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jueves, 30 de marzo de 2023

Ana Obregón y la gestación subrogada: el relato que se repite


Una vez más, Ana Obregón ha dado la campanada. Esta vez se ha dejado los tiros largos en casa y ha salido por la puerta grande del hospital con un churumbel en brazos. Followers, haters, magazines y telediarios han entrado al trapo. Hasta la mismísima ministra ha aprovechado para echar un mitin a su costa. Bendita gestación subrogada que nos ha calado hasta el tuétano.
Neoliberales, patriarcado, feminismo, diferencia de clases… He oído tantas cosas desde ayer, que ando un poco aturdido. Lejos de posicionarme en este circo de los dimes y diretes patrios (¡Viva la miseria barroca!), lo mejor que puedo hacer es hallar similitudes entre lo que le ha acontecido a esta mujer y el universo literario.


Empecemos con Mary W. Shelley, la autora de Frankenstein, una mujer atormentada por la muerte de tres de sus cuatro hijos. Tanto fue así, que la génesis de su obra más conocida se relaciona con un sueño en el que el cuerpo yacente de su primogénita era reanimado cerca de una hoguera mediante diferentes técnicas.
Por otro lado, Shelley, conducida por un deseo subyacente, construye un relato imaginario donde se plantea diferentes aspectos en torno a padres e hijos, creadores y creados, una asociación que permite una conversación triangular entre la autora, Víctor Frankenstein y el monstruo.
Si a esto unimos la referencia mitológica que Shelley utiliza en el subtítulo -El moderno Prometeo-, esa idea del desafío al orden natural alega una nueva posición dentro de una novela con lectura caleidoscópica: la del humano que no es castigado por los dioses, sino por otro ser humano creado a su imagen y semejanza como producto de los avances tecnológicos.


También me ha venido a la mente el Pinocho de Collodi. Obviando su carácter de novela de aprendizaje y la nariz delatora del protagonista, debemos concebir esta novela como una historia que nace de la soledad, la de un anciano, Gepetto, que ve en su artefacto animado una oportunidad para la trascendencia mundana, así como el bálsamo contra su vejez.
Del mismo modo, encontramos ciertas analogías entre la marioneta y el monstruo de Frankenstein. Ambos son seres inertes que, tras cobrar vida, desafían a sus respectivos creadores. Si bien es cierto que en el caso de Pinocho se puede interpretar como un rasgo más de la subversión infantil, existe un atisbo de crueldad en él al mofarse de su padre con tanta reiteración y pone de relevancia esa disyunción entre expectativas y realidad con la que cualquier progenitor se enfrenta en la crianza de los vástagos.


Podríamos pasarnos la mañana hablando de duelos mal gestionados, caprichos consumados, el poder del dinero, la rebeldía frente a los cánones, deseos versus obligaciones, el tecno-optimismo y sus perversiones, la suplantación filial, las proyecciones presentes y las necesidades futuras, pero, como verán, no  hay nada nuevo en  el relato posmoderno que nos acaba de ofrecer la Obregón. Y si no me creen, siempre pueden apagar la tele y acercarse a una biblioteca y leer buenos libros que les hagan cambiar de opinión. 

jueves, 5 de enero de 2023

Un puñado de clásicos ilustrados


De un tiempo a esta parte es bastante frecuente encontrar ediciones de todo tipo de obras clásicas que por una u otra razón son reconocidas dentro del canon literario.
Generalmente esto se debe a la caducidad de los derechos de autor (ya saben, estos prescriben setenta años después de la muerte de quien la escribió), por lo que la obra pasa a ser de dominio público, es decir, puede explotarse de manera libre y gratuita. Aunque hay que tener en cuenta ciertas consideraciones (las traducciones o las adaptaciones de estas obras sí pueden estar sujetas al pago de royalties), es la principal razón por la que muchas editoriales optan por publicarlas de una manera enriquecida para ofrecer al lector una visión más personal y completa de la misma.
Novelas, relatos, cuentos, poemarios y obras de teatro que han trascendido a las modas y siguen vigentes, llenan las librerías. Ediciones ilustradas, comentadas, prologadas y traducidas por Fulano o Mengano hacen más apetecibles la literatura universal y nos amplían la mirada sobre este o aquel autor, aunque también es cierto que hay que tener en cuenta ciertas consideraciones sobre este tipo de libros de los que ya hablé en este post.
Sin más dilación, paso a comentar algunos de los libros de este tipo que han llegado a las librerías este año. Como muchos de ellos son de sobra conocidos, me olvidaré del argumento para centrarme en otro tipo de características que lo realcen como objeto-libro. ¡Allá voy!



Daniel Defoe. Robinson Crusoe. Ilustraciones de Manuel Marsol. Alma. No hace falta que les diga que soy un gran admirador de Marsol, el artista madrileño que nos hace felices a muchos con el uso de la línea y la forma, para mí, sus grandes fuertes. En esta ocasión, además de explotarlas, se sumerge en el mundo de Crusoe desde el punto de vista del naúfrago de tal manera que el lector se puede poner en el lugar del protagonista. No vemos al náufrago, siquiera en alguno de los mapas que se usan como antesala a las diferentes partes de la obra. Contemplamos sus manos como si fueran las nuestras. Señalando, cogiendo caracolas, navegando... Con imágenes a dos tintas (azul y negro), Marsol nos invita a mirar con los ojos de Robinson.




Jakob y Wilhem Grimm. Blancanieves y otros cuentos. Ilustraciones de Minalima. Folioscopio
Margot Suzanne Barbot de Villeneuve. La bella y la bestia. Ilustraciones de Minalima. Folioscopio.
Aunque los textos no tienen nada que ver entre sí, ni en lo que se refiere al género, ni al estilo, he decidido reseñar juntas estas dos obras porque están ilustradas por el estudio Minalima. Encabezado por Miraphora Mina y Eduardo Lima, diseñadores que centran su trabajo en las líneas visibles, las composiciones geométricas y el uso de los colores planos, se ha editado una colección entera de obras muy conocidas. Auténticas y coloristas vidrieras que hacen de cualquier libro una fantasía. Por si eso no fuera bastante se incluyen elementos pop-up que, a modo de juego interactivo y/o elementos tridimensionales, refuerzan la magia de estos dos clásicos de la literatura infantil.




George Orwell. Rebelión en la granja. Ilustraciones de Quentin Gréban. Edelvives. Regresa esta conocida metáfora ilustrada por Quentin Gréban, uno de los ilustradores belgas más reconocidos a nivel internacional que domina la composición de las imágenes y el uso de la acuarela como nadie. Luminosa y cercana (fíjense en unos personajes donde, además de dramatismo, también hay humor), esta versión tiene poco que ver con esa estética lúgubre y gris con la que se suele representar esta alegoría sobre el totalitarismo. Merece la pena revisitarla con otro punto de vista




Louisa May Alcott. Mujercitas. Parte 1. Ilustraciones de Antonio Lorente. Edelvives. Edelvives incluye este clásico de la literatura norteamericana en la colección ilustrada por el almeriense Antonio Lorente, uno de los ilustradores con más éxito en la actualidad gracias a la estética dulce y aniñada que imprime a sus personajes, el brillo de sus ojos y una estética vaporosa que recuerda a la escuela francesa de Dautremer y Lacombe. Composiciones elegantes (el número cuatro favorece la geometría), retratos con mucho carácter, y desplegables a todo color. Esta edición es un regalo.





L. Frank Baum. El maravilloso mago de Oz. Ilustraciones de Iban Barrenetxea. Combel. Gracias a las ilustraciones del ilustrador vasco, la historia de Dorothy y sus compañeros de viaje, recuerda a un antiguo álbum fotográfico en el que, además de incluir estampas descriptivas, recoge las escenas más conocidas de la narración. Tomando ciertos referentes artísticos del realismo y el gótico norteamericano como Andrew Wyeth o Grant Wood, Barrenetxea sigue fiel a su inconfundible estilo (esta vez menos digital) y nos sumerge en un universo donde priman los colores cálidos que recuerdan al mundo rural y unos personajes muy bien caracterizados.




Mary Shelley. El elegido. Ilustraciones de Beatriz Martín Vidal. Avenauta. A partir de un poema que Mary Shelley escribió a su único hijo vivo tras la muerte de su marido y sus otros dos vástagos, se recrea esta edición que echa mano de las ilustraciones de Beatriz Martín Vidal para construir dos narrativas diferentes. Mientras que el poema apela al duelo y el dolor, la historia ilustrada describe la vida de esa mujer y su familia a partir de una metáfora acuática en la que la protagonista finalmente aparece con su hijo superviviente entre los brazos. Al tiempo que acompaña por esa sensación de dolor calmado, ahonda en los lazos familiares que, al fin y al cabo, es el leitmotiv de la obra. Se acompaña de un prólogo, el texto original en inglés, así como de un fragmento de una carta que Mary Shelley envió a Leigh Hunt.





Goethe. El rey de los elfos. Ilustraciones de Borja González. Avenauta. Este poema de Goethe está protagonizado por un jinete que mantiene una conversación con su hijo mientras cabalgan sobre el mismo corcel hacia su hogar. El hijo avisa al padre que el rey de los elfos los acecha en su carrera, hasta que al final, los alcanza. Con prólogo, el original en alemán y una interesante nota del traductor, este corpus central del libro se divide en dos partes, una primera con el texto y una segunda donde solo aparece una secuencia de ilustraciones en blanco y negro que, a modo de álbum sin palabras, relatan la historia.

jueves, 25 de noviembre de 2021

Salud mental: ¿otra excusa más para la censura?


La salud mental está de moda. Dicen que la depresión y el consumo de ansiolíticos han subido como la espuma por culpa de la pandemia. No sé si es que ya estaban ahí y han aflorado a la superficie ayudadas por el virus, o si el coronavirus ha sido el germen de depresiones, trastornos obsesivos y cuadros de ansiedad.
Alentados por el modus vivendi actual, muchos se han lanzado a decir que todos deberíamos ir al psicólogo una vez en la vida. Yo les digo que no. Que un servidor, por el momento, se abstiene de acudir a ninguna consulta. Que vaya quien lo necesite o lo crea necesario, y a quienes no lo consideremos oportuno porque vamos saliendo adelante en este mundo voraz, que nos dejen en paz.


Mientras mucha gente lo pasa realmente mal -una depresión debe ser un sinvivir que no le deseo a nadie-, otros se (auto)diagnostican muy a la ligera. Llaman depresión a cualquier bajón anímico, o trastorno bipolar a los cambios de humor. Coartadas sencillas para justificar problemas complejos como el suicidio, un comportamiento nefasto, la resistencia al cambio, o salirse con la suya.
También opino que hay muchos intereses detrás de estas misivas. Por parte del poder, ese que prefiere tratarnos de locos en vez de poner algo de remedio en nuestras vidas ("Pobrecitos, tomad, mucha terapia y unas pastillitas"). Por parte de los gremios beneficiados que ven engordado su negocio, llámense psiquiatras, terapeutas o psicólogos. Por parte de nuestros iguales o nosotros mismos para así mimetizarnos entre la muchedumbre, encajar en el mundo feliz, y tener cancha libre para ser infelices a base de hipocresía y poca naturalidad.


Banalizar un asunto tan serio como las enfermedades mentales y meter a todo quisqui en el mismo saco, no creo que sea la solución más acertada para normalizar una realidad de nuestro tiempo. Creo que es más oportuno convivir con aquellas personas que tengan este tipo de problemas sin tener que patologizar cualquier comportamiento que se salga de la norma y sea más o menos inofensivo para con uno mismo o la sociedad (a los psicópatas criminales prefiero meterlos en la cárcel). 


Toda la vida hemos tenido ejemplos de gente excéntrica, neurótica o deprimida, y aunque muchos de ellos eran relegados en el plano social, conocíamos su realidad y se aceptaba su condición sin necesidad de tanta etiqueta y diagnóstico, que si bien es cierto que normalizan ciertas situaciones, también ningunean respecto a esa masa de elegidos que tocados por el dios del buenismo reparten cordura a diestro y siniestro.
De un tiempo a esta parte, parece cundir esa práctica de ponerle nombre a todo, de diagnosticar y señalar cualquier tipo de conducta que no tenga que ver con el pensamiento único reinante. Imaginen que yo, por mi cara bonita, hiciera un análisis psicológico de todos los personajes que aparecen en los libros que reseño...


Empecemos con la Alicia de Carroll. La protagonista es una niña que sufre micropsia, un desorden psicológico que impide percibir la realidad y se caracteriza por episodios breves de distorsión de la imagen corporal, el tamaño, la distancia, la forma o relaciones espaciales de los objetos, así como en el transcurrir del tiempo. Seguimos con el Conejo Blanco, un personaje que está de los nervios por culpa del estrés y la ansiedad que le supone estar pendiente del reloj a todas horas, algo que también podría ser interpretado como un trastorno obsesivo paranoico. Como del Sombrerero loco hablaré más tarde, salto a la Reina de corazones, una histérica como la copa de un pino que sufre ataques de ira, es narcisista y paranoica. En definitiva: un buen puñado de los personajes que viven en Alicia en el país de las maravillas y A través del espejo son susceptibles de ser ingresados en un manicomio.


Si cualquier profesional de la salud diseccionara otras obras clásicas de la Literatura Infantil, la cosa se pondría fea. El mago de Oz, Matilda, El jardín secreto, Heidi, La isla del tesoro y muchos otros libros que han acompañado a montones de lectores a lo largo de las décadas tienen personajes que podrían ser diagnosticados clínicamente, pero, ¿tendría sentido hacer esto? Quizá estaría bien como juego entre colegas, pero si eso empezara a cundir en otros ámbitos como el educativo o familiar, olería a las estrellas de seis puntas y los triángulos rosas que abundaban en los campos de concentración nazis.


Pregúntense, ¿acaso nos interesa todo esto a quienes leemos? Que un libro recoja entre sus páginas personajes neuróticos, deprimidos o paranoicos, no quiere decir que sus lectores deban impregnarse de estos comportamientos. Sin ellos excluiríamos de nuestra realidad una multiplicidad de facetas que también pertenecen al universo de lo humano, y nos abocaríamos a ese mundo feliz y uniforme donde los excéntricos e indeseables son perseguidos en aras de una forma de ser única que impone necesidades homogeneizantes.


Y porque no hablamos de la fantasía, ese terreno relegado a niños, tontos y locos (¿Ven? No voy tan mal encaminado…). Como si obviar el contrato fantástico fuera suficiente para alcanzar la cordura en todas sus formas, como si la cordura mostrase una única e indivisible faceta. Me aterra que veten a la fantasía, pero cada vez es una realidad más cercana en este mundo de ofendidos y censores donde el verdadero peligro son quienes buscan anular todo lo que les sea incómodo por el mero hecho de ser diferente.


Lo estoy viendo: el próximo paso será prohibir aquellos libros donde aparezcan personajes que exhiben comportamientos poco esperados o que están deliberadamente locos. Veremos cuánto tarda un AMPA o una asociación de psicólogos en censurar libros donde personajes tienen visiones paranoides o se ríen sin ton ni son.


No obstante, lo que más me molesta desde el ámbito de la salud mental, es que siempre se han tomado como excusa los personajes de la literatura infantil para bautizar a muchos de los síndromes descritos en psiquiatría y psicología, y de paso, continuar desprestigiando un tipo de obras que tienen muchas batallas perdidas contra esa supuesta cordura del ámbito adulto.


Tenemos el síndrome de Peter Pan para referirnos a los adultos que no quieren crecer (bendito trastorno), el síndrome de Munchhausen para aquellos que mienten compulsivamente (si no conocen al citado barón, echen mano de la LIJ alemana) o el de Huckleberry Finn para definir a todos aquellos que eluden las responsabilidades cuando son niños y durante la edad adulta cambian constantemente de trabajo.
De entre todos los que conozco, mi favorito es el síndrome del sombrerero loco, uno que finalmente ha resultado ser un daño neuronal producido por la intoxicación con metales pesados. Era muy típica entre los sombrereros de los siglos XVII y XIX ya que estos artesanos inhalaban los gases de mercurio producidos al tratar el fieltro, materia prima con la que se elaboran los sombreros. Esta enfermedad neuronal afecta a la visión, el habla y la coordinación, y cuyos signos externos son irritabilidad, hiperactividad, temblores, labilidad emocional, timidez y pérdida de memoria, síntomas que Lewis Carroll observaría en muchos de ellos y le inspirarían para su conocido personaje.
No voy a decir que asimilar lo que sucede en uno mismo y a nuestro alrededor sea una tarea fácil. Es más, creo que los productos culturales deben ayudar a ello. Pero no creo oportuno que la salud mental se inmiscuya en lo el acto literario, más que nada porque yo elijo el grado de insensatez con el que quiero seguir leyendo y viviendo.


Hoy me ha dado por acordarme de Antonio Escohotado, ese filósofo que buscaba en la libertad un antídoto frente al miedo o las coacciones que empujan al ser humano hacia toda clase de servidumbres. Quizá esto de la salud mental sea otra de ellas. Porque tratarnos de locos también es arrebatarnos una parte de nuestro propio ser para subyugarnos al antojo de los poderosos y sus necesidades.


NOTA: Las imágenes que acompañan a esta entrada pertenecen a fantásticas ediciones de:

Lewis Carroll. 2021. Alicia en el país de las maravillas y A través del espejo. Ilustrado por Estudio Minalima. Barcelona: Editorial Folioscopio.

L. Frank Baum. 2021. El maravilloso mago de Oz. Ilustrado por Estudio Minalima. Barcelona: Editorial Folioscopio.

James M. Barrie. 2021. Peter Pan. Ilustrado por Svetlin Vassilev. Barcelona: Editorial Libros del Zorro Rojo.