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sábado, 4 de febrero de 2023

Dos historias sin palabras




Estaba leyendo Panfletos, sermoncillos y brindis al sol, un libro de Vicente Ferrer que conmemora los veinte años de la editorial Media Vaca, cuando me ha venido a la cabeza eso de las palabras, unos artefactos humanos de una naturaleza sin par.
Las palabras son tan necias como sagaces, duraderas y efímeras, también laxas o rígidas, volubles y precisas. Las palabras son tan extrañas como el ser humano. O quizá no, porque bien pensado, el ser humano es el animal más corriente que conozco, más simple que el asa de un cubo. De complejo tiene poco… o mucho, según se mire.


Estoy aprendiendo a quitarle hierro a las palabras, a tomármelo todo con inexplicable tranquilidad. Obvio a los medios de comunicación, a mis seguidores, a mis detractores, a los amigos y a los vecinos. Ignoro incluso a los libros, pues no hay nada más bello que tomarse la literatura con ligereza para disfrutarla a manos llenas.



Ninguna palabra es tan importante como para dar tu vida por ella y sin embargo todos los días mueren montones de personas por culpa de ellas. Creo que las palabras están sobrevaloradas, sobre todo cuando alguien se empeña en decir una más alta que la otra. Por eso llevo a gala esa de “A palabras necias, oídos sordos”, una máxima que brevemente nos acerca al silencio, ese lugar tan generoso al que volver gracias a los libros donde las imágenes son las protagonistas.
Los dos libros silentes de hoy son Zoo, un libro de Jesús Gabán publicado por Diego Pun Ediciones, y Día de pesca, una creación de Laurent Moreau editado por Pípala.


En el primero, Gabán, uno de los ilustradores más prolíficos de nuestro país y ganador del Premio Nacional de ilustración Infantil y Juvenil en los años 1984, 1988 y 2000 (sigo buscando un ejemplar de El payaso y la princesa...), se aventura en el mundo de los animales mediante una serie de láminas que reúnen diferentes tipos de animales, no sólo del mismo grupo taxonómico, sino con características semejantes.


Unos viven en mitad del desierto, los otros son más nocturnos que diurnos, y los de más allá pegan saltos para desplazarse. Mamíferos, reptiles, aves, insectos… un verdadero zoológico presentado por un chaval que se mimetiza entre ellos, nos ofrece pistas para averiguar la temática de cada doble página y sirve de hilo conductor en este juego de observación donde hay detalles que también ayudan a desbordar la imaginación (¿Ven lo que se dibuja en las manchas de la jirafa?).


En ese Día de Pesca que nos presenta el autor francés, tenemos la historia de un señor que a lomos de una bicicleta se dirige con sus aparejos de pesca a la orilla del mar con intención de capturar algún pez. Pasamos las páginas y vemos como la ciudad se despliega ante nosotros. Edificios, calles, comercios y vehículos lo acompañan en su camino.


Del mismo modo que sucede en otros libros similares (véase El arenque rojo), Moreau convierte lo que en principio iba a ser una historia bastante lineal, en toda una verdadera novela coral donde un sinfín de personajes toman parte de la acción y a los que el lector puede seguir gracias a manchas de diferentes colores que sirven de señuelo visual. Con mucho humor, dinamismo y tensión narrativa, no pueden perdérselo.

miércoles, 2 de diciembre de 2020

Mirar hacia ¿delante?


Si hay algo que no me ha sobrado durante los últimos días, ha sido precisamente el tiempo. Tras un par de semanas de exámenes, muchas horas de corrección (sigo odiándolo con todas mis fuerzas… lo mejor de todo es que creo no ser el único…) y unas cuantas tardes pegado al ordenador (ya saben que ahora nos reunimos gracias a la web-cam), por fin doy por concluido el primer asalto del curso.
Aunque podría centrar mi prosa en hablar de los resultados, de lo maravillosos que son mis alumnos, de sus calificaciones y de lo estupendo que soy como docente (si no me lo dice nadie, me lo digo yo, ¡hale!), prefiero obviarlo (¿acaso no he tenido bastante empacho?) y dedicarme a pensar en todo lo que podía haber hecho durante estos meses de fervor coronavírico. 


Me perdí un cincuenta cumpleaños sobre el Támesis, el periplo iniciático que traza el camino desde Roncesvalles hasta Santiago, el correspondiente fin de semana en Brighton (si no hay fuegos artificiales, no es verano), un par de visitas a Málaga y otras tantas a Madrid (que nunca falla). Unas cuantas salidas con mis alumnos (que si los pueblos abandonados, que si las aulas de educación ambiental o las rutas científicas).
 

No todo hubiera consistido en viajar, que también hay cosas por hacer en el hogar, como cambiar las ventanas (mi salón en invierno es pura ventisca) o darle otro aire a la cocina (no se crean que tengo una de esas italianas). Me hubiera gustado pintar un mural en el salón (si no lo hice en el confinamiento, creo que “nunca mais”) o empezar a experimentar con el barro sobre el torno (siempre he tenido esa curiosidad). 


“¡Basta ya de lamentarse!” me digo a mí mismo. “Estamos de acuerdo en que el tiempo perdido no se puede recuperar (sobre todo cuando hablamos de casi un año), pero sí es cierto que, como bien se dice en Un tiempo para todo, el álbum de los siempre precisos y evocadores Christian Demilly y Laurent Moreau y recién editado por Fulgencio Pimentel en su colección infantil, debemos tratar con esmero al futuro, pues el pasado ya es historia.
¿Para qué calentarnos la cabeza con lo que no pudo ser? Es mucho mejor tener proyectos, obviar lo que no fue y comenzar a ordenar la vida y los tiempos, pues quizá los días que vengan nos traerán lo diferente como si de una cura vital se tratase, que para eso llevamos mucho tiempo esperando.
Desde la cautela y una paleta de color brillante, los autores nos lanzan una mirada optimista donde la naturaleza y lo humano fertilizan el ahora familiar, dejando que las metáforas vegetales siembren de vida los momentos idóneos aun cuando todavía no han sucedido.