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martes, 8 de diciembre de 2020

Un lugar al que pertenecer



Ante la imposibilidad de desplazarme a otros lugares para disfrutar de la distancia, tan necesaria a veces, durante estos días de asueto, además de leer mucho, he tenido tiempo para estar con los amigos y la familia, algo que, en la mitad de los truenos de la noche y desvelado por la tormenta, me llevó a preguntarme a qué lugar pertenezco. 


Es obvio que además de haber nacido hoy por hoy desarrollo mis quehaceres diarios en una ciudad española del sureste peninsular, hoy por hoy desarrollo mis quehaceres diarios en el mismo lugar y podrían concluir en que un servidor pertenece a este lugar. 
Sin embargo y echando mano del refranero popular, les acometo con “No se es de donde se nace sino de donde pace”, lo que hace más difícil una respuesta sobre mi pertenencia, pues he vivido en muchos otros sitios, bien por estudios, bien por trabajo, y de todos ellos guardo experiencias enriquecedoras que forman parte de una idiosincrasia personal muy circunstancial, pudiendo afirmar que también he quedado anclado a lugares como Madrid, Londres o Almadén. 
Para terminar de complicar todo lo que se refiere a la pertenencia física cabría detenerse en otros aquellos lugares que he visitado por mero ocio pero que me han dejado una marca instantánea pero indeleble en mí. 
Apartándonos de lo objetivo -mapas, billetes de tren o abonos de transportes-, sería mucho mejor centrarnos en las vivencias subjetivas, es decir, en todos aquellos momentos, reflexiones, personas, paisajes y sones que alteran nuestros pensamientos y emociones y configuran una suerte de mapa existencialista que nos permite ubicar con todo lujo de detalles nuestro propio yo. 


Y sobre esta idea ha descansado la lectura que durante el largo fin de semana he hecho de Ana la de Tejas Verdes, el clásico (en parte autobiográfico) de Lucy Maud Montgomery, y cuya última edición, la ilustrada por Antonio Lorente, acaba de ver la luz gracias a Edelvives. No es para menos, pues Ana Shirley, la protagonista de esta novela que comparte bastantes rasgos con otros arquetipos de la LIJ clásica (huérfana, pelirroja y salvaje), se halla en una constante búsqueda de identidad a lo largo de una historia que se desarrolla en la provincia canadiense de la Isla del Príncipe Eduardo, un escenario completamente ajeno a ella. 
Desde que es adoptada por Marilla y Matthew, una pareja de hermanos solteros que en principio prefieren un chico (la primera, en la frente), Ana debe conquistar un espacio propio en el que desarrollar su vida. Encuentros, desencuentros, sonrisas y lágrimas se agolpan a lo largo de un camino, unas veces tortuoso y otras tranquilo, pero siempre en un universo cotidiano sin muchos fuegos de artificio ni grandes recursos narrativos. 


Quizá lo más interesante de ese viaje iniciático sobre la pertenencia, son las estrategias que utilizan, no sólo Ana, sino el resto de personajes, para hallar un equilibrio que, si muchas de las veces suena idealista, guarda rincones para los dramas y los miedos personales que se resuelven con imaginación, espontaneidad y sinceridad, elementos que también utilizaría su autora para solventar sus propias tragedias. 
Recuperado en un momento en el que el feminismo parece constituir la piedra angular de unas sociedades occidentales donde priman los relatos autocomplacientes y abundan las heroínas eufóricas, este clásico de LIJ relanza una figura femenina que más que triunfalista, se erige llena de dobleces e ironías, pues nada de lo que piensa se parece a los anhelos de hoy día, véase la profunda defensa del perdón conciliador, de la institución familiar o de esa meritocracia que huye de la discriminación positiva. 


Y si el hogar de Ana es la lealtad de Diana, la amabilidad de Matthew, los chismes de la vecina, el gesto severo aunque cariñoso de Marilla o la sinceridad de Gilbert, el mío son las caricias de mi madre junto al fuego, las bromas de mi padre, las excursiones botánicas, las "braai", las despedidas de soltero, o los besos que se te quedaron en el tintero. Es ahí donde pertenezco.

viernes, 14 de junio de 2019

Peter Pan en los jardines de Kensington, el principio de una leyenda



Como cualquier amante de la Literatura Infantil guardo una estrecha relación con personajes como Alicia, Momo, Dorothy o Pinocho, pero si tuviera que elegir alguno, ese sería Peter Pan. Sí, supongo que ya lo habían imaginado, más todavía teniendo en cuenta que soy de esos monstruos que siente una enorme debilidad por el universo de la LIJ anglosajona. Es por ello que estoy más que contento de que Edelvives haya publicado una inmejorable edición de esta historia de James Matthew Barrie con ilustraciones a cargo de Antonio Lorente y el mismo prólogo de la edición de Peter Pan y Wendy de la ya descatalogada colección Laurín de Anaya a cargo de Juan Tébar.
Contento por esta edición de lujo que ha entrado a formar parte de mi biblioteca personal, tengo que añadir que me ha parecido acertadísimo incluir en él, Peter Pan en los jardines de Kensington.
Aunque todos conocemos Peter Pan y Wendy -la idea que todos tenemos de la historia se basa en esta obra-, son pocos los que conocen Peter Pan en los jardines de Kensington, una precuela que ha sido poco editada en castellano pero que es muy necesaria para entender la idiosincrasia del segundo libro protagonizado por Peter Pan.


Esta historia nació en una obra anterior de Barrie que llevaba por título El pajarito blanco (1902), una novela dirigida al público adulto y de carácter un tanto satírico donde el escritor incluyó una serie de capítulos que pretendían aligerar un poco esa vis crítica de la obra en cuestión, concretamente los capítulos trece a dieciocho en los que se habla del origen de Peter Pan.
Dándose cuenta de que esta historia podría tener como destinatarios a los niños, J. M. Barrie la publicó en 1906 bajo el título que hoy conocemos, Peter Pan en los jardines de Kensington, después de crear su obra de teatro Peter Pan o el niño que no quería crecer y que bebía también de esa historia primigenia incluida en la novela.
Son dos las inspiraciones de esta historia. Por un lado la omnipresente familia Llewelyn Davies, pues es a partir de 1897-1898 (dos años antes de escribir estas páginas) cuando Barrie entró en contacto con George y Jack mientras disfrutaban al cargo de su niñera Mary Hodgson de los citados jardines. Por otro hay que hablar del poema Kensington Gardens de James Tickell, la primera obra que, aunque un tanto espesa, hace alusión a los seres mágicos que habitan estos jardines y a la que también rinde homenaje la estatua de Peter Pan que se erige en dicho lugar (y con la que Barrie no quedó muy satisfecho… averigüen la razón).
Muchos hablan de esta pequeña novela como una obra menor de Barrie, pues es cierto que a veces resulta algo compleja y no capta la atención del lector como su secuela Peter Pan y Wendy, pero a mi forma de entender la idiosincrasia del personaje y todo su complejo entorno, es muy necesaria.


En primer lugar entendemos por qué Peter siente una animadversión extrema hacia el ecosistema adulto, hacia sus necesidades y enseñanzas. Peter Pan se siente traicionado por su madre, un estado emocional que todos hemos sentido alguna vez ante las decisiones de nuestros progenitores, que si bien es cierto que aquí son extremas, también pueden ser comprensibles desde el prisma adulto, desde la posición de una mujer que suple la pérdida de un hijo.
El segundo punto en el que hay que detenerse es en la figura de Maimie Mannering, la antecesora de Wendy. Maimie es una niña que, perdida en los citados jardines, acaba haciéndose amiga de Peter para comprometerse con él. Una vez esta se da cuenta de que su madre la echa mucho de menos, regresa con ella y deja al protagonista sólo, no sin antes regalarle una cabra (véase aquí una alusión al dios Pan de la que luego Barrie prescindiría). Gracias a este pasaje entendemos lo complejo de la posterior situación con Wendy, pues Peter es abandonado una y otra vez por aquellas personas que quiere y admira (curiosamente todas mujeres… ¿Podríamos asimilar esta situación a algún complejo psicológico del autor?).


En tercer lugar hay que llamar la atención sobre el mundo de las hadas y los duendes, de esos seres que habitan los jardines y a los que Barrie, además de idearles un ecosistema propio, pone en tela de juicio. Su comportamiento es algo reprochable pues está a caballo entre lo infantil –juguetones y despreocupados- y lo adulto –vengativos e irritables-, algo que nos permite mirar a estos seres desde un punto menos positivo que el que nos han hecho creer los estudios cinematográficos y los cuentos.
Como guinda del pastel quería llamar la atención sobre una nota curiosa que ensalza la capacidad creativa de Barrie, esa que logra hacernos creer lo increíble, pues en muchas guías y portales turísticos dan como cierta una historia que se menciona al final de la obra. Según Barrie, las dos tumbas que se pueden encontrar en estos jardines fueron erigidas por Peter Pan para honrar los cuerpos de dos niños fallecidos en ellos y tal y como rezan las iniciales grabadas en ellas, “W. St. M.” y “P. P.”, que corresponden a Walter Stephen Matthews y Phoebe Phelps respectivamente. Romperé la magia cuando les diga que en realidad son dos mojones de término que marcan los límites de “Westminster St Margaret” y el “Parish of Paddington” hoy conocido como “Metropolitan Borough of Paddington”.


Para finalizar mi recorrido por esta obra y atendiendo a las ilustraciones, he de decir que han dado completamente en el clavo al elegir al artista almeriense, pues se recrea en unos personajes que no son niños ni adolescentes (me gusta porque parece dirigirse a otro público que no sea el puramente infantil), con ese halo de misterio, incluso algo perturbadores, con mucha fuerza y melancolía. En parte me recuerdan la intensidad que tienen las imágenes de Arthur Rackham para la primera edición de la obra y que afianzaron todavía más la idea de ese mundo complejo y mágico que es la niñez, donde no todo es de color de rosa, sino que se puede sufrir y reír a partes iguales.