Para saber lo mucho que
ha cambiado la vida en nuestro país durante las últimas décadas,
sólo hay que fijarse en una cosa, la merienda. Sí, sí, como lo
oyen, no hay más que tomar nota del tentempié de media tarde para
dar buena cuenta de que ya no somos lo que éramos. No sé si para
bien o para mal, pero está claro que la comida es un fiel reflejo de
que los tiempos han pasado.
Mis padres, muchos
abuelos, se dedicaban un día sí y otro no al pan, vino y (por
asomo) el azúcar. También alguna vez hacían migas dulces, sin
chocolate la mayor parte de las veces ya que este se reservaba para
algún día de celebraciones..., cumpleaños o comuniones,ya saben...
No se vayan a pensar que hace cincuenta años la cosa era opípara:
una cochera, cuatro sillas, un tablero que hacía las veces de mesa y
pasando frío a base de sagato.
La cosa mejora con la
llegada de la fruta. Que si una naranja, una manzana, higos, uva,
melocotones en verano... pero vamos, que todo muy coyuntural, de
temporada, como todo lo que se comía entonces.
Tortas de
chicharrones, bollos de mosto y mantecados eran muy puntuales. Poco a
poco fue pasando el franquismo y el pan cobró popularidad, también
los fiambres y el chocolate. Embutidos de todo tipo iban saliendo a la palestra,
alcanzando su culmen en la era democrática, sobre todo en los
ochenta, años en los que las madres cebaban con bocadillos de
salchichón, chorizo y mortadela a cualquier despintado, y si no había para tanto, arreglao con cuatro onzas de chocolate. Bocatas y
bocatas, de pico o de media barra, la cuestión era morder como si no
hubiera un mañana. Los más afortunados podían llenarlos de jamón serrano, untarlos con
Nocilla® (la española
luce más) o foie-gras de lata (yo nunca he podido con este
sucedáneo), y si no, hincarle el diente a una madalena o un trozo sobrante
de bizcochada.
La cosa cambio con el
petisuí, el pan de molde y la bollería industrial. Y poquito a
poco, la dentadura y la tripa se nos fueron aflojando. Los
triglicéridos y el colesterol aumentaban en la analíticas
infantiles de media España, pero nuestro paladar se fue endulzando,
y así pasaba, que algunos solo merendaban fruslerías de cualquier
color y tamaño. Primero saladas, como gusanitos, quicos, pipas y
arroz inflado, y después galguerías (chuches, para que me entiendan
los de fuera de La Mancha), lean picapica, gominolas, regalices,
moras, nubes, fresas de nata... en una palabra, guarradas.
Y de esta manera llegamos
a nuestros días, en los que todo anda un poco entremezclado. Que si
un plátano, bollitos de mantequilla con pepitas de chocolate,
palmeras, zumos artificialmente edulcorados, yogures del nuevo
milenio... El amasijo es tan variopinto que a veces hasta me da un
poquito de asco.
En fin, menos mal que a
pesar de las clases particulares, siguen siendo muchos los niños que
se toman la merienda en el parque. Entre carrera y carrera, columpio
por aquí, columpio por allá, alguna caída, riñas que no falten, y
los gritos paternos, le van propinando un bocado y otro bocado.
Aunque también es cierto que a muchos, como al protagonista del
libro de hoy (¡Más que delicioso! ¡Altamente recomendado!), la
merienda se le desvanece como por arte de magia, porque está claro
que el parque sigue siendo una aventura, digan lo que digan.
Gorriones sedientos, gusanos, peces saltarines y algún que otro
perro se pueden agolpar en la tarde para hacer de este momento
cotidiano, algo realmente especial.
Pablo Albo y Cecilia
Moreno. 2017. La merienda del parque. Narval: Madrid
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