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miércoles, 3 de mayo de 2023

Huyendo libre


Estoy harto. Harto de las miserias que me rodean. De vivirlas. De saborearlas. De repudiarlas. De bebérmelas. De llorarlas... A veces podemos hacer mucho al respecto y otras, solo nos queda cruzarnos de brazos. Eso o huir.
No me extraña que muchos cojan las de Villadiego. En ocasiones es lo más saludable. No sé si para los demás, pero sí quizá para uno mismo. Puede que si sales corriendo, te cuelguen el sambenito de cobarde, pero si te quedas, a lo mejor no lo cuentas o dependas del alcohol, los antidepresivos o terapeutas el resto de tus días.
Sí, queridos monstruos. Darse el piro también tiene que ver con echarle cojones a las cosas, porque la huida, al fin y al cabo, es una opción como otra cualquiera. Ni estoicos, ni troyanos. Que se lo digan a los judíos que llevan más de dos mil años vagando y luchando.


Lo peor de todo es que al final siempre aparece la culpa, esa sensación tan inerte como lacerante, y decides quedarte sin vida a vivir culpable. Te resignas y sigues con las miserias, aunque de tanto en cuanto te concedas una escapada ficticia, de esas que aligeran, pero que no liberan.
Por eso les traigo Pez, un álbum ilustrado de Emilio Urberuaga y Javier Zabala con el que nos golpeó la editorial Bululú hace unos meses pero que, por cuestiones de la vida, se ha quedado rezagado en la carrera por la reseña.
Nos cuenta la historia de pez, un animal que está harto de vivir en el medio acuático y le gustaría pisar tierra firme. Un día gira su aleta caudal y de un salto llega hasta la playa. De ahí pasa a la ciudad, un lugar lleno de edificios y coches donde se hace amigo de Serafín el ictiólogo y un gato vegetariano.


Una sarta de aventuras un tanto surrealistas que se conjugan para ensalzar esta oda al inconformismo protagonizada por un celacanto (ese pez del Cretácico que todavía vaga por las aguas de Sudáfrica) que le gusta vagar por agua, tierra y aire sin importarle los peligros que le aguarden. Coraje, supervivencia, valentía (y hasta una pizca de ecologismo). Llámenlo como quieran, pero el caso es que este osteíctio es todo un superviviente.
Enamorado me tienen las ilustraciones del mago leonés. Composiciones llenas de color donde los colores dibujan figuras, la oscuridad se recorta en siluetas o sugiere los volúmenes, manchas ligeras y expresionistas... Días y noches, calma y bullicio, orden y desorden. Caras seductoras de todas esas dicotomías que recoge esta fábula posmoderna escrita por Urberuaga y que deben conocer.

miércoles, 29 de septiembre de 2021

Suplantación de poderes


Ha sido un verano extraño. Tan pronto nuestros televisores nos animaban a salir cuando nos diera la real gana para gastar hasta el último euro en nuestras vacaciones, que nos instaban a quedarnos en casa por culpa de la llamada quinta ola, esa que nos iba a llevar a la ruina hospitalaria de nuevo, que nos sumiría en otra debacle por culpa de todos esos jóvenes, pecadores e inconscientes que se habían lanzado a las calles por la euforia estival.
Por un lado nos premiaban como ciudadanos ejemplares. “Disfrutad como héroes que sois, que para eso os habéis tirado un año y pico ahorrando”. Y por otro se dedicaban a jodernos con sus toques de queda y artimañas varias. “Iros a la playa, idiotas, levantad el turismo como ratas enjauladas”.


Nos han atiborrado de mascarillas, han puesto a la venta los test de antígenos más caros del continente y nos han vacunado como al ganado porcino. ¿Para qué? ¿Para tener un verano más limitante que el del año pasado? Y me sigo preguntando: ¿Hasta cuándo van a seguir utilizando la pandemia como herramienta de poder, como arma de propaganda, como parapeto para ocultar otros problemas igual de serios?
Ahora nos dicen que una triple dosis, que habrá más olas, que no nos relajemos ¿No sería mejor abrir el ocio nocturno que tener las calles a rebosar de botellones? ¿No sería mejor ir buscando medicamentos para combatir la enfermedad que atiborrarnos a vacunas? ¿No sería mejor dejar de ver la televisión?


Yo no sé cómo, a estas alturas de la película, no se le han hinchado lo suficiente las pelotas a algún juez como para llevar al trullo a más de un político. Por manipulador, por mentiroso, por cobarde (Este último rasgo, aunque útil y muy de moda, siempre me ha resultado asqueroso).
Ahora saltarán otros cobardes diciendo “Qué más da quiénes gobiernen si el resultado siempre es el mismo” “Prefiero lo malo conocido que lo bueno por conocer” “Al menos estos no…” Y yo, que soy partidario de los cambios, de la evolución, respondo que prefiero las alternancias de poder a un enquistamiento social de los males que trae consigo cada ideólogo. Que no quiero hacerle siempre el trabajo sucio a la misma facción.


Si piensan que digo tonterías, aquí tienen El rey cerdo, un álbum escrito por Koos Meinderts e ilustrado por Emilio Urberuaga (ediciones Ekaré), donde se habla, ente otras cosas, de lo fácil que es suplantar a un gobernante mediocre por otro gobernante que se volverá igual de mediocre que el primero y que probablemente será suplantado por otro.
Utilizando una parábola moderna protagonizada por un rey al que le encanta atiborrarse de gorrino y un cerdo que se plantea su insignificante existencia, se desarrollan una suerte de casualidades que con algo de sinsentido y humor nos dejan entrever una realidad que se ha repetido una y otra vez en multitud de lugares.


No se pierdan un texto en el que subyacen muchas preguntas y disfruten de unas ilustraciones coloristas y llenas de detalles que descubrirán los buenos observadores (Y para los malos, unas pistas… les invito a que se fijen en los cuadros del palacio y en el dosel de la cama, que descubran al personaje oculto en cada doble página y le hagan una caricia en la guarda trasera, y por último que disfruten del homenaje que un Urberuaga autorretratado le hace al gran ilustrador holandés Max Velthuijs).
Y tras la lectura sólo nos quedará preguntarnos aquello de: ¿A todo gorrino le llega su San Martín? Esperemos que sí. Y yo me alegraré.

lunes, 19 de diciembre de 2016

Fértiles jardines como patios de recreo


Un día a la semana me toca ejercer de policía. Sí, ya saben, guardia de recreo... Un clásico.
Aunque para muchos, sacrificar la media hora de descanso para controlar los altibajos hormonales de cientos de adolescentes es un latazo, yo gusto de pulular por el patio y observar a los chavales. Créanme, merodear entre ellos te proporciona cierto estatus. Compartes su ocio y relaciones personales fuera del academicismo que se le presupone al aula. Los ves insertos en otro contexto, en toda una suerte de dispares situaciones. Una condición de espectador que te enriquece y aproxima a ellos. Te sientes otro más, pero con cierta distancia (y algo de lumbago, ja, ja, ja).


Ese lapso espacio-temporal que para nosotros es un ligero paréntesis laboral, es un punto donde se integran muchas de las cosas que los chavales han escuchado a lo largo de la mañana. Las derivadas, los ríos peninsulares, el mito de la caverna, la estrella cromática, o esa disección de corazón que nos regala el Román... Como los buenos libros, los contenidos académicos también necesitan cierto reposo para madurar en el córtex cerebral, en el subconsciente. Y eso, amigos, es algo que también consigue el recreo.


Pero no dejemos a un lado las relaciones humanas... El patio también es un hueco en el que todos confluyen, donde se reencuentran amistades de otros cursos, enemigos acérrimos; es un lugar donde flirtear, jugar, reñir y alcahuetear. Todo ello conlleva que surja el conflicto y ahí es donde nosotros debemos jugar un papel acertado, no tanto como autoridad moral y ética, sino como mediadores en unas guerras que, aunque importantes en el día a día, poco nos atañen aunque repercutan mucho a los chavales. Es este el sitio donde traman venganzas, guerras entre bandos o alguna declaración de amor inolvidable.


A pesar de la importancia que, como hemos visto, tienen los patios de recreo, es curioso constatar como muchos de estos lugares de esparcimiento escolar están yermos y desolados. Son espacios multiusos (pistas para practicar deporte o aparcamientos) inventados sobre desiertos de hormigón, que poco tienen que ver con parques y jardines, oasis de esparcimiento y ocio humano por excelencia, donde el amor por la naturaleza se funde con la tranquilidad, la calma, el juego o las relaciones sociales. Necesitamos naturaleza en escuelas e institutos; árboles, setos, enredaderas, animales, bancos en los que acurrucarse, rincones en los que besarse, troncos tras los que atrincherarse... No lo olviden, maestros y profesores: plantemos árboles en los patios. Y si ya los tienen, no se olviden de cuidarlos.

Antonio Sandoval y Emilio Urberuaga. 2016. El árbol de la escuela. Kalandraka.

lunes, 30 de noviembre de 2015

Conscientes de nuestros defectos...


A pesar de que muchos rayan el límite de la perfección (o al menos de eso se intentan convencer..., ¡pobres necios!) otros nos dedicamos a ser naturalmente imperfectos, un ejercicio diario y necesario que nos pone en estado de alerta sobre nuestras carencias y nos ayuda a mejorar en la medida de lo posible. Probablemente se trata de un vicio personal (¡tantos tengo!), pero creo que los españoles debemos abandonar esa manía absurda de creernos el culo del mundo, primar la meritocracia sobre las medallas de hojalata que algunos lucen en la solapa (echen mano de cualquier periódico de provincias y podrán constatar la cantidad de meapilas mediocres que usan estos medios para darse pábulo), y educar a las nuevas generaciones en la sana costumbre de la humildad y la vergüenza positiva. Una difícil tarea cuando pasa por confiar en los padres de hoy día; esos que no escatiman en elogios con sus hijos (¡Qué espabilao es mi nene! ¡Un hacha! Maneja el móvil como nadie, ¡con dos añicos que tiene!), o que prefieren tratarlos como seres intelectualmente superiores (sobre todo para buscar porno gratis en la red) aunque inválidos a la hora de buscar oficio, piso o novia (ríanse, ríanse, pero conozco más de una que busca nuera para su criaturica)... En fin..., ejerzamos la autocrítica y convivamos con nuestros defectos, sin olvidar reírnos de ellos.

De no ser por sus defectos,
que los hacen imperfectos,
multitud de animalitos
pudieran ser muy bonitos.
Si no fuera que recula,
muy linda fuera la mula.
Si no fuera por el pico,
muy lindo fuera el perico.
Si no pareciera gafa,
fuera linda la jirafa.
Si no fueran tan ingratos,
qué lindos fueran los gatos.
Si no fuera tan oscuro,
qué lindo fuera el zamuro.
La gallineta, qué hermosa
si no fuera tan pavosa.
Qué bello fuera el marrano
si renunciara al pantano.
[...]

Aquiles Nazoa.
Poemas de animales.
Ilustraciones de Emilio Urberuaga.
2015. Madrid: SM.

martes, 20 de mayo de 2014

Pequeños, libres y matones


Escucho triste y estupefacto ciertas aseveraciones que argumentan el declive de la cultura, esa piedra angular de las sociedades modernas  que se desmorona por su propio peso a consecuencia de las decisiones políticas, la degradación familiar y la falta de un tejido articulado que la ensalce como nutriente y colorante alimentario de los cerebros humanos.
La perpetuación de la cultura hoy día es una labor que recae principalmente en los medios de comunicación y la institución educativa, unas vías a las que ha quedado relegada tras la desidia y pasividad de los padres y madres, esos que necesitan más tiempo para cumplir con los préstamos hipotecarios, dejarse la guita en el BodyBell® o comprarse un coche fardón.
Pese a esta asignación unilateral (nadie me dijo que tras opositar iba a estar vendido a los caprichos de la sociedad del bienestar), los profesores (infantil, primaria, secundaria y universitarios), los técnicos culturales (que engloban a diversas profesiones), e incluso los trabajadores de “La 2” (esa cadena televisiva que tanto ha hecho y hace por la cultura), nos encontramos atados de pies y manos trabajando por unos fines que pocas veces se ven satisfechos en pro del ciudadano.
La cultura mayúscula, aunque se encuentra flotando en bibliotecas, librerías, teatros, salas de exposiciones, auditorios, e incluso en la calle, está convirtiéndose en un patrimonio exclusivo, una propiedad de unos pocos que, como verdaderos caudillos, esconden a su antojo los fundamentos del pensamiento para dominar la democracia, esa por la que abogan desde todos los púlpitos, instigando a la ignorancia para apropiarse del voto ajeno.


Es hora  de que los insignificantes, los pequeños y otros seres diminutos, esa minoría que apostamos por una nueva cultura libre –que no libertaria-, seamos capaces de luchar contra los gigantes que no desean más que votantes androides y consumidores discapacitados. Es hora de que los ríos chiquitos se abran camino entre la maleza estúpida que cubre el mundo de política y otros efímeras necesidades, que fluyan en torrentes y cascadas, que se derramen sobre nosotros. Es hora de que leamos, de que cultivemos el intelecto (¡Ojo! No las cuatro lecturas obligatorias de los regímenes imperantes) y decidamos nuestro propio futuro desde un prisma individual, aunque colectivo.


Echen un ojo al Soy pequeñito de Juan Arjona y Emilio Urberuaga (editorial A buen paso) y subrayen ese mensaje exento de complejos y otras tonterías: cada uno en sí mismo, puede cambiar su propio mundo, y de paso, el de todos.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Idea de niños, mofa de gigantes


Mientras uno es pequeño puede decir todo lo que le apetezca porque nadie prestará atención a su discurso, y en el caso de que algún atrevido ose hacerlo, soltará una risita, despeinará tu cogote y se mofará de las ocurrencias del niño. Entonces, muy serios, torceremos el morro y pediremos en silencio a las fuerzas sobrenaturales que pululen cerca, que le suelten un capón a semejante idiota por reírse de tus inteligentes y bien discurridas ideas… Realidad que se torna paradoja cuando, hoy, siendo adulto (o casi), prefiero que hagan caso omiso de mis palabras, no sea que por tomar uno con demasiada ligereza aquello que opina, sean otros los que le endosen un sonoro bofetón.
Moraleja: Desléngüense durante la niñez, quizá sea menos gratificante, pero también menos doloroso que hacerlo en la madurez.


Ayer me dijeron
que yo era un enano.

Bueno, soy pequeño,
más no es para tanto.
Alcanzo a la mesa,
alcanzo al lavabo,
alcanzo a la caja
de los mantecados,
y cuando mi madre
guarda en el armario
los bombones rojos
que le han regalado,
arrimo una silla,
me empino y alcanzo.

“¡Este enano!”, dijo
mi padre enfadado,
porque estaba haciéndole
cosquillas al gato.
Me dio mucha rabia,
me metí en mi cuarto
y cerré, muy serio
pegando un portazo.

¡Yo ya soy un hombre!
¡Tengo cinco años!


Carlos Murciano.
En: Me llamo Pablito.
Ilustraciones de Emilio Urberuaga.
2004. Zaragoza: Edelvives.

viernes, 6 de marzo de 2009

¿Qué tengo...


¿Qué tengo sobre mi escritorio?... Un tarro de cristal lleno de pinceles, cinco recipientes de barro repletos de lápices, seis marca-páginas que alguien me regaló, tres gomas para borrar mentiras, dos pares de tijeras -uno para diestros y otro para zurdos-, una botella de agua cariñosa, una bola de navidad perdida, recortes de periódico, un trapo de pintor viejo, una placa de Petri llena de clips, mi primer estuche de tela para guardar las ceras de colores con las que empecé a dibujar mi mundo, un calendario antiguo, unos cuantos Post-it® garabateados, tina china invisible, un cuaderno de notas en blanco, dos poesías viajeras y cientos de ideas.

Tengo un botón de piel de cartón,
y una cazuela que canta y que vuela.
Tengo un boniato con cara de pato
y una tormenta de anís y de menta.
Tengo un burrito con cara de pito
y un aguilucho delgado y flacucho.
Tengo una hermana culito de rana
y una sardina muy seria y muy fina.
Tengo un amigo con cara de higo,
y un elefante metido en un guante.
Tengo un armario, con un dinosaurio
y una zapatilla comiendo tortilla,
tengo una cosa quiquiricosa
adivina adivinanza,
Don Quijote, Sancho Panza

Juan Clemente Gómez
Quiquiricosas.
En: Quiquiricosas.
Ilustraciones de Emilio Urberuaga.
2008. Valencia: Editorial Diálogo.