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miércoles, 11 de mayo de 2022

Yo conocí a Marina Abramovic



Corría 2014 y yo decidí pasar aquel verano en Londres para evadirme un poco de los problemas personales que habían caído sobre mí como una losa de tristeza. Respirar un poco y dar rienda suelta a nuevas experiencias era el leitmotif de un paréntesis necesario.
Me alojé en una residencia universitaria cerca de Old Street, el East London, y por las mañanas iba a correr por Shoreditch Park o a dar un paseo alrededor de los London Fields en Hackney. Estaba estirando un día cuando un tipo se puso a darme palique. Tenía más o menos mi edad. Benjamin Sebastian, artista australiano que pretendía abrirse un hueco en el panorama londinense del arte efímero. Simpático y buen conversador. Del look mejor ni hablar.


Empezamos a coincidir dos o tres veces por semana y entablamos amistad. Como estaba en stand by por culpa de las trabas administrativas y otras miserias gubernamentales, se dedicaba al ocio. No tenía prisa y las charlas se alargaban yendo de las ovejas merinas a las houseboats de Regents Canal.
Un día me dijo que no podía ser tan indiferente hacia el arte moderno y, ni corto ni perezoso, me montó en un par de autobuses, el medio de transporte favorito entre los londoners, y me llevó hasta la Serpentine Gallery en Hyde Park, un espacio dependiente de la Tate Modern que se ubica en el citado parque y donde Marina Abramovic celebraba sus 512 Hours, la prueba definitiva para acabar con mi animadversión hacia este tipo de instalaciones.
La entrada era gratuita (sorprendentemente, porque para entrar a la Tate hay que pagar aunque los museos de titularidad pública en Reino Unido sean gratuitos) y se nos pedía que depositáramos mochilas, bolsos, dispositivos móviles, cámaras de fotos y relojes en una taquilla. Esto, aunque podía resultar caprichoso o excéntrico, era una cuestión de suma importancia para considerar aquello desde una perspectiva completa.


Era un miércoles quizá, y la primera sala era la más concurrida. Era un espacio muy amplio y había bastantes personas sobre una tarima en forma de cruz con los ojos cerrados y una especie de auriculares. El Benjamin se agenció unos y, ni corto ni perezoso, se encaramó allí. Yo, sin embargo, preferí seguir pululando.
En la sala contigua no había ni dios, solo una especie de pupitres sobre los que había un puñado de granos de arroz de diferentes colores. Me senté y empecé a trastear con aquello. No tenía nada mejor que hacer. Al cabo de un rato y satisfecho con mi trabajo -que bien merecía una foto que nunca pude echar-, levanté la vista y la sala se había llenado. ¿Cuánto tiempo había pasado?


Salí y me encontré al Benjamin hablando con una señora vestida de negro muy animadamente. Me dijo que me acercara. Lo hice pero puse algo de distancia. Charlaban, unas veces con solemnidad, otras, como dos viejos conocidos. De repente, él, refiriéndose a mí, dijo “Es escéptico” y ella, con una sonrisa demasiado serena, respondió “O quizá ha aprendido a convivir con sus miedos”. Yo metí baza, nos reímos y, tras algún chascarrillo más, cercanía y mucha amabilidad, Marina Abramovic desapareció casi flotando. 
Lo peor de todo es que hoy, casi ocho años después e indagando sobre sus concepciones artísticas, he entendido lo que quiso decirme, patitos feos mediante.



lunes, 25 de junio de 2018

Perdido en el bosque



Hace tanto tiempo que me perdí en este bosque de los libros para niños, que empiezo a pensar que siempre estuve aquí. Como cualquier incauto que se adentra en la espesura, creí que no sería para tanto, que al final podría atravesarlo sin demasiado trabajo, no detenerme a cada paso. Hoy sé que la linde queda lejos, que los caminos guardaban muchas sorpresas. Eso a veces me asusta. Otras, convengo conmigo mismo que habitar este espacio es un consuelo.
Al principio me di no pocas caminatas. Como un explorador sin rumbo que anhelaba descubrirlo todo. Libando de este o aquel libro un poco de néctar con el que nutrirme. Hoy el ritmo no es tan frenético. Prefiero la quietud, detenerme bajo el dosel, inhalar sus aromas. Que penetren bien adentro y me impregnen. Quizá sea la mejor manera de entenderlo todo, si es que hay algo que entender.
Aquí puede pasar cualquiera. Da igual la edad, no importan las etiquetas. Muchos otros se internan, y al final, todos nos encontramos. Compartimos sendas tortuosas, tomamos veredas separadas, o departimos en un claro sobre la mullida hojarasca. Perdidos. Incluso esa palabra suena bonita en mitad de esta floresta.
Cavilo estos días. Recapitulo sobre lo acontecido, en lo que esa a la que cariñosamente llamamos Literatura Infantil me ha dado. No sólo me acuerdo del trino de los pájaros, del vuelo de las hadas, de los lobos hambrientos o de los duendes jugando... Sí, la vida es extraña. Y menos mal que existen los bosques.

Ana María Matute. 2018. En el bosque. Ilustraciones de Elena Odriozola. Libros del Zorro Rojo.