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martes, 8 de febrero de 2022

Una simbiosis artística


Aunque febrero está aquí, todavía se pueden plantear una New Year resolution, o en cristiano, un propósito para este 2022. A más de uno le habrá dado por el yoga, el crochet o el alemán. Pero yo prefiero decantarme por la pintura.
Con tanto inglés, tanto deporte, tanta pandemia, tanto blog, tanta red social y tanta hostia, no me queda ni un minuto para darle rienda suelta a mi faceta más artística. Hace unos años me concedía la mañana del sábado para coger los pinceles y practicar, pero de un tiempo a esta parte, naranjas de la China.


No les voy a decir que un servidor sea un artista disciplinado. De eso nada. Regalos, algún encargo, ilustraciones o simples ejercicios han sido los acicates en esta intermitente carrera como aficionado. Cualquier excusa ha sido buena para empujarme a esto del dibujo. Eso sí, también diré que soy bastante terco, y cuando decido pintar algo, me gusta acabarlo.
También soy bastante perfeccionista, como mi madre. Ella siempre ha creído que ese “don del dibujo” (como dice ella) lo he heredado de mi padre. Yo no estoy muy de acuerdo, pues más vale paciencia y constancia, que fiarse de talentos y habilidades (prueba de ello son algunos de los platos con los que nos suele “deleitar” el buen hombre…).


Prueba y error, prueba y error… Muchas cuestiones de la vida giran en torno a ese matrimonio de vocablos, pero también es cierto que en cada disciplina hay un puntito de magia que nos aproxima a la excelencia, y en esto del arte, tiene que ver con el estilo, ese algo innato, especial y diferente que también hay que saber cultivar.
Sí, mi madre es incapaz de dibujar un monigote pero hace otras cosas la mar de bien, como por ejemplo, bordar, algo que a mí, personalmente, me costaría horrores. Es por ello que admiro a todas las que, con hilo y aguja son capaces de engalanar cualquier bastidor y prenda de vestir.


Algo parecido debió pensar Miguel Ángel Pérez Arteaga cuando vio por primera vez los bordados de Práscedes Alastuey, la hermana de su bisabuela. Unas pequeñas obras de arte que colgaban de un marco sobre las paredes de la casa del pueblo desde hace décadas y que le inspiraron para contar una bonita historia en su álbum Me gusta dibujar que fue publicado hace unos meses por la editorial Yekibud.
Cuenta el autor que fueron hechos en 1898 y que mientras contemplaba un día aquellas letras, personajes y motivos de toda condición, empezó a brotar en su imaginación una historia donde, tomando como hilo conductor aquellas puntadas de colores, podían encontrarse dos familiares con inquietudes artísticas que habían sido cuyas vidas había separado más de un siglo.


Una vez más el autor maño nos vuelve a sorprender echando mano del diseño tipográfico, la fotografía y las técnicas tradicionales (en este caso el bordado) para aupar un álbum pequeñito donde conviven en perfecta simbiosis dos perspectivas artísticas diferentes a base de cuento sumativo y narrativa casi circular. Y de paso rinde un homenaje a todas aquellas personas que, como Práscedes, dedican parte de su tiempo a darle forma a sus ideas como mejor les parece.
Un canto a la tradición y la creatividad desde una visión compartida de la belleza que nos rodea.


lunes, 21 de diciembre de 2015

Lujuria electoral



La “fiesta de la democracia” (¿Quién se habrá inventado esto? Sólo se lo ha pasado pipa poco más de la mitad del censo... ¡La única lección la han dado los abstencionistas!), esa que nos ha costado unos cuantos millones de euros, por fin ha terminado (¡Qué descanso!), y aquí seguimos, con un lío monumental... ¡y tan contentos! Sólo echo de menos a Manolo Escobar (que en paz descanse) cantando el ¡Que viva España! 


A tenor de esta realidad, muchos hubieran preferido no votar (aunque no se atrevan a admitirlo), porque se dice, se comenta, que en breve tendremos otras elecciones y nos volverán a sacar los cuartos (Ea, para eso estamos...). Yo por mi parte doy buena cuenta de que este país, pese a los universitarios mesiánicos, sigue en crisis económica, educativa, cultural, sanitaria y tecnológica (añadan la literaria también, que este es un blog de libros). En resumen, que este terruño continua siendo un choto bananero. Si al menos la gente metiera la papeleta en la urna con sentido común y no por mera lujuria electoral, víscera, costumbre, ósmosis, o tendencia televisiva, nos podríamos parecer un poco a la vieja Europa, esa que nos mira boquiabierta y frotándose las manos.


Me hallo estupefacto. Todavía más cuando veo el crepitar de la bolsa, la prima de riesgo inflándose, y a una panda de necios hambrientos escribiendo gilipolleces en las redes sociales (esperemos que sólo sea por afición terapéutica...). A ver si entre todos se cargan de una vez la Constitución, se reparten el país y volvemos al feudalismo y la sopa boba (¡Que así se vive muy bien! Se lo digo yo, que he vivido allí los cuatro últimos años). Me pirro por oír el “He sido yo” y “La culpa fue del chachacha” (¿Qué le voy a hacer? Soy un nostálgico).


Más por idolatría que por formación, nos abanderamos defensores de un sistema político que tiene poca cabida en esta idiosincrasia tan mezquina y para el que no estamos preparados (Si al menos fuéramos Noruega y sus petroleras...). Pero vamos, no se asusten. Al césar, lo que le corresponde: los separatistas con los dientes largos (Divide et impera... ¡Arriba los califatos!), eléctricas y bancos siguen haciendo su agosto, y yo, agradecido por no tener hijos de los que preocuparme.


Y mientras me percato de que esta nueva configuración política no nos hará prescindir de nuestras miserias, y constato que ellos, las pirañas del poder, seguirán hinchándose a cordero (los manchegos lo tenemos como un manjar, pero cada cuál que elija en base a la gastronomía regional), me voy a zampar un tentempié por si acaso mañana no tengo a qué hincarle el diente. Señores: el pueblo ha hablado.



P.S.: ¡Ups! Con tanta tontería se me olvidaba (N.B.: ¡Cuánta razón lleva cierta editora diciendo que este no es un blog de LIJ y que yo no sé escribir!) recomendarles dos buenos títulos de corte político -los había reservado para esta bacanal- en los que el poder y sus tretas tienen mucho que decir. 
El primero es El rey que no quería ser rey de Miguel Ángel Pérez Arteaga (editorial Milrazones-Milratones), un libro que me ha encantado por el formato, la sencillez y la inteligencia que desprende. Miguel Ángel Pérez Arteaga da vida a unos personajes mediante el reciclaje de cajas y la fotografía y de paso nos presenta una fábula para todos los públicos que da mucho que pensar sobre la felicidad y el poder.
El segundo, El pequeño Cuchi-Cuchi, de Mario Ramos y publicado por la editorial Océano-Travesía, nos habla de los líderes políticos y sus pobres y predecibles discursos mediáticos. Mucha palabrería y promesas incumplidas que al final se traducen en guillotinar las alas de quienes te ponen en un serio compromiso. Menos mal que siempre hay un pequeño resquicio para los pequeños libertinos como Cuchi-cuchi. 
Disfrútenlos en lo que, esperemos, sea el preludio de una leve tempestad.