Mostrando entradas con la etiqueta Album ilustrado Children's books. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Album ilustrado Children's books. Mostrar todas las entradas

martes, 18 de febrero de 2025

Gastrificación o ¿el futuro de la comida?


En lo que a gastronomía se refiere, España ya no es lo que era. Desde que se han apoderado de nosotros las estrellas Michelín y los reality shows de cocina, todo se ha degradado. Si a eso unimos que bares y restaurantes han aprovechado la coyuntura para clavarnos de lo lindo por hacer lo mismo de siempre y adornarlo con cuatro gilipolleces, en este país no hay quien se coma un buen menú del día.
Caldo de patatas, guisado de costillas, lentejas estofadas, patatas a la riojana, unas fabes con chorizo u oreja, cocido con vuelcos y sin ellos, sopa de menudillos o de tomate, arroz con pollo, conejo, morralla y también con habichuelas, galianos o gazpacho andaluz, caldo gallego o salmorejo. Si lo piensan bien, los platos de toda la vida se elaboran con productos baratos y no tiene sentido que nos los estén vendiendo a precio de oro.


Y eso si es que saben hacerlos, porque empiezo a pensar que gran parte de la restauración de nuestro país empieza a entrar en esa categoría de la quinta gama, es decir, aquellos establecimientos que sirven comida precocinada y envasada al vacío, que solo hay que calentar y emplatar al gusto. Y si no, fíjense en la cantidad de carrilleras, estofados de rabo, pan bao, croquetas, gyozas, hummus o tartares de atún y salmón que abundan hoy en día en cualquier bar.
Son los platos de la llamada gastrificación, un fenómeno que además de acabar con la diversidad gastronómica de cada zona, ha provocado la industrialización de un sector en auge en nuestras latitudes y abaratado los costes de productos que casi nadie sabe lo que llevan. Nos venden el cuento de que es comida casera, pero de eso nada. Lleva los mismos azúcares añadidos, las mismas grasas saturadas, los mismos gelificantes y los mismos aditivos que la comida preparada que venden en el supermercado de turno.


Cada vez me horroriza más salir a comer por ahí. Si antes eran los caldos o los aceites, ahora todo lo que hay en el plato es una suerte de productos cuyo origen desconocemos y a los que nos vemos abocados por a) esta vida frenética y b) la ausencia de amas/os de casa que compren, cocinen y frieguen. Y espérense, que desde que las grandes corporaciones han entrado en el juego de la alimentación, en nada veremos como los productos naturales se ponen a precio de oro a base de controlar su producción y venta. ¡Ni siquiera podremos hacernos una coliflor hervida!
Por poner una nota de color en esto de llenar el buche, hoy les traigo un librito que me ha arrancado más de una carcajada. Una cucharada de ranas, con texto de Casey Lyall, ilustraciones de Vera Brosgol, es un álbum publicado por Corimbo hace unos meses que hace una crítica a los shows televisivos sobre cocina desde un punto de vista muy sugerente y divertido.


En esta historia, una hechicera se encuentra grabando un programa televisivo titulado Cocina de brujas. En su nueva entrega quiere enseñar a los televidentes como hacer la nutritiva sopa de ranas, un plato imprescindible en la mesa de cualquier bruja. Con mucho desparpajo, va mostrando cómo es la receta. Ajo por aquí, patatas por allá, un poco de extracto de mosca y el ingrediente estrella: una cucharada de ranas. Pero algo con lo que no cuenta la presentadora es con los saltos que pegan estos batracios. Por más que lo intenta, siempre consiguen escapar de su alcance, cosa que hará de echar unas cuantas ranas en el caldero, una misión imposible. ¿Lo conseguirá?


Con una estética muy cinematográfica en la que abundan diferentes tipos de planos, ambientada en esos programas estadounidenses de los años 60 y 70, esta pequeña comedia encandila a todo el mundo con su estructura narrativa en forma de sketch repetitivo donde el humor blanco es más que suficiente. De paso, pone en tela de juicio las supuestas malas artes de este personaje tan manido de la LIJ más oscura, algo a tener en cuenta dada la inutilidad de la protagonista para coger cuatro ranas. Como colofón, tienen el final, uno que les dejo descubrir por ustedes mismos, cosa que me agradecerán.

viernes, 14 de febrero de 2025

¡Feliz y moderno San Valentín!


Hoy es San Valentín y mis efebos de la ESO están como locos. Nada como celebrar el amor para que sus hormonas se revolucionen un poco más. Se regalan abrazos, caricias, carantoñas y cucamonas. Incluso he visto un par de rosas por los pasillos y alguna que otra mano cogida.
Si bien es cierto que los teenagers siguen desbordándose de cariño por todos los poros de su piel, también hay que decir que, últimamente, veo pocas muestras de cariño en público. En mi época no quedaba ni un rincón vacío para darse el lote, eran frecuentes las disputas entre esta y aquella por algún machirulo repeinado y, tanto las declaraciones de amor, como las rupturas sentimentales estaban a la orden del día.


Quizá sea mi percepción, pues ahora me hallo al otro lado y estoy poco informado de las cuitas entre adolescentes, pero sí que oigo comentarios que parecen ser sacados de salseos vespertinos, night shows o terapias amorosas. Cuestiones como el poliamor, el ghosting, el love bombing o cushioning se abren camino en las aulas de la generación alfa (así se le llama a esta panda de ofendidos urbanitas que viven en la abundancia).
A pesar de estos, esperemos que el amor siga abriéndose camino en nuestras vidas como ese puro sentimiento en el que florece la oxitocina, nos refugiamos durante las tormentas individuales y colectivas y nos arrebata el sentido como fuente de dramas, guerras y fantasías.


Para celebrarlo, hoy les traigo dos libritos muy agradables para que regalen a sus seres queridos (que siempre hace bien un poquito de letra impresa). El primero en discordia es Alguien te quiere, Sr. Cascarón, un álbum de Eileen Spinelli y Paul Yalowitz publicado el día de hoy (¡Sí! ¡La editorial catalana ha decidido festejarlo así!).


El señor Cascarón ha recibido un paquete inesperado. Cuando lo abre, descubre una caja enorme con forma de corazón llena de bombones. Sorprendido e ilusionado, este hombre comienza a hacerse cábalas de quién podrá ser la persona que se los ha enviado. ¡Por fin alguien le pretende y él da palmas con las orejas! Está tan feliz que pasa de ser la persona más desconocida del vecindario a toda una celebrity. Derrocha amabilidad y simpatía por todos los poros de su piel y ayuda a cualquiera que lo necesite. El señor Cascarón está lleno de amor. Pero como las historias no pueden ser tan bonitas, unos días más tarde el cartero regresa para decirle que hubo un error y que ese regalo no iba a dirigido a él. Entonces…


El segundo título de hoy es El libro del amor, un álbum de Vita Murrow y Annelies Draws que acaba de publicar la editorial Tutifruti para ir agrandando una colección que empezó con El libro del año y El libro de las palabras importantes.


Con sus más de doscientas páginas, este libro es un canto al amor en más de cien idiomas. Love, uhibbuka, soyayya, lerato, liebe o agape, son algunas de las palabras (o expresiones, que también las hay) que sirven para referirse a este sentimiento universal en inglés, árabe, griego o hausa. Al tiempo, en cada doble página, las autoras aprovechan para contarnos cuestiones y costumbres de los lugares en los que se habla esa lengua u otras palabras igualmente curiosas. De este modo, el lector descubre la diversidad que puebla el globo, fantasea con acercarse a esos lugares y disfruta de lo desconocido.

martes, 14 de febrero de 2023

El negocio del amor


El amor ha cambiado mucho durante los últimos años. A ello probablemente haya contribuido esa idealización de un sentimiento que muchos piensan vital, pero también la aparición de nuevos contextos donde se cuentan sobre todo las redes sociales.
Tinder, Chispa, Plenty of Fish, Badoo, Tinder, Pure o Curtn son algunos de los nombres de las aplicaciones de citas más utilizadas en el mundo hoy día. Solo la primera facturó en España el año pasado unos cuarenta millones de euros a base de suscripciones de los usuarios, publicidad o venta de información a terceros (no se equivoquen, todo lo que circula a través de la red está disponible en el mercado).


Además de convertirse en el negocio del siglo, el amor ha pasado a convertirse en otro consumible más en el que los seres humanos degustan, saborean, escupen y desechan otros seres humanos a su antojo en esa búsqueda incesante que nunca prospera ni fructifica en esta sociedad inconformista donde todo parece poco.
El “amor” está tan alcance de la mano pero el miedo al sufrimiento, a la decepción, al futuro, nos hacen esquivarlo. Si además proyectamos todo esto en unos espacios donde se hace más fácil imaginar que experimentar, esas expectativas quedan subyugadas a los eternos relatos de los cuentos de hadas. En definitiva, se esfuman tal y como llegaron.


Insatisfacción, individualismo, chemsex, cosificación, libertad sexual, inmadurez, gamificación, pornografía, sexualización, corrección política… Todo es tan complicado en el universo amoroso actual que despojarse de todo lastre, apostillarse en la cola del Mercadona y entablar una conversación con el/la primero/a que te guste es la opción más plausible para encontrar pareja. Y si no van al supermercado, prueben en el patio de la escuela como nuestro protagonista de hoy.


Cosa de bichos de Santiago González (Tres Tigres Tristes) nos cuenta la historia de Checo y un bicho que le ha picado. Oh bueno, mejor dicho, un montón. Mariposas, mosquitos, arañas son sus compañeros de viaje en una primera experiencia amorosa en torno a una niña llamada Claudia. ¿Conseguirá Checo que a la que espera también le piquen los mismos (o parecidos) bichos.
Es una oda al amor puro. Un amor infantil que no entiende de estrategias ni de complicadas casuísticas. Es un amor sencillo, de los de antes. Con mucha víscera y pocos miramientos, el niño se entrega a esa primera aventura sentimental donde las metáforas y lo poético campan a sus anchas.


Con una paleta donde los azules, ocres y negros, el autor ecuatoriano construye imágenes muy evocadoras que recuerdan a los grabados con linóleo o madera. Ilustraciones que se repiten dando la sensación de bucle (Ya saben, el amor es así: dejar que los pensamientos giren una y otra vez sobre la misma persona), elementos que se desplazan entre las páginas para conectar mundos reales y fantásticos (¿Ven esas nubes, esa hormigas danzando?) y otros recursos narrativos como las guardas a modo de prólogo o epílogo, hacen de este álbum una manera estupenda de celebrar este día tan amoroso.

viernes, 10 de febrero de 2023

Formas, colores, letras y Paul Cox


Haciendo caso a la Piu, enciclopedia andante del álbum gráfico que tantos buenos libros nos descubre a los monstruos, me puse a indagar en la obra de Paul Cox, y la verdad que no me ha defraudado en absoluto.
Si bien es cierto que yo no había oído hablar jamás de este hombre (perdonen mi ignorancia), he buceado en su vida para ponerles en antecedentes y que puedan valorar el libro de hoy en toda su magnitud.


Paul Cox nació en París en 1959. Es un artista francés multidisciplinar cuyos trabajos destacan en diseño gráfico, ilustración y arte escénico. Un tanto atípico y de formación autodidacta, desarrolló sus primeros trabajos en Francia y Japón. Colaboró en el diseño de decorados y vestuario para L’Histoire du soldat, en la Ópera de Nancy, o El Cascanueces, en la Ópera de Ginebra. También ha realizado la imagen corporativa de la marca japonesa MUJI en París, y anuncios para el tren bala Hokuriku en Japón. Grandes nombres como el diseñador de moda japonés Issey Miyake, han usado alguno de sus trabajos en sus colecciones y el Centro Pompidou exhibió en 2005 su instalación Jeu de Contruction.
Cartelería, ilustraciones en prensa o logotipos, Cox ha realizado múltiples trabajos para . Desde 2003 es miembro de la AGI (Alliance Graphique Internationale), un club que reúne a la élite mundial de diseño y las artes gráficas.



En lo que se refiere a sus libros, Paul Cox ha desarrollado algunos álbumes gráficos como Le livre le plus longe (Les trois ourses) un tributo a Bruno Munari que cuenta con tan solo cuatro imágenes que describen una historia circular: nuestro día a día desde que sale el sol hasta que se pone; Ces nains portent quoi (Seuil) un imagiario donde se presentan un montón de elementos como respuesta a la pregunta del título "¿Qué llevan estos enanos?"; A book of lines (Corraini) donde, a pesar del título, el autor prescinde de las líneas y se centra en el color y la forma para ensalzar su valor; o Cependant (Seuil), un libro que constituye una secuencia circular de escenas donde nos habla de la sincronía del tiempo gracias a una sola expresión: “Mientras tanto…”


También ha realizado álbumes para un público más adulto como Mon amour, un librito en el que el rechazo amoroso es el leitmotiv, o Histoire de l’art, con el que ganó el premio Bologna Ragazzi en 1999 en la categoría de ficción para jóvenes.


Del mismo modo, en 2004, Seuil, su editorial de cabecera durante los años 1987 y 2002, comenzó a publicar Coxcodex I, el primer volumen de una miscelánea de sus obras, donde además de entrevistas, incluye desde escenografías expositivas, hasta comunicación cultural, pasando por sus bocetos cotidianos y sus experimentos en torno a las formas y los colores.


En España solo hay publicados tres volúmenes de Las aventuras de Archibaldo el koala en la isla de Rastepap, que llevan por título El caso del libro con manchas, El enigma de la isla flotante y El misterio de los eucaliptos (editorial José J. de Olañeta), una colección de novela gráfica protagonizada por unos marsupiales bien majetes.


A pesar de esto yo decidí aventurarme con un ejemplar de su Abstract Alphabet, un álbum muy especial que, a pesar de no estar editado en nuestro país, bien merece un pequeño análisis y reconocimiento.


Consiste en un abecedario que nos presenta las veintiséis letras (les recuerdo que está publicado en inglés) a través de veintiséis animales pero en ningún caso se representan dichos animales. O bueno, quizá sí, porque lo que hace Cox en lanzarnos un juego de jeroglíficos donde tenemos que transcribir un lenguaje inventado por él a través de diferentes formas.
Gracias a un código que el propio autor nos ofrece en un desplegable de la primera página, vamos descifrando cada una de las palabras que aparecen en cada doble página a través de una colección de formas y colores.


De esta manera, una imagen física evoca otra imagen mental, la del animal que comienza por la letra que toca, y ¡voilá! Como por arte de magia, aparece en nuestra imaginación. Una vuelta de tuerca, un rizo de otro rizo que nunca antes habíamos visto.
Es tan buena idea que incluso se han desarrollado juguetes a partir de este curioso alfabeto.


Ilustraciones humorísticas, formas sencillas y sinuosas, combinaciones de colores brillantes, letras y palabras como excusa narrativa y una toque artesanal muy característico, se reúnen para desarrollar un estilo único y personal. 
Su concepción del álbum bebe de todas las técnicas de impresión, pero más en un modo experimental que reproductivo, lo que los acerca al libro-objeto o libro de artista. Cuida el tipo de papel, la encuadernación e incluso incluye variaciones de un ejemplar al utilizar por ejemplo la litografía. Tanto es así que algunas de las primeras ediciones de sus libros se venden a unos precios desorbitados.


En definitiva, un autor que cualquier amante del libro-álbum gráfico debe conocer sí o sí, aunque nuestro mercado editorial no le haga dado la visibilidad que merece.

jueves, 9 de febrero de 2023

Historias caleidoscópicas


Una vez me dijeron que yo no era suficientemente categórico y que, como el océano, iba y venía. Yo respondí que la vida está llena de matices y que no todo es blanco o negro, sino que puede traernos y llevarnos por muchos derroteros. Que cada uno tiene su perspectiva y dependiendo de las circunstancias lo que vemos se puede tornar rojo, azul o verde. Y en eso estoy este jueves, justificándolo con un libro estupendo.
Si bien es cierto que fue editado por Aura allá por 1990 y recuperado en cierta colección por fascículos de Planeta, sigue descatalogado y desde aquí, pido su readmisión en el mercado editorial de nuestro país.  
Sí, hoy nos toca Blanco y negro del gran David Macaulay, un clásico, básico en cualquier estantería, maravilla donde las haya que se presenta ante nuestros ojos como un juego de perspectiva, una adivinanza, un ejercicio de nonsense sin parangón, un artefacto de lectura posmoderna.
Con esa multiplicidad narrativa que utiliza en El atajo, esta vez, David Macaulay nos presenta cuatro historias simultáneamente. En cada doble página se disponen cuatro imágenes a modo de viñetas que se refieren a cuatro historias con cuatro títulos diferentes: Ver para creer, Cosas de padres, Un juego de espera y Rompecabezas de vacas.


Una nos cuenta el viaje en tren de un chaval, en la de abajo tenemos a dos niños que cuyos padres se pasan el día trabajando, en la siguiente nos encontramos con una estación llena de gente por culpa de un retraso, y en la última tenemos a un caco recién fugado de la cárcel que decide camuflarse entre un rebaño de vacas.


En un principio pueden parecer independientes. Primero, por los estilos, colores y técnicas que el autor utiliza en cada una de ellas, y segundo, por unos argumentos muy dispares. Pero conforme pasamos las páginas, vamos encontrando nexos de unión entre unas y otras. Antifaces, sábanas que se cruzan de una viñeta a otra o papelillos que vuelan por todo el libro se abren camino en una literariedad enriquecida por dos lenguajes.


Todo parece absurdo y muy loco, nada de lo que aquí sucede tiene sentido, es increíble pero cierto. Y por si no fuera poco, cuando llegamos a la última página nos damos de bruces con una imagen que sintetiza diversos elementos de cada historia y nos da la vuelta a la tortilla como si de un juego infantil se tratase.


El autor inglés rompe el marco de lectura espacio-temporal y fragmenta (¿o quizá construye?) una narración en la que el lector-espectador tiene mucho que decir, pues es capaz de rellenar los huecos discursivos que se presentan, de manera que estimula, no solo su imaginación, sino también su capacidad creativa/narrativa.


Tipografías que se desmigajan, créditos, camisa, tapas enteladas, una vaca… Montones de elementos peritextuales que refuerzan esa idea de que en este libro nada ocurre porque sí, sino porque su autor lo ha decidido y nos invita a descodificar este jeroglífico tan particular en el que cualquiera puede aportar su grano de arena.
Sí, señores, no es blanco o negro, es del color de David Macaulay.

lunes, 3 de agosto de 2020

De miradas y perspectivas



Decimos adiós a un julio inédito en la historia del veraneo occidental y damos la bienvenida a un agosto que se vislumbra peor todavía. Hoteles a medio gas (los que han abierto), terrazas más amplias y sin servilleteros, el ocio nocturno diezmado, piscinas semivacías y playas con mucha mascarilla es lo que estamos viendo en uno de los espectáculos más desoladores de los últimos tiempos.
Ya saben que intento contemplar la vida con los ojos de un optimista, que intento quitar hierro al asunto y sacar algo positivo de cualquier panorama, pero les confieso que un gambitero como yo, poco puede disfrutar de una situación como esta que promete complicarse con la entrada del otoño. Convendrán que es difícil abstraerse de una realidad que golpea de diferentes formas a los hogares más variopintos y mantener una mirada serena ante los acontecimientos es una tarea titánica.


Lo he probado todo. Quitarme las gafas (que sólo me ha servido para salvarme de algún cansino postcuarentena), probar las 3D (y no consigo encontrarles la gracia), el celofán del mini Babybell® (y lo veo todo demasiado colorao), utilizar la bola de cristal (¡Un futuro negrísimo, cari!), e incluso hacerme con unas gafas de sol (que perdí a la semana de habérmelas hecho, como manda la tradición). Pero nada, chavales, que no consigo enfocar esta nueva anormalidad. Creo que la solución está en echar mano de uno de esos libros que los monstruos esperábamos con ansia viva y buscarle así la perspectiva optima a la vida.


El título en cuestión es A través. El universo de un hombre de Tom Haugomat, artista francés con cierta debilidad por el arte secuencial (vean su Marche ou rêve y me entenderán), y que ha sido publicado finalmente en castellano (¡Estaba tardando mucho!) por Adriana Hidalgo en su colección Pípala. Galardonada con una mención especial en la Feria de Bolonia del 2019, esta obra que muchas librerías han clasificado como novela gráfica (he aquí otro ejemplo de que las fronteras entre el álbum y este otro género cada vez son más difusas, y que me ha traído a la mente otros títulos como Aquí de Richard McGuire), se interna en la historia de un hombre cualquiera con una profesión especial a través de un juego de perspectivas visuales sin más referencias textuales que unos pies de foto donde se establece el marco espacio-temporal.


Todo empieza en marzo de 1956, en Mud Bay, Ketchikan, Alaska, fecha y lugar en las que el pequeño Rodney abre los ojos por primera vez. Crecerá, estudiará, soñará, se enamorará, será seleccionado para participar en los programas de la NASA, se entrenará como astronauta y viajará a la luna. También hay lugar para el desamor, la tristeza, la soledad y el duelo, que marcan cualquier ciclo vital.
Aunque esto ya es bastante, también hay que hablar de diferentes recursos narrativos y aspectos técnicos que contribuyen a construir un discurso con bastantes vueltas de tuerca.
En primer lugar, podemos diferenciar dos tipos de ilustraciones dentro del corpus de esta obra. Por un lado las de tamaño reducido enmarcadas en el blanco de la página, y por otro, las que ocupan completamente la doble página.
Las primeras, como si de una secuencia cronológica de fotografías se tratara, se presentan por parejas complementarias en cada doble página. La de la izquierda suele presentar una escena en la que los personajes contemplan lo que les rodea a través (he aquí el título de la obra) de diferentes elementos. Los barrotes de la cuna, una ventana, el telescopio, unos prismáticos o la pantalla del televisor, son objetos cotidianos por los que penetra la mirada de unos personajes que suelen dirigirla hacia la derecha, una pista que invita a descubrir en la página de al lado la escena que están viendo. (N.B.: En parte, este recurso me recuerda al juego predictivo de perspectiva espacial utilizado por Itsvan Banyai en Al otro lado).




Sobre las ilustraciones de gran formato, además de romper el ritmo narrativo -muy necesario en una obra tan larga como esta-, establecen preguntas sobre las dimensiones del universo y la relación de sus elementos. Desde las mariposas que revolotean sobre las flores (unos insectos a los que ya el autor presto atención en La chenille, la chrysalide et le papillon, una obra inédita en nuestro país), hasta los astros del cosmos. La mirada se desborda y amplía la curiosidad del observador, tanto del protagonista, como la nuestra propia.
Tampoco se nos debe pasar por alto que en la mayor parte de las ilustraciones, el autor prescinde de los rasgos faciales, no hay caras definidas, otro recurso que ayuda al lector a crear un reflejo propio, ya que no sólo es espectador de la acción, sino que participa de ella. Nos convertimos en un personaje más, interpelamos nuestra propia historia mientras contemplamos otra ajena. Y si no me creen sólo tienen que fijarse en el troquel de la tapa ¿Por qué esa forma que recuerda a los prismáticos? ¿Seremos meros voyeurs, espías de lo ajeno?


Por último cabe decir que con una limitada paleta de color (se utilizan mayormente cuatro colores: amarillo, rojo, azul y negro), este joven artista cuyo trabajo se ve influenciado por el de otros como Eyvind Earle, Blexbolex, John McNaught o Shoji Ueda (les dejo los nombres para que investiguen ustedes mismos), consigue dotar a la historia de una atmósfera retro y minimalista (es lo que tienen los colores planos sin contorno), que ensalza una narración vibrante, sugerente, irónica, evocadora y emotiva. Algo que para una vida, ya es bastante.



miércoles, 29 de julio de 2020

Apocalipsis digestivo



Apocalipsis, Armagedón…, llámenlo como quieran, pero el caso es que la cosa está próxima. Y no me refiero a los EREs que vendrán (en lugar de ferias tendremos millones de despidos y algunos se acordarán de lo que han despotricado contra verbenas, miguelitos y tiovivos), ni a esos que se alegran de que el turismo y la hostelería se hayan ido al garete (hay que ser muy malo, muy psicópata o las dos cosas), ni a todos aquellos que se dedican a vigilar la mascarilla del vecino (¡Y usted huele a cuco y yo no me quejo, cansino!) o a vilipendiar a los jóvenes (¡Menos mal que siempre hay quinceañeros a los que echarle la culpa…!). Tampoco aludo a los que se alegran de que aumenten los contagios para justificar su actual modus vivendi (Desde aquí hago un llamamiento al Colegio Oficial de Psicólogos para que abaraten sus honorarios), ni a los políticos miserables (con estos solo hacen falta las clásicas gillotinas), ni a unos medios de comunicación comprados para instaurar más mentiras, el miedo colectivo y las más absurdas consignas. Nada de esto tiene que ver con el fin del mundo.


A pesar de las conjeturas e hipótesis más variopintas, tengo mi propia teoría. La hecatombe que todos andábamos esperando comenzó a pergeñarse allá por marzo, cuando nos encerraron, no supimos que hacer sin bares, sin gimnasios, sin colegios ni clubes de jubilados y empezamos a acudir a los supermercados, desempolvamos los recetarios y conectamos con el Canal Cocina. Nos hinchamos de patatas al montón, huevos fritos, de chorizos y morcillas, de lomo de orza y ajo mataero. Le dimos bien al pan casero, el bizcocho, la empanada y otros levados. Quicos, pipas, palomitas, aceitunas, pistachos y anacardos amenizaron nuestros días. Las tajás de tocino y la tortilla acompañaron las series de Netflix, y las cervezas y el vermú con sifón, las videollamadas con los colegas. Sí señores, ahí es cuando empezó el desastre.


Hicimos lo posible por salvarnos, pero no hubo quien nos parase: nos sigue chorreando la pringue y el chocolate. No hay quién nos menee del sofá (menos todavía con estos calores), hemos empezado a olvidar lo que es la posición vertical y sólo nos desplazamos, como las morsas. Ni CoVID-19 ni leches, ese fue el principio del final. Y si no que se lo digan a la protagonista de Llama destruye el mundo, un libro de la pareja formada por Jonathan Stutzman y Heather Fox, publicada en nuestro país por la editorial (siempre acertada) La casita roja.


Con gran sentido del humor, este álbum del sinsentido nos invita a descubrir cómo es posible que en tan solo una semana, una llama (me refiero al pariente del camello que llena el altiplano andino) sea capaz de cargarse el mundo a base de hincharse a pasteles e intentar embutirse en unos pantalones de baile un tanto pequeños.
Seguro que no encuentran por ningún lado la conexión causa-efecto, pero les puedo asegurar que les va a encantar y les arrancará una carcajada (que nos hace mucha falta), al tiempo que les hará pensar en la evolución de su figura y cómo esta va a afectar a nuestro futuro, que les recuerdo que para llorar, ya tenemos bastante. Así que cierren el pico, no sea que provoquen otro cataclismo.



martes, 28 de julio de 2020

Necesaria humildad



Por mucho que los profesores de ciencias intentemos desterrar esa idea errónea del ser humano omnipotente que corona la cima de la evolución, siempre hay algún listo en las redes sociales, ciertos gurús mediáticos o montones de políticos hambrientos que deciden retomar la Scala Naturae aristotélica en sus sermones dominicales y jodernos vivos a base de sobredosis de prepotencia.


Por si no lo sabían somos un atajo de inadaptados. No sólo lo digo yo -ojito-, sino muchos otros. “Román, no te andes con sandeces. Tenemos cualidades que ningún otro ser vivo tiene y que nos permiten realizar actividades como andar erguidos, utilizar herramientas o desarrollar nuevas tecnologías. Hablamos, aprendemos y memorizamos”. Sí, mi rey, estás en lo cierto, pero eso no quiere decir que seamos los más adaptados, el summum evolutivo... Que hemos tenido un éxito adaptativo, es cierto, pero que ese triunfo selectivo también pasa por muchas trabas y lastres, también lo es.


A ver, nene, cavila un poquito… Ser bípedos está muy bien pero también castiga nuestras lumbares. Tener un cerebro grande está fenomenal, sobre todo para un hombre, porque las mujeres no piensan lo mismo cuando tienen que dar a luz. ¿Has visto a un cordero recién nacido? Pues convendrás en que tampoco podemos sobrevivir sin atenciones en la primera infancia. Y para no darte más la murga sólo me queda decirte que la calefacción o los automóviles, a pesar de ser un gran invento, da buena cuenta de que adaptamos el medio a nosotros (con sus consecuencias añadidas), y no al revés.


Resumiendo, y echando mano del virus del año, no somos más que otra especie insignificante en manos de una naturaleza caótica, generosa y violenta. Y si no me creen, echen mano del último libro de Oliver Jeffers, porque El destino de Fausto, una fábula dibujada por él y editada por Andana en nuestro país, da buena cuenta de la estulticia y egocentrismo humanos.
Este álbum con formato de libro clásico narra la historia de Fausto, un hombre que cree poseerlo todo y que se dispone a inspeccionar y constatar de primera mano todo lo que es suyo. La flor, la oveja, el árbol, el prado o el lago asienten a las palabras de Fausto, y si no reconocen que le pertenecen, éste entra en cólera hasta que se sale con la suya. Todo cambia cuando le llega el turno al ancho océano. Y no les cuento más porque esta parte tiene su chicha.


Sumerjámonos en los detalles un poco más… Por un lado el nombre del protagonista recuerda al célebre Fausto de Goethe, un hombre insatisfecho que necesita más y más. Por otro, Jeffers parece querer establecer una comparativa entre su Fausto y el comportamiento tiránico de los niños, unos que necesitan ser el centro de las atenciones y utilizan con frecuencia el yo-mi-me-conmigo. Si por último leemos el inspirador texto final de Kurt Vonnegut, nos topamos con esa vuelta de tuerca que enriquece el relato desde lo veraz pero con cierto tono anecdótico y cercano. En definitiva, podemos decir que el discurso es bastante completo y oscila entre la crítica al capitalismo, lo absurdo de la propiedad privada referida a la naturaleza, y el triunfo del conformismo, tres líneas de pensamiento que nos puede recordar a otras obras clásicas como El principito.



Centrándonos en el objeto libro podemos apuntar a unas ilustraciones realizadas con técnica litográfica tradicional y una paleta de color limitada (tierra, azul verdoso, amarillo y un simbólico rosa neón), así como unas  guardas jaspeadas de Jemma Lewis cuyas tonalidades las hacen funcionar a modo de prólogo-epílogo. Además de todo esto, hay que destacar una estructura que combina dobles páginas ilustradas con otras meramente textuales, un recurso que además de invitar a la pausa y el silencio, también indaga en la quietud y la expectación.  
Sintetizando, un libro muy recomendable para cualquier humano con un mínimo de autocrítica, que en este tiempo que corre, es algo más que necesario.
P.S.: Se me olvidaba. Busquen un pequeño detalle en la contraportada. Con Jeffers siempre hay lugar para lo hermoso.