cuenta de que el tiro le sale por la culata y llevar a sus padres a cuestas no le deja disfrutar de todas las cosas buenas que tiene la escuela. Se caen en el plato de la comida, hablan cuando no tienen que hacerlo, no le dejan volar… Son un incordio.


Con unas composiciones estupendas, un mundo natural de ensueño y apuntando con sus colores neón al protagonista, la aclamada autora nos acerca a una doble crítica. Por un lado, a ese superpaternalismo que últimamente abunda en las puertas de todos los centros educativos, y por otro, a esa dependencia ficticia de los chavales hacia sus padres más que sobrealimentada y auspiciada por una institución familiar cegada y ñoña. Menos mal que todo termina con la mejor medicina, esa que aúna humor, vergüenzas infantiles y hedonismo educativo.

lunes, 20 de septiembre de 2021

¡Feliz comienzo de curso! (con algún cambio)




Damas y caballeros, se avecinan cambios. Y no lo digo porque Ayuso vaya a aparcar las limitaciones horarias en la hostelería o porque Sánchez se reúna con los independentistas catalanes. Me refiero a cosas de importancia, como cambiar de lugar de trabajo, algo que ha hecho el menda durante el presente curso escolar.


Necesitaba darle una vuelta a la vida, olvidarme de la rutina tóxica en la que me había instalado los últimos seis años, pasar de coche, mecánicos y gasolineras, y renovarme como docente. Y eso hice: he abandonado esa escuela rural en la que ha invertido los últimos doce años de mi carrera profesional y me he venido para la ciudad.
Por el momento, el cambio solo es efectivo durante el presente curso escolar. Suficiente para orearme y recordar lo que era trabajar lejos de esos pueblos de la España profunda donde me he ido consumiendo. Seguramente, quienes vivan en una gran ciudad piensen que no hay tanta diferencia entre trabajar en una ciudad de provincias y hacerlo en un pueblo cercano, pero el caso es que sí.


Todo tiene pros y contras, evidentemente, pero hay cuestiones de suma importancia que conviene saber... En los pueblos existe cierto rasero monetario y la diferencia de clases no es tan notable. Por un lado están los cuatro que tienen manteca, y por otro, el resto. En la ciudad todo es más variado y heterogéneo, hay mezcolanza de ideas y estares, que nunca están de más si el fin es enriquecerse.
Tampoco hay que olvidar que en los pueblos los lazos son más estrechos. Mucha cosanguinidad. Primos, hermanos, retíos, abuelos, hijos y sobrinos. En la ciudad, ni te enteras a menos que hurgues en el libro de familia.


Otra de las consecuencias de esos ámbitos cerrados es que el alumnado tiene más contacto intergeneracional, tanto dentro, como fuera del centro escolar. Los pequeños aprenden de los mayores y viceversa. Algo que cuando nos referimos al consumo de alcohol, drogas o el sexo es para echarse a temblar.
Por último llega la fama, la dichosa fama. Cualquier cosa que se escape de lo normal es susceptible de crear un antecedente, un tachón o una corona de santo que te persiga el resto de tu vida escolar sin comerlo ni beberlo. Una veces una bendición, otras, la putrefacción del futuro.
Con todo esto nos metemos en harina un curso más haciendo lo que se puede (con virus y sin él), que al final es lo que queda, y de paso también les aviso de que, a pesar de animarme a seguir con ustedes este 2021-2022, estos post que les regalo serán más intermitentes que de costumbre. Esta es una tarea no retribuida y no quiero sentirme lastrado por ella hasta el hartazgo. Hacer lo que se puede ya es bastante.
Para empezar traigo tres libritos inspirados en el maravilloso mundo de la escuela y sus pormenores (de entre los montones que hay de esta temática) para que a todos nos pese un poco menos este septiembre.


El primero es ¡Pronto iré a la escuela! un álbum de gran formato de Marianne Dubuc y publicado por Juventud, donde un pequeño duende descubre lo que es la escuela el primer día del curso. Aunque se parece a la que nosotros conocemos, también hay elementos mágicos y especiales (recuerden que es una escuela para duendes en mitad del bosque…) que hacen de la escuela un espacio onírico y lleno de fantasía.


El segundo aborda el tema de los nervios escolares personificado en uno de los personajes más queridos de Mo Willems. La paloma tiene que ir al cole (editorial Andana) echa mano de mucho humor –como es costumbre en el trabajo de este autor- para desencadenar montones de carcajadas en los más pequeños y de paso animarlos para que se aventuren en el desconocido pero siempre satisfactorio universo escolar.


Y para terminar no podía dejarme en el tintero uno de las novedades más entrañables que se han abierto camino este septiembre. Tuve una maestra de Kobi Yamada y Natalie Russell, editado en castellano por Bira Biro, es una oda a la figura de los docentes y la labor de enseñar a los más pequeños. Un reconocimiento lleno de belleza y sentimentalismo que acompañado de unas ilustraciones desenfadadas y ágiles (esta vez el ilustrador ha preferido desmarcarse de su estilo más conocido) puede ser el mejor regalo para cualquier maestro que fue y será.

miércoles, 23 de junio de 2021

Impostores educativos

 





Como bien decía el otro día, Instagram es una fuente de ideas inagotable, no solo porque te permite dejar volar la imaginación con tanta ficción, sino porque te permite indagar en las miserias de la fauna ibérica. Esta vez le ha tocado a los docentes, un gremio al que pertenezco y conozco muy bien -esto de ser enterao de la literatura para críos hace que acudan a mis redes sociales como moscas a la miel-.


Últimamente, cada vez que el curso escolar termina, aparecen ante mí fotografías de maestros rodeados de niños. En ocasiones parecen imágenes sacadas de un anuario del franquismo, otras se asemejan a un campamento scout y las menos desbordan mucha naturalidad y desconcierto. Hasta ahí, perfecto. Me parece bien que los docentes guarden buenos recuerdos de este o aquel grupo, y se sientan orgullosos públicamente, tanto de sus alumnos, como de su labor docente. La verdad es que prefiero esto a ver gente untada en gomina haciendo crossfit.


Lo peliagudo viene cuando un servidor mueve el dedete y llega a las parrafadas que algunos se marcan más abajo. Yo, que leo, me pongo al quite y empiezo a abrir los ojos como platos. Tuerzo el morro. Y a veces, hasta sufro arcadas. Me pregunto: ¿Es necesario ponerse tan intenso? ¿Darse tanta cera y autobombo? ¿Tanto empalague? ¿De verdad los alumnos necesitan leer esas cosas? ¿Creéis que tiene que ver con la empatía, la asertividad o la inteligencia emocional que están tan de moda?


No es que sienta envidia o sea un tempano de hielo, más bien lo considero innecesario, redundante y hasta exhibicionista. Mira que me gusta poco estar al tanto de los abalorios, las tazas personalizadas y las cestas de navidad que les regalan a muchos profesores, pero esto ya es el colmo de un postureo que solo busca las palmas y la aprobación del entorno.
No sé a ustedes, pero expresiones como “son verdaderamente humanos” o “personitas” para referirse a los alumnos, me hacen pensar en la típica condescendencia que muchos adultos tienen hacia el mundo de la infancia. Incluso me parece una falta de respeto hacia ellos viniendo de gente que pasa tantas horas al día rodeado de niños. Pero claro, si no actuamos como un pastel a reventar de crema, la pringue no es la misma y nos tachan de insensibles y odiosos. Así nos va en este país con tanta tontería educativa y tan poca educación...


No me quiero imaginar lo que pasaría si todos esos se toparan con el Programa de Lectura de Escarabajo Pelotero, una serie de libros de Miriam Elia que llegan a nuestras manos gracias a Libros del Zorro Rojo.
Es así como nos encontramos con Vamos al museo, Aprendemos en casa, Vamos de paseo y Celebramos la Navidad, los cuatro volúmenes de una colección que, además de parodiar las Ladybird, unas cartillas británicas de los años cincuenta (asunto que le ha costado una querella por parte de Penguin, editorial que las publicaba), se interna por los vericuetos más recalcitrantes y controvertidos de la realidad social.


Tras una presentación del proyecto (por si no lo sabían el escarabajo pelotero se dedica a remover la mierda, así que ya se pueden imaginar en qué consisten estos libritos), nos internamos en ellos y vemos que en cada doble página tenemos un pequeño diálogo acompañado de una imagen (la caracterización de los personajes no tiene desperdicio) y de los que se entresacan o deducen tres (a veces dos o una) palabras nuevas que el pequeño lector puede aprender.



Incómodas, turbadoras, mordaces y bizarras. Todas las situaciones que se recogen en estos volúmenes aspiran a desarrollar el pensamiento crítico de cualquiera, a poner en tela de juicio las convenciones sociales, y, sobre todo, tocar las pelotas. Abren el debate sobre la institución escolar, el arte contemporáneo, la sexualidad, la comida saludable, o el capitalismo, pero siempre de esa forma ñoña, inofensiva, complaciente y anodina que todavía hoy se respira en muchos estamentos educativos, algo que a mí, personalmente, me ha encantado.


Hubiera estado genial que la autora también metiese caña a los ismos actuales. Dar una patada al feminismo, el ecologismo o el animalismo imperante sería la guinda del pastel. Esperemos que tome nota para sucesivas entregas.
Y ustedes, no duden en regalárselo a los docentes (y a cualquiera que sepa analizarlos desde una perspectiva crítica). Son una declaración de intenciones en toda regla.




miércoles, 23 de diciembre de 2020

Docentes y antihéroes


Héroes los llamaban. Héroes los siguen llamando. Incluso el rey fue a inaugurar una estatua en su honor. Salían a aplaudirles en mitad de la hecatombe. Palmas y más palmas sin ser Domingo de Ramos. Unos convenían que no las querían, pues sólo realizaban su trabajo. Otros se henchían de orgullo, pues era para lo que habían sido educados en sus respectivas facultades. Ídolos de masas, sanadores mesiánicos. 


Al otro lado quedamos los que cardamos la lana, los invisibles, los antihéroes. Profesionales que sin tanta medalla ni palmadita en la espalda, hemos cumplido con nuestros deberes. Trabajadores del comercio y supermercados, transportistas, repartidores, limpiadores y empleadas del hogar, fontaneros, carpinteros, albañiles y todo tipo de operarios, personal de cines y teatros, peluqueros, hosteleros, camareros y docentes también hemos dado el callo. 
Como yo sólo hablo de lo que conozco, les diré que, tras varios lustros trabajando en la docencia, ha sido la primera vez que he pedido a gritos el merecido descanso, ese por el que frecuentemente se nos dilapida (como si las vacaciones lo fueran todo…). Y no, no ha sido por el elevado riesgo de contagio o por pasarme la mañana con montones de críos (que tienen más cabeza que muchos adultos). Ha sido por la carga desmesurada de burocracia que nos han propinado y la falta de respeto con la que nuestros superiores y la administración competente nos han tratado. Les ejemplifico… 


Empiezo con la ventolera (que no ventilación). Un frío negro. Y cuando digo frío, es frío. Que los de Albacete y el termómetro sabemos lo que es. Les invito a pasarse por mi centro y ver como el mercurio baja hasta los 9ºC en el interior del edificio. 
Además de nuestras clases, nos hemos pasado la semana haciendo guardias (porque no han sustituido al personal de baja o confinado), contestando correos electrónicos y llamadas telefónicas de familias, hablando telemáticamente con compañeros que nos cruzamos por los pasillos cada hora (inaudito), resolviendo dudas on-line de alumnos que se creen que trabajo las 24 horas del día, adaptando materiales para las plataformas de educación a distancia (ordenador y conexión a internet pagada de mí bolsillo), o realizando dos y hasta tres exámenes por grupo (¡Welcome to the semipresencialidad!). 
El colmo llega con las normas de (in)seguridad en el trabajo, pues en mi centro no nos proporcionaron mascarillas hasta bien entrado octubre -un mes después del comienzo de curso-. El kit está compuesto de barbijos higiénicos, uno para hipoacusia y uno “FFP2” por persona (¿Mandeeee?) que si se te rompen o extravían, y pides más, te tienes que costear tú ingresando en la cuenta del centro el importe de los mismos (¡Ojo al panojo, señores!). 
Eso sí, ayer nos hicieron entrega de un pino minúsculo cubierto de nieve sintética que, además de ponerme el coche perdido de mierda blanca, me adornará el despropósito navideño que me espera amén del endurecimiento de las medidas preventivas. 


Como yo sí soy agradecido, en este fin de año, les regalo a mis congéneres docentes Como funciona una maestra, un libro de Susana Mattiangeli y Chiara Carrer que conocí hace años en la feria de Bolonia. Editado en castellano por la editorial argentina Calibroscopio, es un libro exquisito del que quiero extraer un fragmento e insuflarles un poco de aire para que no desfallezcan y sigan dando lo mejor de ustedes mismos en las aulas durante 2021. 
Dentro de la maestra están los números, las tablas, los ríos, los montes, el reloj, los cinco sentidos, el hombre primitivo y muchas otras cosas que, de a poco, también van a parar adentro de los niños. En los días buenos, la maestra hace entrar en los niños todo lo que sirve, sin que se le pierda nada por el camino, ni una gota del más pequeño adjetivo. Si una maestra falta, se hace una resta. Si una maestra nueva llega, se hace una suma. 
¡Felices vacaciones!

martes, 22 de septiembre de 2020

De colegios y silencios



Lleno de mascarillas, con flechas por el suelo que regulen el tránsito en los pasillos, tufillo a engrudo gel hidroalcohólico, chapas identificativas que recuerdan a estrellas de seis puntas, ventanas abiertas de par en par (si no es el coronavirus nos liquidará un buen tabardillo), bedeles con el morro torcido (perdón, esto no es novedad), pantallas de metacrilato y un montón de normas absurdas que (auguro) se perpetuarán en el tiempo. Todo esto y mucho más veremos en la escuela del curso 2020-2021 (si es que la cosa no se vuelve a ir de madre y se termina lo que se daba). Pero sin lugar a dudas, lo que más reinará en las aulas durante los próximos nueve meses será el silencio. 
Provistos de bozal y con la pertinente distancia de seguridad, los chavales han visto capada su espontaneidad. Se han terminado las ganas de cuchichear. Nada de esas risitas nerviosas que finalmente se tornan carcajadas. Vamos a vivir uno de los cursos escolares más aburridos de la historia educativa de nuestro país. Los alumnos pasarán a los anaqueles como los “COVIDarianos” (denominación tan sugerente, como extraterrestre), esos niños que se enfrentaron al enemigo aislados en su pupitre, sin cachondeo del que echar mano en horas difíciles. Sin fútbol, sin laboratorios, sin riñas, sin viajes y, sobre todo, sin escándalo. 
Es curioso como algo que siempre han deseado muchos docentes (¡Silenciooo!), nos vaya a consumir el ánimo. Las clases no son iguales, los recreos, tampoco. Muchas diligencias y protocolos, pero poquita alegría. Que no es que no esté (ya saben que con niños y adolescentes no puede nadie), sino que no se ve, o peor todavía, tampoco se oye. 



Esto me lleva a pensar en las paradojas del silencio, uno que a menudo es sinónimo de cautela, paz y serenidad, pero a la vez también evoca otras sensaciones… 
Si bien es cierto que el silencio puede ser bello y saludable en una sociedad donde lo que más predomina es el ruido (¡Anda que no ha traído el bicho este...!), experimentarlo muy a menudo también puede generar una herida indeleble (Ya lo decía Shakespeare: “Dad palabra al dolor: el dolor que no habla gime en el corazón hasta que lo rompe.”) 
El silencio puede ser doloroso y a la vez inquietante, aterrador. El silencio es ausencia y también indiferencia. El silencio es defensa y escudo, lanza y afrenta. El silencio son muchas cosas en una. Unas veces nos llenamos de silencio y otras nos vaciamos con él. En partituras, despedidas y miradas. El silencio es ese espacio en blanco que también nos habla. 



Y así llego a Lo difícil, un libro de Guridi y la editorial Tres Tigres Tristes en el que, a pesar del silencio, habita una voz tan necesaria, como imperceptible, algo de lo que beben las historias mínimas que nos rodean y que Raúl Nieto sabe hacernos llegar en sus álbumes de alta sensibilidad y gran poderío gráfico. 
Da en el clavo con el tono, con el color, con la perspectiva y con el simbolismo. Con muchas cosas que nos presentan la historia de alguien que vive sus miedos y anhelos sin despegar el pico pero buscando estrategias que le hagan más llevadero el día a día. Un libro que no se pueden perder y en el que seguro encuentran el reflejo cercano de quien no sabe convivir con ese ruido tan molesto que a otros nos resulta una bendición. Pero esa, amigos, es otra paradoja en busca de autor...