Una vez más, Ana Obregón ha dado la campanada. Esta vez se ha dejado los tiros largos en casa y ha salido por la puerta grande del hospital con un churumbel en brazos. Followers, haters, magazines y telediarios han entrado al trapo. Hasta la mismísima ministra ha aprovechado para echar un mitin a su costa. Bendita gestación subrogada que nos ha calado hasta el tuétano.
Neoliberales, patriarcado, feminismo, diferencia de clases… He oído tantas cosas desde ayer, que ando un poco aturdido. Lejos de posicionarme en este circo de los dimes y diretes patrios (¡Viva la miseria barroca!), lo mejor que puedo hacer es hallar similitudes entre lo que le ha acontecido a esta mujer y el universo literario.
Empecemos con Mary W. Shelley, la autora de Frankenstein, una mujer atormentada por la muerte de tres de sus cuatro hijos. Tanto fue así, que la génesis de su obra más conocida se relaciona con un sueño en el que el cuerpo yacente de su primogénita era reanimado cerca de una hoguera mediante diferentes técnicas.
Por otro lado, Shelley, conducida por un deseo subyacente, construye un relato imaginario donde se plantea diferentes aspectos en torno a padres e hijos, creadores y creados, una asociación que permite una conversación triangular entre la autora, Víctor Frankenstein y el monstruo.
Si a esto unimos la referencia mitológica que Shelley utiliza en el subtítulo -El moderno Prometeo-, esa idea del desafío al orden natural alega una nueva posición dentro de una novela con lectura caleidoscópica: la del humano que no es castigado por los dioses, sino por otro ser humano creado a su imagen y semejanza como producto de los avances tecnológicos.
También me ha venido a la mente el Pinocho de Collodi. Obviando su carácter de novela de aprendizaje y la nariz delatora del protagonista, debemos concebir esta novela como una historia que nace de la soledad, la de un anciano, Gepetto, que ve en su artefacto animado una oportunidad para la trascendencia mundana, así como el bálsamo contra su vejez.
Del mismo modo, encontramos ciertas analogías entre la marioneta y el monstruo de Frankenstein. Ambos son seres inertes que, tras cobrar vida, desafían a sus respectivos creadores. Si bien es cierto que en el caso de Pinocho se puede interpretar como un rasgo más de la subversión infantil, existe un atisbo de crueldad en él al mofarse de su padre con tanta reiteración y pone de relevancia esa disyunción entre expectativas y realidad con la que cualquier progenitor se enfrenta en la crianza de los vástagos.
Podríamos pasarnos la mañana hablando de duelos mal gestionados, caprichos consumados, el poder del dinero, la rebeldía frente a los cánones, deseos versus obligaciones, el tecno-optimismo y sus perversiones, la suplantación filial, las proyecciones presentes y las necesidades futuras, pero, como verán, no hay nada nuevo en el relato posmoderno que nos acaba de ofrecer la Obregón. Y si no me creen, siempre pueden apagar la tele y acercarse a una biblioteca y leer buenos libros que les hagan cambiar de opinión.
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