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jueves, 28 de enero de 2010

Sátira merecida


Una vez abortada la misión que ayer tomé por bandera -pretendía responder a ciertas opiniones vertidas sobre este espacio, jocosas, hay que decirlo- y habiendo escuchado los noticieros noticiosos que me ha “regalado” la radio durante el camino al trabajo, he decidido terminar la semana (mañana es día festivo en honor de la onomástica que hoy se celebra, Tomas de Aquino, santo patrono de la enseñanza) con unas buenas dosis de ironía que, al fin y al cabo, es lo único que me queda para sobrevivir a tanta desfachatez.
Estos días, los españoles nos lo pasamos en grande con dos temas soberanos: la necesidad de la energía nuclear y la caída bursátil. Del primero, algo sé, del que le sigue, apuntes mínimos (ya me gustaría saber más de lo segundo, tener un vestidor, alicatar de mármol de Carrara hasta el techo y poder ignorar a todos esos ecologistas que me tienen hasta las narices), así que me dedicaré al asunto nuclear…
No cabe duda que el desastre de Chernobyl marca un antes y un después en la carrera nuclear, sobre todo por el impacto que las radiaciones tuvieron en la población, así como los efectos sociales y económicos que en aquella región de la Ucrania actual se suceden hasta día de hoy, y que, por ello, los gobiernos deben velar por la seguridad de los ciudadanos en caso de que se apueste por este tipo de energía. Con la vida humana no se juega. No. Lo que no admito es que esos grupos ecologistas que llevan al extremo de la política sus creencias (luego decimos de los talibanes) den lecciones morales cuando, ni tan siquiera ellos siguen sus preceptos a pies juntillas… Que si desastres ecológicos, pérdida de biodiversidad, especies en extinción o emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera…, pero luego, cuando se trata de enriquecer a ciertos supermercados comprando el pan pre-cocido y fabricado con harinas transgénicas procedentes de Rumania, la moral no existe. Y porque no hablo del reciclaje…, esa penitencia que la mayor parte de los ayuntamientos nos imponen a instancia de diversas empresas adjudicatarias de los servicios de recogida de residuos, todas ellas regidas por simpatizantes del régimen de turno con un único fin: que unos se llenen los bolsillos mientras los otros, los más, se hernien a base de cargar cartón, envases y vidrio.
Y dicho esto, solo me apena que Jonathan Swift siga bien enterrado en su Dublín natal y no pueda novelar temas como este. Con toda seguridad, a este seglar venido a escritor satírico de primera fila, no le temblaría el pulso si tuviera que ironizar con las paradojas a las que nos tiene acostumbrada la especie humana, mas todavía en estos reinos de ciegos, donde, siento decirlo, el tuerto es el rey.
Y como a falta de pan, buenas son tortas, les recomiendo su obra cumbre, Los viajes de Gulliver, de la que, seguramente, no será la primera vez que hable.
Un pequeño juego para el fin de semana: ¿Qué palabra inventada por Swift y recogida en esta novela es hoy el nombre de una conocida pagina de la Red?

miércoles, 4 de junio de 2008

La ignorancia...


Hace un mísero momento me he dado cuenta de mi ignorancia (que ya es bastante castigo en sí misma)…
¿Y yo pretendo enseñar a otros el placer que encierran los libros? Yo, que tan siquiera he leído clásicos de la talla de El libro de las tierras vírgenes de Ruyard Kipling o Niebla del maestro Unamuno, no puedo ser maestro de aquellos que no han encontrado el encanto que encierra el paso de una página o el tacto de la celulosa (esta última preferiblemente repleta de letra impresa y no enrollada y lista para usar ante cualquier emergencia de tipo intestinal)… Aunque también es cierto, como bien dice Ana María Machado, que maestro no es el que siempre enseña, sino el que de repente, aprende.
Y como un servidor ha aprendido de su propio error, intentaré redimirlo (no como mis pecados, que son meras circunstancias, sino como mis carencias, necesidades salvables del naufragio): pondré manos a la obra, acudiré a una biblioteca y, haciendo valer mi derecho a eso tan poco apreciado denominado “cultura”, leeré. Leeré gustoso, tranquilo y a buen ritmo, como deben llevarse a cabo todas las necesidades naturales del Hombre (y cuando digo todas, me refiero a todas).
Siempre me ha apetecido leer el Libro de la Selva de Kipling, y no sólo porque cuando contaba poca edad, los creativos de Disney bombardearan mi cerebro con tan desvirtuada versión cinematográfica de dicha obra, sino porque los biólogos (incluida Ana Obregón) sentimos verdadera pasión por las descripciones paisajísticas, la fauna exótica (esta premisa depende de la procedencia del biólogo-lector) y las aventuras de toda índole.

Elegir de la obra de Unamuno para ocupar el último resquicio que queda libre en mi mesa se debe, simple y llanamente, al placer y la curiosidad, dos apartados con gran volumen en mi persona…
¡Se me olvidaba! Hay otra razón por la que quiero leer ambos títulos: darle alguna utilidad a esos lugares conocidos como bibliotecas, esas salas atestadas de estantes y baldas, donde duermen miles de volúmenes, aburridos de tanto “cultureta” de baja estofa venido a más que sólo acoge en préstamo a aquellos que hacen gala de la nueva-cultura-de-masas-elitista-y-de-claro-espíritu-políticamente-correcto. ¿Por qué será que, cada vez que imagino una biblioteca, viene a mi mente la escena descrita por Jonathan Swift en La guerra de los libros? Creo que es debido a que, la última razón que me invita a leer estos dos títulos, es la de que la lectura de los clásicos cimienta toda la lectura y, de manera osmótica, el resto de nuestra cultura.
Creo que son buenas razones, o por lo menos, buenas excusas para alimentar mi mente, ávida de nuevas sensaciones.