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lunes, 16 de noviembre de 2020

(con)Fabulando por la lectura


Si alguno de ustedes tiene a bien leer El infinito en un junco, el best-seller de Irene Vallejo y flamante premio nacional de ensayo, se dará cuenta de que le debemos mucho a los griegos, no sólo por inventar la democracia, sino también por mantener a buen recaudo gran parte de las obras de la antigüedad, velando no sólo por las propias, sino también por las ajenas, anteriores o contemporáneas a las suyas, un verdadero ejercicio de “generosidad” (entrecomillo porque siempre hay algo de egoísmo en todo esto) para los que vinimos después.
Además de exponer esta realidad desde una perspectiva histórica y una visión un tanto poética, Vallejo se detiene en algunas de las obras que han trascendido al tiempo y sobre las que se fundamenta la cultura occidental, como son la Ilíada de Homero o las tragedias y comedias griegas. No obstante eché de menos algo de más chicha cuando habló de Esopo, un “autor” que a los monstruos nos interesa bastante (queda disculpada pues el trabajo es magnífico y hay que disfrutarlo sí o sí). 


Y digo esto pues Esopo, ese creador que, como Homero, ha quedado rodeado (¿o sepultado?) por un aura misteriosa, es uno de los pioneros de la literatura infantil, pues sus fábulas pertenecen a ese corpus de obras adultas que los niños han tomado como suyas (instados tal vez por los adultos) desde que la infancia es infancia. 


Recordemos que la fábula es un relato que trata de los problemas o vicios humanos y contiene enseñanzas de tipo moral pero no se adscriben al plano espiritual y/o religioso (léase parábola). Esto es interesante pues, aunque constituyen un género didáctico para todo tipo de público (N.B.: las fábulas de Esopo no sólo quedaban adscritas al vulgo o los niños, sino que fueron lectura obligatoria en innumerables universidades durante el Renacimiento), contiene elementos y figuras estéticas de importancia para el corpus de la ulterior LIJ, como son el de la personificación de animales y objetos, tan utilizado en todo tipo de narraciones infantiles incluso hoy día (ver aquí el ejemplo de las Fábulas de Lobel), y el uso de personajes arquetípicos donde abundan los antagónicos (por ejemplo lobo-cordero). 


Quizá Esopo no inventó nada, pues la fábula ya pululaba por Mesopotamia y fue cultivada por Hesíodo, pero sí establece un punto de partida para el estudio de estas voces narrativas que, desde la brevedad, juegan con la fantasía y el propio pensamiento humano, pues son recurrentes, no sólo en el ideario cultural, sino también en el cotidiano –sabiduría popular lo llaman-. 


Por todas estas razones, abro esta semana LIJera (habrá de todo, les aviso) con la nueva edición que Reino de Cordelia nos trae de las Fábulas de Esopo esta vez acompañadas por las ilustraciones del genio Arthur Rackham, artista al que ya le dedique un monográfico (¡Hagan click AQUÍ y disfruten!). En ella, además de las 206 narraciones que la tradición fabulística atribuye directamente a Esopo, un esclavo semilegendario procedente de Samos del que se sabe más bien poco a pesar de que genios como Velázquez le hayan puesto rostro (el desconocimiento siempre pergeña mitología), también contamos con 78 de las composiciones de Fedro y Babrio, dos autores pertenecientes a la Roma imperial que si bien crearon sus propias fábulas, también remozaron las del genio griego (de ahí que Esopo hoy día reúna varios nombres bajo una misma denominación). 


Fábulas conocidísimas como la zorra y el cuervo, el perro con un trozo de carne, la tortuga y la liebre, el ratón de campo y el ratón de ciudad o la cigarra y la hormiga, conviven en este volumen con otras igualmente extraordinarias como Boreas y Helios, el águila y el escarabajo, el viejo y la muerte, el estómago y los pies, o la encina y la caña. 
No se lo piensen: regalen(se) este pedazo de libro, pues hará el deleite de todos.

lunes, 18 de mayo de 2020

Una pizca de conocimiento



Decía mi abuelo materno que su suegra, mi bisabuela, sabía “representar” muy bien. En palabras manchegas se refería a la capacidad de aquella mujer para comportarse debidamente en cualquier situación. No es que fuera camaleónica ni perteneciera a la burguesía ni se dedicara al protocolo, sino más bien una señora del siglo pasado, más bien prudente, silenciosa y con mucho conocimiento, algo que por aquí traducimos como observar, sopesar pros y contras, y actuar con corrección y respeto. Es lo que hoy en día, dentro de esa verborrea política imperante se definiría como “sabiduría”, algo que para mí tiene otras connotaciones.


Precisamente eso es lo que está faltado en estos tiempos de pandemia en los que el sentido común se ha visto diezmado por el egoísmo más asqueroso. Y aunque les parezca que mis palabras se dirigen al vecino, les aviso que no, que también son para mí, para ustedes, para todos los que nos creemos que el prójimo es el culpable de nuestros males comunes. El uso de la mascarilla, el distanciamiento social, ponerse los guantes, evitar el contacto… Todos creemos seguir a rajatabla las nuevas recomendaciones del modus operandi, pero sin embargo todos vemos cómo alguien incurre en la dejación de estas.


Es cierto que mucha gente lo hace adrede, pero también lo es que muchos, entre los que me incluyo, todavía no se han habituado a una anormalidad llena de hábitos algo increíbles que nos cuesta automatizar. En vez de cagarnos en todo y lanzarnos a despotricar (cosa a lo que alientan muchos sectores del nuevo estado opresor), nos iría mejor ponernos en otros pellejos, practicar la cortesía y entender la causa de unas maneras que nos pueden parecer deleznables. Eso también forma parte de esa solidaridad que tanto se menciona en algunas televisiones.
Meterse con los madrileños (como si no tuvieran bastante), demonizar a los niños (pobres), atacar a bares y parroquianos (Algún día habrá que enfrentarse a un virus que ha venido para quedarse), criticar al optimista y rajar del pesimista (como si no fuera bastante rasero la vida) o dedicarse a dar lecciones de civismo (Quizá no me he puesto la mascarilla porque he desarrollado inmunidad o estoy en mitad del campo), no son buenas opciones.


Yo, como siempre, me decanto por el “oír, ver y callar” (a veces este último lo cambio por “actuar”) de toda la vida, una máxima que se lleva practicando desde la antigüedad y de la que dan buena cuenta obras como las Fábulas de Esopo, el ¿escritor? griego archiconocido por sus pequeñas narraciones y del que hoy hablamos gracias a Blackie Books y una de sus últimas novedades en formato álbum.
Partiendo de ocho fábulas rimadas y adaptadas por Elli Woollard e ilustradas por Marta Altés, la editorial catalana presenta a los niños el mundo de la moraleja, uno construido a golpe de animales humanizados que se ven envueltos en situaciones cotidianas que siempre llevan implícita una enseñanza tanto para pequeños como para grandes lectores.


Con una vuelta de tuerca y una estética desenfadada gracias a la mirada siempre acertada de la ilustradora, vuelven a las librerías el ratón de campo y el ratón de ciudad, el asno con piel de león, los dos viajeros y el oso, la liebre y la tortuga o el mono y la raposa, breves narraciones que siguen vigentes independientemente de los cambios que se obren en el mundo.