Escucho triste y estupefacto ciertas aseveraciones que argumentan el declive de la cultura, esa
piedra angular de las sociedades modernas
que se desmorona por su propio peso a consecuencia de las decisiones
políticas, la degradación familiar y la falta de un tejido articulado que la
ensalce como nutriente y colorante alimentario de los cerebros humanos.
La
perpetuación de la cultura hoy día es una labor que recae principalmente en los
medios de comunicación y la institución educativa, unas vías a las que ha
quedado relegada tras la desidia y pasividad de los padres y madres, esos que
necesitan más tiempo para cumplir con los préstamos hipotecarios, dejarse la
guita en el BodyBell® o comprarse un coche fardón.
Pese
a esta asignación unilateral (nadie me dijo que tras opositar iba a estar
vendido a los caprichos de la sociedad del bienestar), los profesores
(infantil, primaria, secundaria y universitarios), los técnicos culturales (que
engloban a diversas profesiones), e incluso los trabajadores de “La 2” (esa
cadena televisiva que tanto ha hecho y hace por la cultura), nos encontramos
atados de pies y manos trabajando por unos fines que pocas veces se ven
satisfechos en pro del ciudadano.
La
cultura mayúscula, aunque se encuentra flotando en bibliotecas, librerías,
teatros, salas de exposiciones, auditorios, e incluso en la calle, está convirtiéndose
en un patrimonio exclusivo, una propiedad de unos pocos que, como verdaderos
caudillos, esconden a su antojo los fundamentos del pensamiento para dominar la
democracia, esa por la que abogan desde todos los púlpitos, instigando a la
ignorancia para apropiarse del voto ajeno.
Es
hora de que los insignificantes, los
pequeños y otros seres diminutos, esa minoría que apostamos por una nueva
cultura libre –que no libertaria-, seamos capaces de luchar contra los gigantes
que no desean más que votantes androides y consumidores discapacitados. Es hora
de que los ríos chiquitos se abran camino entre la maleza estúpida que cubre el
mundo de política y otros efímeras necesidades, que fluyan en torrentes y
cascadas, que se derramen sobre nosotros. Es hora de que leamos, de que
cultivemos el intelecto (¡Ojo! No las cuatro lecturas obligatorias de los
regímenes imperantes) y decidamos nuestro propio futuro desde un prisma
individual, aunque colectivo.
Echen
un ojo al Soy pequeñito de Juan
Arjona y Emilio Urberuaga (editorial A buen paso) y subrayen ese mensaje exento
de complejos y otras tonterías: cada uno en sí mismo, puede cambiar su propio
mundo, y de paso, el de todos.
2 comentarios:
Yo creo en la cultura. Es parte de nuestra naturaleza humana. Es imposible que nadie acabe con ella. Dejaríamos de ser humanos...
Otra cosa es el embrutecimiento, que es parte también de la naturaleza humana que puede crecer como una plaga asociado a cualquier circunstancia.
Por otro lado, me encanta Urberuaga. La última ilustración tiene muchos ecos "Monstruosos".
¡Ay, mi Miriam, qué avispá es, joder!¡Se fija en to'!
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