Con la alergia algo más atenuada (gracias a las múltiples
bonanzas de la orilla del mar, of course) y los ánimos chispeantes, parece que
las ganas de primavera empiezan a despegar, que es lo que tocaba. Tumbarse
sobre el pasto mullido, dejar que pasen las horas. Sin preocupaciones, sin más
compañía que uno mismo y las hormigas y otros insectos que, como los
escarabajos, trajinan incesantemente. Que te arrulle el trinar de los pájaros,
contemplar las puestas de sol con la esperanza de que los días próximos vengan
cargados de más luz. Vivir es el verbo de esta época del año.
En mi memoria se agolpan los recuerdos de esas primaveras en
las que la bicicleta era mi mejor compañera, cuando mi hermana me llevaba a la
guarida de la perra recién parida, y surcábamos los campos de cebada entre las
espigas que verdeaban. Recogíamos flores y, a falta de florero, mi madre las
colocaba en un vaso. Corríamos detrás de las gallinas y sus pollos recién
nacidos, pelábamos los ajos tiernos -montones de ellos-, también guisantes.
Tortillas de porrines, también de espárragos, caracoles, fresas con nata y flanes
de huevo. Eso era la primavera.
Solo nos faltaba una casa en lo alto de un árbol, o mejor
dicho árboles lo suficientemente grandes como para hacer una casa sobre sus
ramas, porque claro, teniendo en cuenta que sobre La Mancha rala no abundan, y
que por aquí no hay muchos jardines particulares (la vida española es lo que
tiene), teníamos que buscarnos las mañas en otros rincones. Entre las cañas,
alguna cuevecilla o un bosquete asalvajado eran los lugares para construir una
pequeña choza o un espacio más amable.
No echábamos mucho de menos el árbol pues, aunque la altura
siempre ofrece más enjundia –véanse Ewoks o elfos de Lothlorien-, la cosa no
consistía en hacer una obra de ingeniería, sino en crear un espacio amable en
el que sentirnos a salvo de las decisiones adultas, de su omnipresente mano. Se
trataba de idear un ecosistema personal, quizá caótico, imperfecto, donde dar
rienda suelta a nuestros miedos y deseos, y que, sin mucha arquitectura, nos
fuéramos encontrando unos a los otros, para reñir, entendernos o amarnos.
Esa es la idea que me ha recorrido mientras leía Como hacer una casa en un árbol, un
álbum poético de Carter Higgins y la conocida ilustradora hawaiana Emily Hughes
(ya saben, la misma de Salvaje, El pequeño jardinero o Charlie y Ratón) editado en castellano
por Libros del Zorro Rojo.
En él se despliega esa exuberancia del mundo natural de la
que hablamos, no sólo desde un punto de vista contemplativo, sino desde lo
pragmático y lo fantástico. La naturaleza envuelve este libro en cuyas páginas
se ofrecen una serie de consejos, las instrucciones necesarias para dar forma a
ese hogar sobre el árbol, o lo mejor de todo, a deconstruirlo una y mil veces,
pues cada niño tiene su árbol particular sobre el que construir un futuro
personal e intransferible, un andamio sobre el que disfrutar de mil aventuras, hacer
las piruetas más imposibles, escuchar historias inverosímiles y soñar bajo el
cielo estrellado.