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miércoles, 14 de octubre de 2015

De los valientes y la vida


Está claro que los adultos vivimos llenos de miedos... Miedo al jefe (mansos o despotas, da lo mismo...), a los compañeros (algunos de armas tomar), al paro (¡qué sitio tan peliagudo!); miedo a la suegra (¡temibles!), a los cuñados (sobre todo cuando se abre una botella de vino) e incluso a los padres (cuando envejecen y la terquedad los posee, ¡pfff...!). También hay miedo a las enfermedades (pero poca vergüenza...), a las agujas (yo nunca miro...) y a los médicos (matasanos los llaman). Hacienda nos da mucho miedo (“¡Que me toque devolver!” Dijo compungido...); la justicia y los abogados (No hay tu tía: se inventaron para los ricos), igual. Invertir en bolsa y que suba el Euribor producen pavor a los pobres. El coche, el barco y el avión también surten efecto con esto de las fobias. Se habla también del miedo a los animales: serpientes, avispas, perros, gatos y mosquitos... Vamos, que es más fácil decir que vivimos jiñados, que andarnos con tanta tontería.
Lo peor es que extrapolemos esos temblores a los niños. No cabe ni la menor duda de que la sobreprotección y estado paranoico paternales (no sé qué pasa pero en cada puerta de la escuela hay un psicópata robando niños...), está minando la libertad infantil, algo que produce estados de ansiedad cada vez más frecuentes y poca independencia a la hora de tomar decisiones.


Lo peor de todo, no es que los grandes estemos temerosos y acojonados, no. Lo peor viene cuando alguno se sale del tiesto y le echa arrojo a la vida, y los demás tratamos de denostarlo, llamarlo pirado y colgarle un sambenito que rece “tonto” o “chalado”, algo que han empezado a copiar los niños y que debería de avergonzarnos.
Sin entrar en la dicotomía realismo-idealismo de Don Quijote y Sancho Panza (a veces los libros nos hacen cometer locuras... ¡Pero que locuras tan hermosas!), deberíamos lanzar las críticas sobre nosotros mismos y dejar que los niños, esos seres curiosos, valientes y osados que deben crecer entre la yerba, las ramas de los árboles y las orillas de los ríos, nos den lecciones para no temerle a la vida, y buscar así un camino que, aunque esté en mitad de un bosque, en la madriguera de un zorro, allí donde cantan los grillos, o en el lugar donde Tina, la protagonista de La vaca que se subió a un árbol (un álbum ilustrado maravilloso de Gemma Merino y publicado por Picarona), encuentra el vuelo de los dragones, les llene de ilusión para seguir con la vida que hace poco han empezado. Y de paso, también descubrírsela a los demás, toda una hazaña en este mundo en que nos quedamos acongojados ante la mínima adversidad.


jueves, 6 de junio de 2013

Imaginación para evadirse de la crisis



A raíz de los acontecimientos, hace un par de meses decidí disfrutar de mi propia vida y prescindir de todo el asco que me rodea. No crean que es hacer oídos sordos a ese estruendo crítico que está alterando más de un sistema límbico, sino ser consciente de lo que hacen con nosotros los que, desde bambalinas, se llaman titiriteros de todo lo mundano.
Hasta las mismísimas narices de que me vendan la moto de un sistema justo y equitativo  basado en la socialdemocracia europea, esa misma donde los pobres roban a otros pobres, creo más oportuno liarme la manta a la cabeza y tomar las riendas de mi propia vida, esa que algo tiene que ver con consumo desorbitado, engordadas multinacionales que gestionan nuestra hipotecada existencia y aumentan el tejido graso de la cintura, y guerras globales a golpe de prima de riesgo y deuda nacional. A pesar de estas declaraciones anti-sistema sin ánimo bélico, dejo a un lado las manipulaciones que nos bombardean desde los más recónditos lugares y prefiero dedicarme a escribir en este lugar, decir lo que me apetezca, hacer un bizcocho de manzana y canela, dibujar con lápices de colores, comentar una película en agradable compañía, aprender a coser un botón o intentar hornear pan para acompañarlo rica miel… Bien podría escribir un libro, cuidar de los hijos que no tengo, moldear con las manos la arcilla que brota del campo, o ir de mercadillo en mercadillo vendiendo apio de mi cosecha o los guantes que he tejido durante las largas noches de invierno… Son esas pequeñas cosas las que nos hacen libres, las pequeñas ideas que eclipsan a las grandes superficies, al voraz capitalismo que exprime la última peseta del monedero (¿Regresará alguna vez a nuestros bolsillos? ¿Quién tendrá cojones para hacerla volver?).
Es por ello que hoy, mi cántico (un tanto “hipster”, que no comunista, ni izquierdista), se apoya en un álbum ilustrado de antiguo cuño y contemporánea re-edición. La nave que viajó a Marte, del sudafricano William M. Timlin (Ediciones Obelisco), un libro que nació como un proyecto personal para el hijo del autor, regresa muchos años después para abanderarse, no sólo como ejemplo de fantasía ilustrada, liberalismo, utopía y creatividad, sino como un acto de rebeldía contra este mundo gris en el que la imaginación y uno mismo tienen mucho que decir.