En estos días hemos asistido a un nuevo número de la telenovela nacional gracias a la detención de Pablo Hasél. Todos los medios se han llenado de imágenes sobre la detención de este señor y las posteriores protestas callejeras. Que pobrecito, que abajo la monarquía, que España es un país opresor… Excusas para un alarde de violencia y descontrol sin fuste que, como siempre, nos sale caro (¿Se creerán que es el rey quien paga el mobiliario urbano?).
Entre pitos y flautas me ha dado tiempo para adentrarme en la historia del tal Hasél y constatar que, aparte de rimas poco curradas y letras incendiarias, la cosa da para una de propaganda y poco más. Cacareo y revuelo tienen sentido (evidentemente, a todo el mundo le molesta que lo callen), pero no se ahonda en la raíz del problema en el que se ha visto envuelto este catalán aburguesado (creo que no es ningún muerto de hambre, miren de quien es hijo) que juega a revolucionario y sinvergüenza (tanto como el rey, eso está claro).
Dictámenes judiciales aparte (si cometes delitos tipificados y reincides, ya sabes lo que toca...), creo que los medios (des)informantes han reducido a la mínima expresión una historia con cierta manteca, pues nada se ha hablado de la traición nacionalista ni de nuevos intereses postelectorales creados. Digámoslo alto y claro, además de sujeto mediático -y distractor-, el señor Rivadulla -apellido original de Hasél-, es otra “víctima” del show independentista.
Esperemos que, al menos, este MC reaccionario saque tajada del escándalo y se dé un baño de multitudes en su resucitado canal de YouTube. Si es listo (que no lo dudo), lo petará con su nueva situación de mártir y relanzará una pobre carrera como juglar contemporáneo. Que al final, facha o republicano, es lo que nos importa: aprovechar la coyuntura y sacar tajada.
Él lo tiene claro, ¿y ustedes? Les pregunto porque a tenor de las consignas compartidas y los montones de likes cosechados, empiezo a pensar que soy el único que no ha caído en el clictivismo más complaciente, ese activismo de sillón para amantes de las redes sociales que se apuntan al carro por comodidad, miedo o ignorancia. Dirán que no les hace falta leer nada más allá de lo dictado, ¿para qué? Si total, ya leen otros por nosotros y nos dan todo el relato bien digerido y masticado.
Y es que, amigos, cada vez soy más reticente a participar en todo este tipo de circos. A pesar de que estoy muy a favor de que cada uno diga lo que quiera (yo el primero, aunque me censuren: echen un ojo a los comentarios de esta entrada), me tomo la actualidad con más cautela, no sólo porque cada uno cuenta la vaina según le apaña, sino porque te percatas de que todo el mundo quiere libertad de expresión pero luego tuercen el morro y practican la ley mordaza.
A ofensores y ofendidos les digo: tómense la vida con el rigor que se merece. Es cierto que cada cosa tiene su perspectiva, pero también su medida, y aunque nos joda, el buen humor siempre debe estar presente. Como decía Twain es nuestra mejor arma y exhibiendo una sonrisa evitamos entrar en una cadena de despropósitos y ponernos de mala hostia los unos a los otros. Algo que resumen requetebién Charlotte Zolotow y Geneviève Godbout en su De mal humor, un librito recientemente editado por Tramuntana que viene al pelo.
El día empieza lluvioso. Aunque a Charlot, el perro, le da igual, no parece que suceda lo mismo con el resto de la familia, pues el mal humor va pasando de mano en mano y todos acaban mosqueados. Del padre a la madre, de la madre a los hijos, los niños se lo llevan a la escuela. Y así, uno a uno, todo el mundo parece recibir su dosis de mala virgen.
Una historia encadenada de la siempre cercana pluma de Charlotte Zolotow que gracias a la tierna mirada de la ilustradora canadiense, da mucho juego en eso de la convivencia escolar y familiar (sin sacarlo de quicio, claro, no hace falta utilizarlo para hacer un juego de la oca emocional). Yo sé a qué malencarado regalar este libro tan simpático y veraz, ¿y ustedes?