Mostrando entradas con la etiqueta Alejandro Galindo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Alejandro Galindo. Mostrar todas las entradas

martes, 5 de enero de 2021

De bares, visitas y contagios


No sé hasta qué punto será acertado eso de haber responsabilizado al sector hostelero de la propagación de un virus que nos sigue minando, pues si bien es cierto que bares, restaurantes, cafeterías y hoteles son lugares de reunión, también lo es que muchos de estos establecimientos han hecho lo posible por adecuar su realidad a los protocolos que (se supone) minimizan los contagios. Lo más curioso de todo es que todavía no existe ningún estudio riguroso que diga que es más probable pillar el virus en una discoteca que en una mercería. Pequeñas cosas que me hacen pensar que realmente los que nos gobiernan siguen sin tener ni la más mínima idea de nada y que sólo buscan culpables a los que endosarle el muerto de una crisis que no saben gestionar para, de paso, afianzar esa opinión pública española cainita y puritana que sabe tiznarse de solidaridad y sacrificio cuando le conviene. Queridos monstruos, la hostelería ha pagado el pato esta navidad. 
Algo similar ocurrió con los gimnasios, con las bibliotecas o los centros de enseñanza, lugares donde acude mucha gente todos los días, pero que con el paso de los meses han demostrado que la pandemia no se ha gestado ni intensificado en ellos (se podrían contar con los dedos de las manos los positivos que hemos tenido en mi centro durante los últimos tres meses). 


Y así, con los bares cerrados a cal y canto hemos pasado las fiestas de casa en casa, de seis en seis o de diez en diez. Familia directa, allegados, grupos burbuja o núcleos convivientes. Da igual cómo los llamen pero el caso es que hemos estado juntos y revueltos, una proximidad que, aunque en la mayoría de los casos sea consentida y no tenga nada que ver con la culpabilidad (la libertad debe estar por encima de todo, ¡que ya somos mayorcitos...!), ha ocasionado muchos disgustos, pues con la euforia nos despendolamos y no es tanto el control que creemos tener sobre nuestro modus operandi. 
Que ya sabemos cómo se las gastan las visitas. Que llegado el momento, cada uno toma lo ajeno como suyo y se dedica a las torpezas, las trastadas, los oprobios y las casualidades, algo por lo que merece plantearse si en la hostelería, los colegios o los gimnasios hacemos de las nuestras con menos soltura (¡Contró, contró!) y estamos más seguros de lo que nos cuentan. 


Y si no han tenido bastante sobre convites e invitados, les dejo con un libro estupendo de la editorial Galimatazo. La visita, con Marisa López Soria a la pluma y Alejandro Galindo a los pinceles -un tándem que nos ha dado muy buenos títulos-, además de hablarnos de los conflictos que surgen entre anfitriones y visitantes, se adentra en el universo del nonsense y el juego lingüístico. 
A Globito no se le ocurre otra cosa que zamparse en casa de sus amigos con un leoncito. Así pasa, que, como cualquier cachorro, se entretiene armando la de San Quintín mientras ellos se hinchan a chocolate con churros. Con tanto alboroto aparecen los Tremendos, que como su propio nombre indica, son muy serios y con muchas leyes (imagínense el percal…), pero ¡menos mal que están las Paplinias para deshacer el entuerto! 


Haciendo un símil con Cronopios, Famas y Esperanzas, los célebres personajes de Cortázar, López Soria, homenajea a la literatura de lo absurdo sirviéndose de esa dualidad gris-luminoso tan utilizada en personajes de la literatura infantil y propinándole un toque de humor y ternura. Si a ello añadimos los colores cálidos de las sutiles aguadas de Galindo (que también aprovecha la coyuntura para hacer guiños a la obra de Seurat), se contrarresta ese sabor amargo que cabría esperar de una narración sobre grescas y choques de intereses. 
Lo dicho. Tengan cuidado con las visitas, que además de buenos mosqueos, podemos pillar el COVID.

martes, 3 de marzo de 2015

De niños, nervios, educación y crecimiento


Aunque gracias a la crisis muchos profesionales del ámbito educativo se dedican a estar cabreados como monas porque las aulas siguen desbordadas de alumnos (¡no seremos los del ámbito rural!, esos que nos quejamos de la escasez de matriculaciones…), a sollozar por la falta de dotación presupuestaria para darle a toda pastilla a la calefacción, o a lloriquear porque no doblan su sueldo a costa de los programas de formación del INEM (y sus homólogas regionales), los menos nos dedicamos a constatar que el drama es otro.
Aunque muchos crean que la escasez de oportunidades, la subida de las tasas universitarias, la falta de profesorado, la insostenibilidad del sistema, o los recursos paupérrimos son las causas de que los jóvenes no echen para adelante en un país que se presupone del primer mundo, están equivocados. El porqué es otro, mucho más complejo, mucho más trágico, mucho más triste.
Hoy más que nunca veo a alumnos llorando en las aulas (aunque sea una práctica habitual entre el adolescente hipersensible, se ha acentuado con creces), los veo más perdidos que nunca, con más miedo que nunca, insaciables e intranquilos. Da igual el centro educativo al que acuda, desde el parvulario, hasta las aulas universitarias, pasando por los centros de adultos o los institutos, todos están llenos de los valores humanos más paupérrimos. La envidia, la intolerancia, la desidia, el nerviosismo, la tristeza, se han apropiado de sus cabezas y, lo que es peor, de sus corazones. Toman a manos llenas pastillas para conciliar el sueño, en muchas ocasiones recetadas por unos progenitores que prefieren ejercer de médicos en vez de ser padres. Hiperactividad, síndromes, desórdenes del carácter, problemas de personalidad… 
Probablemente todo tenga que ver con la abundancia que otrora suplía las atenciones paternas, unos billetes que les habían dado una independencia evanescente y que les obligaba a crecer antes de tiempo, a tener problemas de mayores cuando realmente deberían haber sido niños. Ahora el mundo es otro (¡cómo ha cambiado tanto en tan poco!), más adusto y sin tanta bonanza pero con las mismas necesidades, unas a las que hemos acostumbrado al cuerpo y de las que no podemos independizarnos de la noche a la mañana. En definitiva, mis alumnos han perdido su seguridad a una edad bastante complicada. Han perdido su alma tras desligarse del cordón umbilical más necesario, el cariño, e impregnarse del vicio más obsceno, el dinero.


El proceso para calmar tanto culo inquieto, tanto movimiento reptiliano, tantos miedos y tanta ansiedad, debería ser otro, progresivo, lento y natural. Preocuparse por dormir, agotarse mientras juegan, aprenden y sueñan, para, más tarde, embeberse de los males adultos, unos que transgreden las leyes naturales y se inmiscuyen en los pareceres de los hombres, es el camino que muchos niños deben seguir para perder ese Rabo de lagartija del que nos habla mi paisana Marisa López Soria y el ilustrador Alejandro Galindo (editorial Destino y Premio Apel.les Mestres 2014) que muchas veces depende más de un proceso libertario y natural, que de los corsés que una sociedad enferma nos impone.