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lunes, 16 de mayo de 2011

En el país de las maravillas...







Y así reflexiono en voz alta desde que un par de profesores de Filosofía se interpusieron en mis lozanos dieciséis años… Si las bases de la democracia se establecen en torno a la libertad como ciudadano, ¿por qué votar es un deber?; ¿Tiene el mismo valor el voto del vecino del cuarto que el de un servidor?; Cuándo uno vota, ¿lo hace como ciudadano o como individuo?; ¿La democracia se basa en la voluntad colectiva o en la individual?... En fin, que después de tanto cocido intelectual, que no maragato, es preferible tumbarse a la bartola y dejar descansar al organismo de tanta indigestión, no sea que entre pitos y flautas nos dé por el suicidio (o la eutanasia…
Algún cacao semejante llevaría mi admirado Lewis Carroll, pseudónimo de Charles Lutwidge Dodgson, cuando parió a su famosa Alicia, esa niña un tanto pava que se perdió en un lugar surrealista y extraño conocido como País de las maravillas… Añado además que, si como dicen algunos, esta novelita pretendía ridiculizar y satirizar el mundo inglés de entonces haciendo uso del sinsentido literario, abogo por erigir una estatua de este autor en cada foro, en cada hemiciclo, que recuerde a los que gobiernan que el pueblo, como si de una minúscula Alicia se tratase, es capaz de dejar en evidencia, de ridiculizar a los poderosos, a las reinas de corazones más odiosas, estrafalarias y déspotas.
Sigan mi consejo y aprovechando la cercanía de unas elecciones que prometen cambios, así como la publicación de las aventuras de Alicia ilustradas por la genial Rebecca Dautremer a cargo de Edelvives, lean.