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jueves, 10 de junio de 2021

"Donde viven los monstruos" o la infancia de Maurice Sendak


Hoy es 10 de junio y toca celebrar el cumpleaños de Maurice Sendak, ese genio que nos regaló obras tan trascendentales como la que da título a este espacio. Para una vez que me acuerdo (soy muy malo para las fechas), he creído conveniente hablar de la infancia de este hombre y de algunas curiosidades de su libro más conocido. ¡Que 93 velas no se soplan todos los días! ¡Empezamos!

El padre de Sendak, Philip, llegó a Estados Unidos en 1913, en busca de una chica de la que se había enamorado en Polonia, pero fue demasiado tarde: ella ya se había casado. Poco tiempo después, se enamoró de nuevo, esta vez de la madre de Sendak, Sarah, otra inmigrante polaca. Ambos se conocieron en una boda mientras ella leía un pasaje del gran escritor yiddish Shalom Aleichem como parte de la ceremonia. Después de casarse, Philip y Sarah comenzaron a traer a los parientes de Sarah a Estados Unidos.
Cuando iban a cenar durante los fines de semana, Maurice Sendak, un niño estadounidense al uso, quedaba impresionado por la apariencia, el habla y los modales de sus tíos europeos. En su mente se convertían en figuras grotescas: “Fumaban puros, sus dientes eran terribles, y tenían pelos saliendo de sus narices, ¡¿qué les pasaba…?! Esperar a que mi madre preparara toda la comida -y ella siempre tardaba-, significaba que esta gente podía comerte. Si tuvieran suficiente hambre, te comerían", comentó. Un momento en la vida de Sendak que inevitablemente lleva a pensar que esa sea la razón por la que algunos de estos monstruos tienen nariz humana, y al mismo tiempo me recuerda a un pasaje de Donde viven los monstruos, ¿adivinan cuál? Sí, ese que dice "... ellos rugieron sus rugidos terribles y crujieron sus dientes terribles y movieron sus ojos terribles..."


En alguna ocasión, Sendak bautizó a los monstruos que protagonizan esta obra tan conocida de la Literatura Infantil. Si se fijan en la imagen siguiente, les diré que los dos de la izquierda llevan el nombre del propio Sendak. El primero es Moishe, Maurice en yiddish, mientras que el segundo, el que se parece a un toro, es Bernard, su segundo nombre. Los tres monstruos de la derecha son Bruno, Emil y Tzippi. Este último era el nombre de un amigo de la infancia de Maurice, de cuando vivía en Brooklyn a los siete años.


Sendak afirmó que el título del libro se inspiró en una expresión yiddish. Como él mismo explicaba, "Vildechaya es literalmente, "monstruo”, y es lo que casi todos los padres y madres judíos le dicen a sus hijos: "¡Estás actuando como un vildechaya! ¡Para ya!”, algo que viene al pelo si recuerdan el comportamiento de Max, el protagonista de este libro, antes de la cena.


Una de las escenas más memorables de Donde viven los monstruos (editorial Kalandraka) es la “fiesta salvaje”, esa en la que Max y los monstruos se desatan. Si se fijan, es la única imagen de todo el libro en la que los monstruos apartan los ojos de Max y se centran en la luna llena, un símbolo misterioso en sí mismo y muy importante para Sendak (pueden encontrar muchas referencias a nuestro satélite en sus libros), y que también recuerda a las leyendas de hombres lobo y otras bestias que se deleitan bajo su luz.


El barrio de Sendak, Bensonhurst, era una comunidad mayoritariamente judía e italiana. Cuando era joven, Sendak pasaba mucho tiempo en la ventana, observando y dibujando niños y adultos en su vecindario. En sus primeros libros dibujó niños traviesos de cabello oscuro como Max o Rosie. Eran los mismos niños inmigrantes que pululaban por su vecindario. Unos personajes que rompieron con los estereotipos establecidos en la industria editorial sobre cómo los niños estadounidenses debían ser y comportarse.


Personajes autosuficientes, valientes, inteligentes y juguetones; situaciones que mostraban la ira, la frustración y la soledad, unas emociones que clásicamente se habían considerado inapropiadas en la Literatura Infantil, cambiaron la perspectiva de la sociedad hacia la infancia. Todo esto gracias a la realidad más humilde de los barrios obreros estadounidenses y los niños que, como Maurice Sendak, desarrollaron en ellos sus primeros años de vida.


***
Nota bibliográfica: Gran parte de la documentación para la elaboración de este post procede del catálogo de la exposición In a Nutshell: The Worlds of Maurice Sendak organizada durante el año 2011 por la American Library Association Public Programs Office junto al Rosenbach Museum & Library de Philadelphia, institución que atesora gran parte de las obras originales de Maurice Sendak.

lunes, 28 de diciembre de 2020

Un artículo polémico y un libro verde


La semana pasada se publicaba en el diario digital "El Confidencial" un artículo de Alberto Olmos titulado Los mejores libros infantiles para Navidad seleccionados por un padre escritor. Lo que parecía otro escrito inofensivo más de los muchos que se publican estos días navideños para alentar a padres culturetas en sus compras, ha resultado despertar al dormido universo de la Literatura Infantil y proporcionarnos un salseo bastante suculento. 
Si le dan al enlace y realizan una primera lectura creo que, además de una selección poco fundamentada, pueden extraer conjeturas bastante peliagudas, no sólo porque el autor parece menospreciar algunos de los grandes títulos de la Literatura Infantil como La pequeña oruga glotona, Historias de ratones o Donde viven los monstruos, buques insignia del álbum ilustrado, sino porque parece arremeter con la industria editorial infantil, el negocio que supone y la endogamia del sector. 


Todo ello unido a que el artículo ha sido publicado en un medio de comunicación poco afín al progresismo que embebe el mundo de los libros infantiles, ha provocado que muchos autores y mediadores de la llamada LIJ se lancen a la yugular de este periodista, dando buena muestra de que política y víscera son un tándem peligroso, y poniendo en evidencia que Alberto Olmos lleva mucha razón cuando habla de esa amenaza que se cierne sobre la literatura para niños. 


A todos estos ofendidos, incluido el propio Olmos, les doy un par de consejos. Primero, ríanse un poquito y no se tomen tan a la tremenda todo. En segundo lugar, lean debidamente. Porque cuando te fijas en que incluye todos los enlaces de las obras citadas y que subraya con negrita las claves de su tono caústico, empiezas a darte cuenta de que esas obras tan estúpidas que han vendido millones de copias no son tan absurdas como parecen. Que la literatura para niños hace ricos a unos pocos como Carle, Sendak o Kitamura, que la literatura infantil no consiste en publicar todos los cuentos que los padres inventan para amenizar la noche a sus hijos, o que no todos los autores de literatura adulta son capaces de escribir para niños. 


Quizá esas sutiles dobleces son las que ensalzan títulos como El gran libro verde, el álbum de Robert Graves y Maurice Sendak reeditado este año por Corimbo. Si yo fuera el señor Olmos seguramente resumiría esta historia diciéndoles que trata de un niño que haciendo (ab)uso de un libro de magia tiraniza a sus tíos ludópatas, pero lo cierto es que este álbum habla de muchas más cosas (que en eso reside lo bonito de la literatura, en no ser tan obvia…). 


La historia de Graves tiene mucho de fantástica, de irónica, de crítica y de subversiva. Ese niño aburrido que desafía al mundo adulto, que se mofa de él utilizando la magia, pero que al mismo tiempo busca soluciones y se compadece de quienes lo quieren, dice mucho. También nos habla de las paradojas de la edad (niño-viejo-niño) o del juego y su dualidad (de cómo puede servir al divertimento infantil y de cómo conduce a la ruina monetaria). 


Y en el apartado gráfico, un Sendak maravilloso que haciendo uso de la plumilla construye una historia llena de detalles y guiños, de escenas secuenciadas que beben del universo del cómic, también elimina paredes para enseñarnos las tripas de una casa, y exhibe sus trucos de magia… En definitiva, una delicia para paladares exquisitos que con un guiño metaliterario (¿No será acaso el gran libro verde de los hechizos el que tienes en las manos?) nos hacen desaparecer de este mundo tan serio y suspicaz.


miércoles, 31 de mayo de 2017

¿Por qué buscamos utilidad a los libros infantiles? ¿Sirven para algo?



No es de extrañar que algunos padres piensen que los libros infantiles sirven para muchas cosas. Se supone que inculcar valores, modificar hábitos o enfrentarse a la muerte de un ser querido son algunas de las funciones de los libros para niños. Ya hay libros para todo (que no “de todo”). Para ir a la cama, para aprender a contar, títulos para combatir el racismo, que sirven para luchar contra el acoso escolar o el machismo, sobre la diferencia de clases o para dar visibilidad los refugiados de los conflictos bélicos.
Más que harto de constatar esta realidad tan presente en puertas de colegios y parques de recreo, empecé a darle a la manivela... ¿Qué nos ha traído hasta aquí? ¿Cómo hemos llegado a esta concepción tan utilitarista de la LIJ? ¿Cuáles son las causas de tamaño, a mi juicio, despropósito? ¿Está la ficción al servicio del mundo real?
He tenido ciertas ideas al respecto, y aunque no he podido contrastar muchas de ellas, aquí les dejo estos apuntes por si les sirven de ayuda a la hora de plantearse más interrogantes,... Ya saben, enriquezcan, rebatan o compartan sus opiniones... ¡Preparados, listos... YA!


Dos consideraciones iniciales:
El utilitarismo de la lectura y los libros para niños escritos por adultos

Para sentar la base de todo lo que apuntaré después, me gustaría llamar la atención sobre dos hechos que, aunque resultan bastante obvios, se nos olvidan siempre que hablamos de cuestiones como esta.
En primer lugar les pregunto: ¿Para qué sirve la lectura? ¿Es útil? ¿Nos hace más libres? ¿Mejores personas o peores ciudadanos? ¿Más inteligentes? ¿Menos? ¿Guapos por dentro? ¿Feos por fuera? Seguramente cada uno tendrá sus propias respuestas, pero también les diré que encuentro excepciones a todas ellas (objetividad, poca). Leer vale para todo y para nada. Leer es importante pero al mismo tiempo una chorrada. Leemos para leer. Nada más. Unos leen (con sus razones o no, por supuesto) y otros no leen (idem que en el caso anterior). No obstante y si quieren profundizar más en esta controversia, les animo a que lean No es para tanto o La manía de leer de Víctor Moreno (mi autor favorito a la hora de desconectar del mundo de lectores meapilas) y se acuerden de un servidor cuando los terminen.
En segundo lugar quiero hacerles caer en la cuenta de que los llamados libros para niños no son creados por niños para que otros niños los lean, sino que son invenciones pergeñadas por adultos pero dirigidas el pequeño lector. Es decir, en su concepción misma, los libros para niños, no tienen su origen en la infancia, sino en el mundo adulto, uno que con frecuencia los despoja de cierta libertad y les sirve en bandeja lo que piensa que puede gustarles. Para qué les voy a engañar, la verdad es que veo ciertas similitudes con los caprichos de las deidades olímpicas para con los mortales. No me extraña que muchos niños quieran rebelarse ante semejante yugo...


Una pizca de historia...

Aunque podemos pensar que este utilitarismo del libro infantil es cosa de última generación, hemos de mirar hacia atrás para ver que esta situación no es nueva, sino que viene de lejos, de una época pasada.
La cosa empezó bien. Corrían tiempos en los que los seres humanos, las tribus, las familias, se reunían alrededor del fuego y contaban historias en las que la fantasía y la realidad aunaban sus fuerzas para entretener a todos los que allí se congregaban. Conforme crecía este acerbo cultural, las narraciones se volvieron más complejas y maduras, se enriquecieron de la vida misma.
No sabría decir si la cosa mejora o empeora cuando nace la escritura, esa que, al mismo tiempo, permite la conservación de estos primeros vestigios de la literatura infantil al paso que los prostituye en pro de la doctrina. Folcloristas como Perrault empiezan a incluir en estos relatos cambios que tienen que ver con los preceptos morales o las lecciones de vida. Es el germen de la literatura infantil al servicio de la pedagogía. (N.B.: Para profundizar más en el tema les indico esta entrada del blog de Pedro C. Cerrillo).
Si añadimos que la escuela se desarrolla y la lectura queda ligada más todavía a la adquisición de conocimientos que forman a los niños en diferentes disciplinas, la cosa se complica más todavía. Vamos, que lectura y aprendizaje se hacen inseparables desde entonces. Y si además añadimos que el colegio, esa institución en la que mucho tiene que decir el poder, está dirigida por la Iglesia y/o por lo que hoy día llamamos Estado, la lectura realizada por los niños, además de para aprender, queda adscrita al dogma, la moral, la fe o la ética. La infancia y su literatura nunca son independientes del mundo adulto y quedan supeditadas a un entorno en el que la intencionalidad es el fin. Los niños se pueden divertir a través de las palabras pero a cambio de obtener una serie de preceptos sociales, didácticos o dogmáticos.
Finalmente y para acabar medio bien, hace un par de siglos nacen los libros para niños como divertimento, para disfrutar y pasarlo bien, y se puede hablar así de una literatura infantil con dos vertientes que siguen vivas hasta el día de hoy, la del ocio y la de la didáctica.


Censura casera

Teniendo en cuenta lo que se ha dicho y desgranando más todavía esas cuitas que sobre la literatura infantil ha tenido el poder adulto (léase familiar, estatal o eclesiástico), no es una cuestión baladí la de prestar atención a la serie de mecanismos que se han ido desarrollando para “mantener a raya” (entrecomillo para que sonrían) a los pequeños lectores.
Censura, intervencionismo paterno, reprobación..., pueden darle el nombre que quieran, pero todas ellas se refieren a la capacidad de seleccionar, en este caso, las lecturas de nuestros hijos, sobrinos y nietos. Seguramente ustedes ya están pensando en las tretas del fascismo o el comunismo, y se les ocurren un sinfín de obras infantiles censuradas a lo largo de la historia (Además de La cocina de noche de Sendak o la última edición de la colección Los Cinco de Enyd Blyton, vean este post monográfico sobre la censura en la LIJ), pero lo cierto es que nadie habla de la censura privada, esa que tiene lugar en escuelas, bibliotecas públicas, jardines de infancia o sobre la estantería del salón. No es necesario que en la censura intervengan los gobiernos de un vasto territorio. No. La censura se puede llevar a cabo desde posiciones más modestas como las que ocupan todos aquellos que pululan en torno al libro. Padres o docentes, libreros o editores, pueden funcionar como agentes censores.
Muchos de ellos apelan a la capacidad empática de los alumnos (“¡Como esto lo lean mis alumnos se echan a llorar!”) o a las posibilidades comerciales de ciertas obras (“Es una maravilla pero seguro que si lo publico no vendo ni un ejemplar”) para no salirse de ciertas tipologías y aferrarse a lo que ellos consideran apropiado, pero lo cierto es que todo tiene el mismo nombre.
No creo que utilizar las preconcepciones sobre los lectores para justificar nuestros miedos, vergüenzas y prejuicios sea una forma sana de aupar la lectura, sino más bien de coartarla. Sería más sencillo ofrecer, guiar y que él niño seleccione, a reprimir el deseo lector con tal de quedar en paz con nuestras más profundas etiquetas.


El buenismo o la dictadura de la piel fina

Hablando de etiquetas no estaría mal que nos despojáramos de unas cuantas. Vivimos en un mundo global donde el encasillamiento es una constante. Pertenecemos a asociaciones de vecinos, grupos de consumo y hasta a partidos (¡Yo que tenía la esperanza que esto acabaría con el nuevo milenio!, pero se ve que no...). Nos definimos gracias a una serie de clichés y estereotipos que sintetizan de un modo u otro nuestra forma de pensar y de actuar. Esta serie de preceptos que otrora definían a unos, se han hecho extensivos a todos. El miedo a la perdida de votos, la necesidad de complacer a todos para seguir en el candelabro (¡Echo tánto de menos a la Mazagatos!), lo apropiado en política, eso de “lo pienso pero me callo”, es generalista y se palpa en todos los ámbitos, incluido el de la LIJ, uno si cabe más sensible a este tipo de fruslerías de lo correcto e incorrecto.
Por si todo esto les pareciera poco, hay que hablar de cierta paradoja dentro del buenismo imperante (sí, sí, ¡más madera!) que merece algo de atención... Últimamente han proliferado títulos sobre el emponderamiento de la mujer o el animalismo, pero sin embargo libros como El topo... de Holzwarth y Erlbruch son denostados por padres y educadores. No por escatológico, no, sino por hablar de algo tan humano como ¡la venganza! Ojo al panojo...
Pero... ¿Por qué? ¿Por qué negarse a leer libros sobre la guerra preventiva? ¿Por qué hay tantos libros con personajes negros? ¿Por qué tantos libros políticamente correctos? Cuestiones como la violencia, la venganza o la envidia que otrora estaban bastante presentes en cualquier libro infantil, han empezado a ser mirados con lupa en ese estado de sitio que llamé hace unos meses la LIJ edulcorada. Preferimos echar mano de productos paraliterarios en los que los nuevos lectores descubran las emociones o los estados anímicos, que abrirles la puerta al mundo. ¿Perdona?
Toda forma artística, llámese como se llame, tiene algo de transgresor. Romper con las normas, saltarse las concepciones, rebelarse contra lo impuesto, es algo bastante común en lo verdaderamente literario. La mayor parte de las veces con buen gusto, otras a bocajarro, los escritores tratan de ser críticos consigo mismos o con lo que les rodea, sin autocensuras o maneras. Perdónenme si les digo que lo que nos jode y nos hace mella es que no nos den la razón.
En una sociedad infantilizada (N.B.: ¡Cuántas paradojas hay en esto de la LIJ!) en la que vivimos, nos comportamos como críos que dan pataletas ante la primera negativa, ante cualquier colleja. Queremos vivir inmunes ante la realidad, ante los demás y sus maldades, ponernos una venda y ser felices, vivir en exceso de las maneras. Duele todo, todo pesa. Si ya no podemos leer palabras en los libros, palabras como “cigarro”, “amanerado” o “metralleta”, ¿dónde está el mundo? ¿dónde se queda? Sólo esperemos que obras como “La isla del tesoro” o “El guardián entre el centeno” no sean condenadas por ofensivas e insanas.
¿Y las consecuencias de todo esto? ¿Cuáles son? Nuestro espíritu crítico acaba guiado por un discurso artificial y vacuo que poco tiene que ver con la experiencia personal y la realidad que nace cada día, sino con la supuesta perfección que se espera de nosotros, algo que nos coarta y nos lleva a establecer prioridades inexistentes. Tenemos que cumplir con la sociedad y por ello reprimimos la lectura libre de nuestros hijos. Retroceso, puro y triste retroceso.


Crianza + Responsabilidad = ¿Exceso + Postureo + Mimetismo + Autocomplacencia?

No me digan lo que es un niño o un adolescente. Ya lo sé. Llevo trabajando en la educación muchos años. Criar a un niño no es sólo alimentarlo y vestirlo. Ofrecerle herramientas para desenvolverse en el mundo, empujarle a conocerlo, sosegar sus impulsos, enseñarle a ser uno mismo o enfrentarse a sus miedos, son algunas de las responsabilidades del adulto para con ellos.
Todo eso poco tiene que ver con eliminar de la faz de la tierra su propio papel dentro de este proceso. El niño también forma parte de esta sociedad, no es una marioneta, no es ningún muñeco, algo que empiezo a observar cada vez más desde que la crianza de los hijos se ha convertido en la obsesión de muchos/as, una carrera de fondo en la que todos compiten (“Si tu nene es muy listo, ¡el mío más!” “¡Ay, mi niño, el más guapo del mundo!”), un mundo excesivo donde hijos muy deseados son el último peldaño hacia la gloria divina.
A esta realidad hay que unir la omnipresencia de las redes sociales y los medios de comunicación de masas. Estamos bombardeados por opiniones e información de todo tipo. Cada día aparece un nuevo gurú que nos aconseja o alerta sobre esto o lo otro. Que si el aceite de palma, que si el dame teta, que si las papillas de cereales transgénicos, que si los libros de Gerónimo Stilton... A ello hay que añadir que Facebook e Instagram son los escenarios elegidos para hablar de las experiencias maternales, para alardear y enseñarle al mundo los maravillosos padres que somos, y claro, la cosa se torna postureo (¿Por qué se me vendrá a la cabeza eso de “Excusatio non petita accusatio manifesta”?).
Llegados a este punto hablemos del mimetismo del que participamos en estos foros. El mundo ilusorio de las redes sociales nos empuja a una homogeneización, a lo ideal. Todos queremos ser los padres perfectos, sin taras, dichosos y felices. Pero también hay que tener en cuenta que este panorama irreal donde es difícil encontrarse y estar cómodo tomando como ejemplo figuras de referencia que parecen sacadas de catálogos de Prenatal y no de la Calle Ancha, nos condena a una serie de dualidades a las que es difícil hacer frente. ¿Y si erramos? ¿Y si fracasamos? Dios quiera que no tengamos que echar mano de psiquiatras y psicólogos para ayudarnos.
En el fondo creo que este hiperpaternalismo tiene más de autocomplaciente que de práctico (Inciso: No hay termino medio. Antiguamente todo el mundo pasaba de los críos y ahora el empalague es casi repugnante), ya que acaba con la independencia de los críos en pro de las expectativas adultas, algo que también se relaciona con los libros. Los libros infantiles han pasado a ser un capricho de los padres, una herramienta proteccionista que los encapsula en un mundo deseado, etéreo, fútil y frágil. Que los niños lean lo que nosotros queremos, que construyan sus gustos y anhelos en base a los nuestros es un sinsentido ya que al final no podrán construir los propios, y su mundo y lecturas serán gobernados para satisfacer a los adultos.


La varita mágica de la LIJ: Píldoras, terapias de choque y libros que funcionan como padres

En los tiempos que corren parece que el libro infantil es el remedio de todos nuestros males. El bullying, la falta de apetito, el abuso sexual, la incontinencia urinaria o la falta de sueño son problemas que acucian a los niños y que los álbumes u otros artefactos deben resolver implacablemente, pero ¿es eso cierto?
No dudo del poder terapeútico de los cuentos infantiles, ni de que estos puedan abrirnos puertas o cerrar ventanas, pero pretender que sustituyan a los fármacos, las terapias o las figuras de referencia paternas, es algo que se me figura descabellado. El objeto libro puede ser un apoyo a la hora de afianzar hábitos y de modificar costumbres poco deseadas, pero presuponer que a través de la lectura los niños sean capaces de enfrentarse al mundo es demasiado pa'l cuerpo.
Hurgando en el pasado creo que no me equivoco al afirmar que esta concepción maniquea de lo emocional y psicológico en la LIJ tiene mucho que ver con tres cuestiones:
a) el psicoanálisis de los cuentos de hadas cuyo mayor exponente se encuentra en la obra de Bruno Bettelheim y que ha sido muy defendido por psicólogos y estudiosos de la semiótica,
b) las tendencias de animación a la lectura que se desarrollaron en los entornos educativos y bibliotecarios de la segunda mitad del siglo XX y el presente siglo (se me vienen a la cabeza la celebración de los días de la paz o la mujer como reclamo para potenciar la lectura), y
c) la producción de obras infantiles que buscaban una ruptura con ciertos estereotipos antiguos y que han servido de acicate para una visión progresista de la LIJ (Seguro que han leído Arturo y Clementina y Rosa Caramelo... pues ya saben...).
Quizá todos estas realidades tengan su razón de ser y estén más que justificadas en ciertos contextos, pero lo cierto es que, hoy por hoy, no han ayudado a la percepción que la sociedad tiene de los libros infantiles y la orientación utilitarista que se les da desde el ámbito familiar o escolar.
Por último y como síntesis, les traslado con cierta mezcla de sorna, surrealismo y tristeza, la anécdota que narraba hace poco Ana Cuesta, una compañera librera. Contaba que unos abuelos habían acudido a ella para adquirir un libro dirigido a prelectores que dijera palabras. Ella les recomendó todo tipo de libros sobre retahílas, juegos corporales o canciones, pero los clientes le espetaron con crudeza que no les servían porque los padres de la criatura jamás iban a perder el tiempo en esas cosas por mucho que ellos se empeñaran. En definitiva, ellos quería un libro que hiciera las veces de mamá o papá y le enseñara a hablar a su nieto.
¿Llegará el día en el que los libros hablen, arropen a los niños y les preparen el biberón? ¿Se publicarán libros para acabar con la impotencia sexual, la obesidad mórbida o la esquizofrenia? Si todo esto acontece algún día, una honda tristeza calará en mi corazón.


Modas literarias pasajeras

Aunque toda forma de literatura ha sido creada en un contexto espacio-temporal concreto y por lo tanto se adscribe a una forma y estilo de vida, la buena literatura tiene la capacidad de ser universal y atemporal, es decir, puede ser asimilada e interpretada por un lector independientemente de cuándo o dónde fuera gestada, y el discurso, aunque moldeable, permanece en el ideario colectivo.
Esto no sucede así con todos los libros, sino que solo unos pocos trascienden para que el resto caiga en el olvido, algo que también le ha sucedido con ciertas prendas de ropa o músicos de cualquier estilo. Es lo que llamamos las modas literarias... Pero Román, si como bien tu dices, dentro de unos años, nadie se acordará de todos estos libros evanescentes, ¿por qué te preocupan tanto?... Vamos a ver, melón, lo que me preocupa es la regla de la repetitividad, esa de la que habla la teoría de la justificación. El hecho de que este tipo de libros abunden instaura cierta justificación para con ellos que sí acaba siendo peligrosa ¿acaso no lo ves?
Tampoco debemos olvidar que las tendencias son también instrumentos comerciales. El libro infantil es un negocio en toda regla en el que autores, distribuidoras o editoriales son los primeros beneficiados y les interesa vender lo que el público reclama. Un plumero que se les ha visto a muchos con la moda de los emocionarios y los libros de valores.
Así es como entramos en el eterno conflicto entre negocio y arte... ¿Tiene responsabilidad la industria en esta realidad? ¿Las editoriales de literatura infantil están comprometidas con la lectura o consigo mismas? ¿Adaptar o ser fieles a las versiones originales de los clásicos tan poco solicitadas por el público? ¿Deben los autores escribir para comer o por amor a lo literario, para sí mismos o para los lectores? ¿Son lícitos, literariamente hablando, los encargos paraliterarios? Todas estas preguntas y muchas más en ese juego que enriquece a la industria pero empobrece al lector... ¡¿O es al revés?!


¿La literatura al servicio del mundo o el mundo al de la literatura?

Siempre he defendido que la literatura, ficticia o no, se alimenta de las vidas de los hombres, de lo que les rodea, de lo que imaginan, sienten y observan. El libro literario es la extensión poética del mundo. Es por ello que muchas veces nos resulta difícil abstraernos de la realidad para interpretar un libro, para conocer su esencia. Todos sentimos afinidad por ciertos libros dependiendo de nuestras vivencias, pero también escogemos otros por nuestros prejuicios o complejos, los valores que defendemos, nuestra formación académica o lo que detestamos. Algunos preferimos tendencias más poéticas, otros más transgresores, los de más allá se decantan por la discriminación positiva y un número ¿reducido? leen por lo que les transmite la portada.
Sin embargo y aunque no lo creamos como adultos, lo verdaderamente difícil para un niño es elegir, es no titubear ante varias propuestas de lectura, decidir qué es lo que quiere, algo que no consiste en frases publicitarias del tono “Leer te hace más libre”, sino ser libre a la hora de elegir, una tarea en la que niños y adultos entramos a formar parte, esa en la que el mundo se pone al servicio de la literatura y de paso, al de los lectores, grandes y pequeños.

*Todas las imágenes que acompañan a esta entrada pertenecen a la obra ¿Para qué sirve un libro? de Chloé Legay y publicada en castellano por la editorial Bira Biro.

miércoles, 7 de octubre de 2015

Sobre LIJ edulcorada e inofensiva


Siempre que doy un rulo por una biblioteca o librería (el finde pasado estuve en unas cuantas), constato que las secciones dedicadas a la literatura infantil se encuentran atestadas de libros inofensivos, dulces, evocadores, ñoños, cursis o suaves (si se les ocurre algún adjetivo más, háganmelo llegar), la llamada “LIJ edulcorada”, algo que llama la atención de muchos habitantes del mundo LIJ, pero que al aquí firmante, poco le sorprende por una serie de causas entre las que cuento las siguientes (no me dan mucho de sí las neuronas..., perdónenme si no lleno muchas de sus lagunas...).


Seguramente la gran cantidad de títulos dedicados a besos, abrazos y otras terneces que haya en las estanterías, sea directamente proporcional al número de libros que se editan, lo que nos lleva a pensar que son los propios editores los que buscan estos productos de manera sistemática. En parte se deberá a que redundará en los beneficios, y en parte a las tendencias clásicas que siempre han primado dentro del sector. Como apunte decir que, sólo unos pocos editores, autores e ilustradores (los más independientes), han decidido desmarcarse de esto y virar hacia producciones diferentes, más bizarras, arriesgadas y complicadas, intentando así un tránsito “revolucionario” hacia los derroteros más subversivos de la LIJ..., algo que, aunque favorable (hay que valorar estos pasos hacia delante), no ha tenido unos efectos muy deseados sobre las ventas, y obliga a volver de nuevo sobre el camino dictado por los consumidores (la segunda causa a tratar...).


Aunque de tanto en cuanto se recuerda desde ámbito de los libros infantiles la necesitad de establecer una diferencia entre la “LIJ que leen los niños” y la “LIJ que los niños consumen por decisión paterna”, esta es la clara evidencia de que los adultos siguen inmiscuyéndose en qué deben leer sus hijos. Es por ellos que sigo manteniendo que los grandes, esos reyes de la censura, del gesto compungido y el realismo lapidario, son los encargados de adquirir títulos edulcorados, más bien para construir un mundo (¿el suyo?) más asequible y sencillo (¿para ellos?) en el que sus hijos puedan crecer sin problemas y de la manera más sencilla (¿Algún psicólogo en la sala? ¿Cree usted que es más factible sumergirse en la realidad literaria para ser consciente de que en la vida hay de todo, o prefiere atiborrar de ansiolíticos a los futuros jóvenes por el idealismo de los libros?).


Por último y aunque a algunos les joda, esta cuestión empalagosa del libro infantil tiene mucho que ver con el lado rosa de las cosas (y de los hombres, que hoy día somos mu' flojos y empalagosos... si no me creen, échenle un vistazo a Bustamante...). Aunque no creo que la denominada “literatura femenina” extienda su mano sobre la LIJ, sí creo que la mujer (figura sobre la que tradicionalmente a recaído la tarea de la crianza), estadísticamente más sentimental, visceral y muy dada a la resignación, mangonea bastante en el mundo de los libros para niños.
N.B.: Antes de que ustedes generalicen sobre algo que yo no he dicho (que ya veo a más de una bibliotecaria convirtiéndose en dragón), hagan su propio estudio de campo: acérquense a un par de librerías de su ciudad, busquen la sección de literatura infantil y ¡voilá!, ahí verán a LA dependiente (maten al dueño de la librería, si quieren), para que, de mujer a mujer, de madre a madre, les aconseje sobre el título más indicado para su hijo/a (algo que, paradójicamente choca con el hecho de que muchos de los libros más canallas de la literatura infantil hayan sido escritos por mujeres... pero esa es otra historia...).
A pesar de este envoltorio aterciopelado en el que encontramos a muchos libros, he de decir que hay algunos autores que, aunque se decantan por temas ligeros e inofensivos, añaden ciertos recursos (estilísticos o ilustrados) que les restan cierto grado de buenismo y les dan un aire canalla que los transforman en un producto de consumo más que aceptable para estos niños del siglo XXI que necesitan algo más que suaves palabras, moralina y constructivismo.