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lunes, 27 de diciembre de 2021

Fascismo familiar



Aparte de miedo, lo que he visto y oído los días pasados no tiene nombre. El virus ha vuelto a despertar la peor parte del ser humano. La más cínica, alarmista, egoísta, separatista, simplista y absurda. No he visto cosa igual. Nada tiene ni pies ni cabeza.
Y si las anteriores oleadas hemos despellejado vivo al vecino, a la frutera o al profesor de nuestro hijo, gracias a Omicron la peña se ha ensañado con la familia, el último bastión a esa inconsciencia que muchos llevamos viendo todo este tiempo de pandemia. Les ilustro con algunos ejemplos de incoherencia por parte de aquellos que siguen a pies juntillas los dictámenes de “amado líder” y abogan por el fascismo familiar.


Tengo una amiga que ha pillado el bicho para no ver a la familia (interpreto…). Llevaba un mes cuidándose como una bendita. Desde que la nueva cepa apareció. Doble mascarilla, triple vacuna, teletrabajo y actos sociales bajo mínimos. Todo controlado hasta que la casualidad en forma de concierto en el WiZink Center (perplejidad máxima) se le apareció la víspera de Nochebuena. A eso le llamo yo hacer las cosas a conciencia. Y la familia un disgustazooooo…
Otro amigo mío se ha confinado con tal de no matar a la parienta. Tras una semana con un catarro que no llegaba a gripe, se le ocurre prestarse como cobaya a un test de antígenos (la cosa no tenía mucho sentido después de siete días disparando virus, pero bueno, allá él…) y ¡zas! ¡en to’ la boca! Se pasó la Nochebuena encerrado a cal y canto por prescripción de su señora, disfrutando de la cena gracias a la caridad familiar y departiendo con sus cosanguíneos vía on-line. Espero que los días que le restan (sin síntomas, por cierto), se entretenga leyendo y no le dé por practicar con el cuchillo jamonero.
Sé de otro señor que ha tenido en cuarentena a sus hijos toda la semana. Los nenes se fueron de juerga y él, en vez de actuar con lógica y hacerles un par de test en caso de que presentaran algún síntoma, les puso un cartel en la frente que rezaba “apestados”, los metió bajo llave en sus respetivas habitaciones y los alimentó por debajo de la puerta. Él, como ciudadano ejemplar (eso le ha dicho la tele), creerá que solo administró una dosis de penitencia a los pecados sanitarios de su prole, y yo solo barajo dos opciones: secuestro o maltrato.


Con el rollo de que todos nos queremos (cosa que es mentira) muchos han tenido la excusa perfecta para putear a sus seres queridos estos días. “Lo hacemos por el bien de todos” “Hay que ser solidario. Este año más que nunca” “Gracias a tu sacrificio, nosotros viviremos” "Arrima el hombro aunque se te caiga a cachos de tanta vacuna" Les juro que oyendo tantas sandeces edulcoradas me he partido de la risa. Entiendo la precaución y preocupación cuando tienen sentido (personas con riesgos o sintomatologías graves), pero todo lo anterior es propio de los Monty Python.
La familia debería estar para apoyarnos, no para ensañarse con nosotros, denigrarnos, apuntarnos con el dedo o, en su defecto, con el hisopo de los test rápidos. No creo que nadie quiera hacer daño a sus seres queridos de forma consciente, y a pesar de que a muchos se les hayan nublado las neuronas con tanto miedo, que tengan un poco de vergüenza y demuestren respeto por sus allegados. Bastante tiene el que lo ha pillado con soportar la enfermedad y tomar decisiones poco agradables. Si nos queremos, que se note.


Para inspirarles algo de ternura por sus maridos, hijos y hermanos, hoy les traigo dos libros. Tanto Loba, de Pablo Albo y Cecilia Moreno (editorial Libre Albedrío), como Dos lobos blancos, de Antonio Ventura y Teresa Novoa (reeditado por Iglú) son dos álbumes que revisitan el tema de los lazos familiares y afectivos, en ambos casos tomando como protagonistas dos historias sobre lobos, unos animales que nunca abandonan a la manada.


En el primero se nos presenta una historia un tanto bucólica, donde la contemplación de la naturaleza acompaña a este viaje que realiza una loba hasta su cueva donde se encontrará con sus lobeznos. Todo el trayecto se llena de experiencias hermosas que también llenan de recuerdos a un lector, niño o adulto, que se fija en los detalles mínimos. La lluvia, las hormigas o el viento nos acompañan en este paseo sensitivo con final entrañable.
Aupado por unas ilustraciones coloristas donde las figuras planas, la geometría y el minimalismo son cómplices de un lector muy iconográfico que gusta de lo sencillo pero con abundantes detalles, lo encontramos irresistible para hablar del medio que nos rodea o leerlo en mitad del bosque.


En Dos lobos, un álbum con amplia trayectoria desde que lo publicara por primera vez Edelvives, también nos encontramos con una travesía, en este caso la expedición de rescate que llevan a cabo dos lobos que acuden al auxilio de una loba herida que se refugia junto a su hijo en mitad de la nieve. Si bien es cierto que el texto tiene mucho lirismo, también encontramos cierta tensión, un deje misterioso. Pinceladas intrigantes que nos invitan a avanzar en la acción, al tiempo que hacemos compañía a los dos protagonistas.


Un relato que ahonda en las relaciones familiares tomando como escenario unas ilustraciones donde los grandes espacios cubiertos de nieve y surcados por curvas sinuosas nos envuelven. El blanco, su amplitud, su soledad, tranquilizan e impresionan a partes iguales, al mismo tiempo que contrastan con esa oscuridad nocturna en la que avanzan unidas dos figuras animales, produciendo un efecto que atrapa y embelesa.

jueves, 18 de enero de 2018

La evolución de la merienda española


Para saber lo mucho que ha cambiado la vida en nuestro país durante las últimas décadas, sólo hay que fijarse en una cosa, la merienda. Sí, sí, como lo oyen, no hay más que tomar nota del tentempié de media tarde para dar buena cuenta de que ya no somos lo que éramos. No sé si para bien o para mal, pero está claro que la comida es un fiel reflejo de que los tiempos han pasado.
Mis padres, muchos abuelos, se dedicaban un día sí y otro no al pan, vino y (por asomo) el azúcar. También alguna vez hacían migas dulces, sin chocolate la mayor parte de las veces ya que este se reservaba para algún día de celebraciones..., cumpleaños o comuniones,ya saben... No se vayan a pensar que hace cincuenta años la cosa era opípara: una cochera, cuatro sillas, un tablero que hacía las veces de mesa y pasando frío a base de sagato.
La cosa mejora con la llegada de la fruta. Que si una naranja, una manzana, higos, uva, melocotones en verano... pero vamos, que todo muy coyuntural, de temporada, como todo lo que se comía entonces. 


Tortas de chicharrones, bollos de mosto y mantecados eran muy puntuales. Poco a poco fue pasando el franquismo y el pan cobró popularidad, también los fiambres y el chocolate. Embutidos de todo tipo iban saliendo a la palestra, alcanzando su culmen en la era democrática, sobre todo en los ochenta, años en los que las madres cebaban con bocadillos de salchichón, chorizo y mortadela a cualquier despintado, y si no había para tanto, arreglao con cuatro onzas de chocolate. Bocatas y bocatas, de pico o de media barra, la cuestión era morder como si no hubiera un mañana. Los más afortunados podían llenarlos de jamón serrano, untarlos con Nocilla® (la española luce más) o foie-gras de lata (yo nunca he podido con este sucedáneo), y si no, hincarle el diente a una madalena o un trozo sobrante de bizcochada.


La cosa cambio con el petisuí, el pan de molde y la bollería industrial. Y poquito a poco, la dentadura y la tripa se nos fueron aflojando. Los triglicéridos y el colesterol aumentaban en la analíticas infantiles de media España, pero nuestro paladar se fue endulzando, y así pasaba, que algunos solo merendaban fruslerías de cualquier color y tamaño. Primero saladas, como gusanitos, quicos, pipas y arroz inflado, y después galguerías (chuches, para que me entiendan los de fuera de La Mancha), lean picapica, gominolas, regalices, moras, nubes, fresas de nata... en una palabra, guarradas.


Y de esta manera llegamos a nuestros días, en los que todo anda un poco entremezclado. Que si un plátano, bollitos de mantequilla con pepitas de chocolate, palmeras, zumos artificialmente edulcorados, yogures del nuevo milenio... El amasijo es tan variopinto que a veces hasta me da un poquito de asco.


En fin, menos mal que a pesar de las clases particulares, siguen siendo muchos los niños que se toman la merienda en el parque. Entre carrera y carrera, columpio por aquí, columpio por allá, alguna caída, riñas que no falten, y los gritos paternos, le van propinando un bocado y otro bocado. Aunque también es cierto que a muchos, como al protagonista del libro de hoy (¡Más que delicioso! ¡Altamente recomendado!), la merienda se le desvanece como por arte de magia, porque está claro que el parque sigue siendo una aventura, digan lo que digan. Gorriones sedientos, gusanos, peces saltarines y algún que otro perro se pueden agolpar en la tarde para hacer de este momento cotidiano, algo realmente especial.

Pablo Albo y Cecilia Moreno. 2017. La merienda del parque. Narval: Madrid