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miércoles, 14 de abril de 2021

Oficios extintos y olvidados


El progreso es el olvido. No hay mayor ejemplo para esta afirmación que la cantidad de oficios que se han perdido durante los últimos cien años, una época donde la tecnología y la industrialización han cambiado nuestras necesidades y formas de consumo. Esto ha llevado aparejada la desaparición de un sinfín de actividades que otrora fueron muy comunes o simplemente se han convertido en relícticas (me encantan estos palabros biológicos).


Hace mucho tiempo que no veo cobradores de autobuses (imaginen lo importante que era un oficio como este en el Londres de hace décadas) ni ascensoristas (si te descuidas, las máquinas de hoy día son capaces de adivinar a qué piso quieres subir…). Los serenos desaparecieron hace tanto que nunca llegué a escuchar el zurrir de sus llaves. Aguadores y aladreros tampoco existen (los primeros vendía agua potable cuando el suministro estaba de aquella manera y los segundos reparaban carros y carretas).
Algo parecido sucede con el paragüero (el último lo vi en Winchester hace más de diez años… ¿será porque en Europa todavía hay paraguas buenos que merece la pena arreglar?) o el campanero (¿Ustedes distinguen entre el toque de arrebato, repique o difuntos?). Muy pocos saben hoy día cómo funciona un molino y mucho menos un batán (este artilugio es un engendro hidráulico con unas palas de madera que golpeaban los tejidos para darles consistencia después de su fabricación.


En aras de la nostalgia y para combatir esa pérdida del patrimonio cultural y laboral, hay personas que están recuperando todos estos oficios, pero lejos de buscar sustento con ellos, los consideran otra afición más. Es el caso de los esparteros que crean nuevas formas a base de fibras vegetales. Lo mismo pasa con los cesteros, que sobreviven en los pueblos donde mimbreras y castaños ayudan a la economía familiar, las bolilleras y sus encajes (que valen un dineral) y algún que otro afilador que recorre durante el verano los barrios de la periferia con su flautín anunciador. Los menos son los barquilleros, que pululan por algunas ferias con sus juegos de ruleta.
Si todo sigue así, auguro que pronto desaparecerán los kiosqueros (periódicos digitales mediante), los acomodadores (algunos quedan por ciertos cines y teatros, pero ya veremos los que sobreviven tras la pandemia), los ebanistas (¿Han visto ustedes un mueble de madera últimamente?) o los churreros (muy a mi pesar y con tanto defensor de la comida saludable, dentro de nada son capaces de declararlos delinqüentes). Y nos entrará mucha pena.


Algo parecido debió sentir Sophie Blackall cuando se decidió a contar el día a día de un farero en su ¡Hola, faro!, un álbum que edita en castellano Lata de Sal esta primavera pero que hace unos años obtuvo la Medalla Caldecott. No es para menos pues este libro a caballo entre la ficción y la no ficción, tiene mucho que contar sobre una profesión de la que actualmente no queda ni rastro.
Empezando por el formato (uno vertical, como era de esperar hablando de faros) y terminando por los recursos narrativos que utiliza en sus ilustraciones, esta mujer de cuyo trabajo hablé hace unos días consigue hilar una historia donde descripciones y emociones se entrelazan para impregnar al lector del modus vivendi de estos trabajadores y sus familias. Limitaciones, ventajas, alegrías, tristezas y más de una curiosidad llenan las páginas coloristas de un libro que mira al pasado tendiendo un puente al futuro.


Disecciones arquitectónicas, paseos circulares de madres gestantes, valor y solidaridad, escaleras de caracol, puestas de sol únicas y otros horizontes de ensueño son algunos de los motivos que encontrarán para enamorarse de un libro sencillamente exquisito que ejerce de luz y guía.



domingo, 4 de abril de 2021

Un álbum luminoso y atemporal


Es domingo y tengo ganas de reseñar un libro bonito, de esos que te roban el corazón nada más leerlo. Y como eso precisamente es lo que me sucedió con Si vienes a la Tierra, un álbum de Sophie Blackall -autora de la que hablaré más de la cuenta durante este mes de abril-, aquí lo tienen. Publicado por Anaya en nuestro país, este libro de no ficción que acaba de llegar a las librerías es un verdadero regalo.


Partiendo de una idea personal en la que ha invertido cinco años de trabajo, la autora nos presenta a Quinn (si leen el epílogo sabrán quien inspiró al personaje, al igual que sucede con el resto de los que aparecen en sus páginas), un niño que escribe una breve carta a un hipotético extraterrestre para explicarle cómo es nuestro planeta y quiénes somos nosotros. Es así como Blackall desarrolla una especie de guía turística sobre la Tierra y sus habitantes, una serie de pinceladas que ayudan a comprender el funcionamiento de nuestro mundo.


Partiendo de esta sencilla premisa la autora australiana residente en Estados Unidos consigue hacer un libro atemporal. Si les dijera que se editó hace décadas no les extrañaría. Tampoco si lo vieran en su librería de referencia dentro de diez años. Esto se debe principalmente a dos características. En primer lugar se desarrolla sobre un texto breve, directo, descriptivo, con alguna pincelada de humor y sin artificios ni demasiados juicios personales. La segunda es que utiliza unas ilustraciones clásicas -la acuarela es la técnica principal- que se enriquecen gracias a composiciones muy estudiadas (dípticos, dameros o mosaicos) y recursos narrativos gráficos donde abundan metáforas, disyunciones o juegos a golpe de página.




Mucha gente puede considerarlo un libro comercial, pero ya les aviso de que ojalá todas las lecturas independientes tuvieran la fuerza de este. En contraposición de lo que muchos piensan, es posible dar vida a un libro impactante sin necesidad de utilizar ilustraciones vanguardistas o escritura experimental, algo por lo que también se podría haber optado. Pero en este caso, la honestidad y lo sincero han estado por encima de cualquier otra decisión. A veces sólo hace falta creer en un proyecto personal y sacar lo mejor de uno mismo para elevar un discurso universal como este, algo que la señora Blackall ha hecho de nuevo.


Si tienen a bien recorrer esta casa llena de puertas, darán buena cuenta de su colorido, la luz que desprende y sobre todo, de su mensaje esperanzador, algo que se agradece sobremanera en estos tiempos que corren y que podría considerarse una especie de cápsula del tiempo llena de ternura y humanismo.


Guiños a la música, a la lengua de signos o al braille, a lo evidente y a lo invisible, a la pobreza, a la guerra o al amor. Desbordante como todos los buenos libros, es capaz de aunar información y emoción sin olvidar el gran tributo al ser humano y su diversidad que la autora hace desde lo poético. 
Léanlo, es una orden.


lunes, 4 de enero de 2016

Desbordando la natalidad


Si algo le pido a este año nuevo es que se desborde la natalidad en España, que ya está bien la broma...
Necesitamos mucho niño en las guarderías, en las escuelas, en los institutos... Vamos, que ya saben lo que tienen que hacer en estos meses de invierno ficticio: irse a Benidorm y darle un buen meneo al cuerpo, que la cosa está muy mal. 
Sí, sí..., cuéntenme que esta vida no es apta para familias numerosas... La bolsa anda por los suelos, la prima de riesgo escalando puestos, sin gobierno que nos toree y, hartos de comidas navideñas, necesitamos un mes de ayuno. ¡Déjense de excusas y pónganse al quite! (este sujeto nacido en los ochenta ha conocido otras crisis económicas, otros chándales, otras fiestas de cumpleaños, otros coches...). 
Me da igual que necesiten un monovolúmen para transportar a la prole, que tengan que hipotecar su tiempo en cambiar pañales, y que quieran dárselo todo a todos (como dice el anuncio “¡Error!”), pero es una gran satisfacción para los ginecólogos traer almas al mundo.


Soy consciente de los problemas que traen los hijos a casa (ya saben de mi otra faceta de orientador paterno), de las dificultades de su crianza y de otros sinsabores y decepciones (los hijos somos unos desagradecidos... dar poco y chupar mucho), pero también hay que pensar en el futuro (uno con cierto colorido, que siempre es de agradecer), en la necesidad de nuevos contribuyentes al sistema de pensiones y de salud patrio (hay que ser práctico y dejarse de poses vanas) y sobre todo, de nuevos lectores de LIJ. 
Seguramente, quienes más deban de alzar su voz en esto de engendrar vástagos sean las mujeres (que también quieren tener independencia económica e irse de parranda), pero como el aquí firmante es bastante osado, aunque no pueda dar a luz, les anima a dejarse los -ismos a un lado y poner un grano de arena por barba (¡Qué invasión tan peluda! A ver si volvemos a las caras despejadas y luminosas...), yo aguantando y ustedes, pariendo.


Seguramente, durante el día de hoy, tendré muchos padres amigos (y enemigos) que se sientan aludidos por este post, pero lo cierto es que, además de defender una causa bastante necesaria tanto dentro de nuestras fronteras, como en el resto de Europa, me ha servido para introducir El árbol de los bebes de Sophie Blackall (editorial Kókinos). 
Este álbum informativo nos expone de un modo delicioso (secuencial, rítmico, diferente y, cómo no, con cierto toque humorístico) de dónde vienen o cómo se fabrican, los hijos. Lleno de infografías ágiles y muy simpáticas, de imaginación desbordante y mucho cliché, nos pone en el pellejo de una serie de personajes que dan su particular visión de la reproducción humana a un niño preguntón. Al final, son los propios padres deciden poner algo de ciencia en tanto embrollo y explicar el mecanismo para traer churumbeles a este mundo.
Así que, pasen las páginas y, aunque sea un libro orientado a primeros lectores (y a mayores que tienen que hacerle frente a una pregunta muy incómoda), es tan genial y acertado que siempre pueden aprender algo (se sorprenderían de cómo están algunos cuarentones de mal informados).