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jueves, 19 de mayo de 2022

Se necesitan albañiles


Dicen por ahí que hay empresas incapaces de encontrar mano de obra cualificada, sobre todo en lo que se refiere a sectores como la confección, la hostelería, las explotaciones agrícolas o la construcción. Se ve que en España hay un montón de trabajo pero hay gente que no se ha enterado. ¡Gandules, uníos y levantad el culo del sofá! No hay nada mejor que activarse, dejarse las paguicas a un lado y ponerse al quite con esa difícil tarea que es la supervivencia.
Si bien es cierto que son trabajos que requieren de un esfuerzo físico y no todo quisqui está dispuesto a doblar el lomo (el estado del bienestar, señores, la lacra de nuestro tiempo), también tenemos que entender las razones que nos han llevado a esta situación. Veamos como ejemplo la realidad en el sector de la construcción.


España ha sido un país de albañiles, pintores, ferrallas, alicatadores, fontaneros y escayolistas. Oficios de larga tradición que siempre han contado con oficiales la mar de cualificados y con mucha experiencia. Si bien es cierto que durante el boom de la construcción a finales de los años 90 y primeros 2000, los destajistas comenzaron a desprestigiar a unos trabajadores que siempre habían gozado de buena fama tanto aquí como en el extranjero (no les voy a recordar la cantidad de albañiles españoles que trabajaron en la reconstrucción de Alemania). Luego llegó la crisis del ladrillo y la mayor parte de ellos se prejubilaron, se dedicaron a los subsidios o se reciclaron.


Ni las administraciones públicas ni el sistema educativo ni el tejido empresarial se dieron cuenta de que volveríamos a necesitarlos, que había que seguir formando gente que se dedicara a estas labores y que se estaba perdiendo un patrimonio cultural (¿Cómo llamarían al arte de saber hacer una casa en pleno Ampurdán, la Mancha profunda o la Galicia rural? Ni todas son iguales, ni todas cubren las mismas necesidades).
Ahora nos encontramos con los cuatro supervivientes de aquella historia, un buen puñado de advenedizos que no saben lo que se pescan, y los trabajadores del sector que estamos exportando desde el este europeo y Latinoamerica, que no dan abasto con un volumen de trabajo que ha incrementado exponencialmente debido al aumento de los alquileres, las nuevas inversiones en vivienda y los montones de reformas que han surgido por culpa del confinamiento.


Para relacionar de alguna forma este tema con algún libro necesario de entre la última tanda de novedades, les traigo La casita de Virginia Lee Burton, un clásico del álbum anglosajón que nos trae en una edición estupenda la editorial madrileña Lata de Sal. En él, una pequeña casa que vive feliz en el campo rodeada de colinas, un vasto cielo azul y el calor del sol, ve peligrar su ecosistema cuando los hombres empiezan a construir, primero unas promociones de viviendas adosadas, y más tarde altos edificios que, evidentemente se acompañan de mucho trajín, ruido y contaminación. ¿Qué pasará con ella en mitad de ese caos?


Una metáfora hermosa sobre la industralización descontrolada de los años cuarenta en Estados Unidos y que más tarde se haría extensiva a otras zonas del planeta donde las rascacielos y colmenas de apartamentos sepultarían pequeñas casas que, como la protagonista de nuestra historia, fueron los últimos vestigios de un tiempo pasado en el que el hombre tenía un modus vivendi más cercano y respetuoso a la naturaleza.
También se podría hablar de gentrificación de ciertas áreas, de personificación de los objetos (¿Ven su cara en esas ventanas, en la curvatura de su puerta?), incluso de la capacidad de adaptación a diferentes hábitats. ¿Gran urbe o medio rural? ¿Paz o muchedumbre? La casita es un libro que nos susurra muchas cosas al oído, que desborda su discurso en cada lectura, la razón por la que quizá en 1943 recibió la Medalla Caldecott. 


Ilustraciones donde la línea y la composición son todo un acierto (fíjense en como la autora llena de curvas sinuosas el campo y elige rectas y ángulos para la ciudad), unas guardas secuenciales donde el formato cómic tiene mucho que decir (¿Qué sucedería si las colocásemos en formato flip-book?), algún que otro cameo de personajes como Mike Mulligan and His Steam Shovel (otro libro de la autora escrito en 1939), bien merecen un paseo por un libro que lleva circulando más de 80 años. 
Lo único que echo de menos es el juego visual y lleno de significado que recogen la tapa y contratapa de la edición inglesa (¿Por qué harán estas cosas las editoriales españolas?) donde la combinación de círculo-cuadrado, misma paleta de color y una margarita sonriendo, icono que aparece una y otra vez en el libro, lo resumen a la perfección.
 


sábado, 19 de marzo de 2022

Padres (im)perfectos


Que mi padre está como unas maracas ya lo he contado en otras ocasiones. No es un hombre al uso pues tiene una idiosincrasia muy particular en la que dejadez, ideas disparatadas,  humor negro, frustración, hipocondría, imaginación, terquedad, bagaje intelectual desorbitado y trabajo a destajo son piezas clave.
No voy a decir que mi padre es el mejor del mundo porque tendría que batirme en duelo con muchos de ustedes, pero sí que afirmo que sin mi padre yo no sería el que soy. Quizá me hubiera criado en una familia típica donde nada se pondría en duda, no habría pluralidad y todo seguiría un rumbo muy manido. Demasiado aburrido todo, la verdad.



Hay personas que viven su faceta como hijos a base de rencor. Que si mi padre me hizo esto, que si me hizo lo otro, que si me dijo lo de más allá, que nunca se lo perdonaré… Todos los padres hacen cosas mal (como cualquier hijo de vecino), pero no por ello son malos padres. Estamos en un mundo en el que, parecer ser, la vida de cualquier persona debe adscribirse a un plano idílico de sentimientos y circunstancias que nos homogenicen por igual. ¿Acaso todos los padres deben ser cariñosos, condescendientes, comprensibles y dialogantes? Permítanme decirles que yo no lo creo y soy muy feliz con el padre imperfecto que me ha tocado.
Algún día tendré que rendirle tributo. Idear cierto personaje que protagonice alguna novelita simpática, de esas muy alocadas en las que cualquiera pueda verse reflejado porque, aunque ustedes no lo crean, todos los padres comparten excentricidades. Sin ir más lejos hoy les traigo la historia de un padre que, cuando fue niño, liberó un dragón…


Escrita por Ruth Stiles Gannett en 1948, la primera parte de la trilogía que se reúne bajo el título Three Tales of My Father's Dragon (la segunda y tercera todavía no han sido traducidas a nuestra lengua), cuenta la historia de un chaval, Elmer Elemento, cuyo máximo deseo es volar. Un día se encuentra a un gato que le habla de la Isla Salvaje, donde tienen retenido a un dragón, que podría hacer su sueño realidad. Así que decide partir en un barco hacia allí con un buen cargamento de chicle, piruletas, gomas, cepillos de dientes y un peine para sortear los peligros que encontrará y liberar así al dragón.



De esta historia hay dos ediciones diferentes en castellano. Una es en formato novela ilustrada, como la original, y está publicada por la editorial Turner (2014), otra es la que acaba de publicar la editorial Lata de Sal en formato de álbum ilustrado. Aunque en ambas pueden encontrar las ilustraciones originales y monocromas de Ruth Chrisman Gannett, madrasta de la autora, en la de formato libro-álbum se complementan con ilustraciones de Helena Pérez García que reinterpretan a todo color las originales.


Páginas a rebosar de aventuras, con montones de animales muy bien caracterizados y mucho ingenio infantil, son las mejores bazas de un libro que sigue reimprimiéndose más de 70 años después de su publicación y del que se han hecho adaptaciones cinematográficas (hay una versión anime de 1997 y este año se estrenará otra animada en Netflix) para alegría de su autora, una que todavía siguen vivita y coleando (este año cumplirá la friolera de 99 años) en una granja cercana a Nueva York.




jueves, 24 de febrero de 2022

Mascarillas y disfraces


Jueves Lardero y yo con estas pintas. Para un año que parece que el carnaval asoma la cabeza, me ha pillado en bragas. Que bien pensado, “mi-no-entender” a cuento de qué se ha dejado de celebrar esta fiesta tan callejera. Ni siquiera durante la Guerra Civil los gaditanos permitieron que se la robaran. Y mira que Franco era malvado. Pero claro, ahora con la salud pública y el miedo infundado, nos tienen cogidos por los huevos.
Yo, como siempre, animo a la desobediencia y la risa, que ambas son cosas muy sanas. No me irán a decir que se han metido varios cócteles de genes por el cuerpo y ahora se echan a temblar por una fiesta al aire libre, máxime con este tiempo que el cambio climático nos está regalando.


De todos modos, ¿qué más da? Si nuestro día a día ya es un carnaval. Mis alumnos no se quitan la mascarilla ni en el patio. “Que si me da vergüenza enseñar los granos” “Mi nuevo rimmel luce divinamente” “Me veo mucho más guapo” “Así puedo comer chicle cuando quiera” “Lo mejor de todo es decirle hijo-de-puta al profesor por lo bajo”... Occidente ha encontrado su burka y auguro que será difícil de erradicar. Welcome to Paradise: los nuevos totalitarismos sanitarios.


Lo que me tiene en ascuas es si las autoridades de toda índole (ahora, hasta las asociaciones de vecinos lo son) recomendarán el uso de mascarilla sobre caretas y disfraces. Sería el summum de la estulticia, pero viendo cómo se las están gastando desde hace dos años, creo que nos quedan muchas cosas por ver.
Espero que a todos estos les dediquen alguna chirigota, de esas que hacen murga y sangre, para que sean recordados como caudillos sanitarios, que si no, hasta Don Carnal se va a volver buenista y toda esperanza de cambiar el mundo quedará perdida entre la esclavitud y esta velada ignonimia.


Yo sigo con mi rollo, Abraham Remy Charlip y Una fiesta de disfraces, un libro que tiene embelesado. Publicado hace un par de años por Lata de Sal, esa editorial con una colección vintage que es canela fina, este librito apaisado llegó a nuestras librerías de manera muy desapercibida, y aquí me tienen, dándole aire y vida.
En esta historia de disfraces improvisados y sueños encandenados, el autor francés se divierte instándonos al juego de pasar página. Sí, a ese tan estupendo que propone todo libro para descubrir cómo los diferentes personajes son capaces de darle rienda suelta a la imaginación y fabricarse un disfraz con cualquier cosa. Aunque unos se intuyen más que los otros (mi favorito es el del elefante), todos son estupendos para terminar en torno a eso con lo que empieza la narración y hacerla redonda.


Si no habéis tenido bastante con estas adivinanzas seguro que en los días venideros tenéis muy buenas opciones para disfrutar de disfraces fantásticos, descubrir amigos tras el antifaz y cultivar la fantasía, esa por la que siempre merece la pena luchar.

miércoles, 14 de abril de 2021

Oficios extintos y olvidados


El progreso es el olvido. No hay mayor ejemplo para esta afirmación que la cantidad de oficios que se han perdido durante los últimos cien años, una época donde la tecnología y la industrialización han cambiado nuestras necesidades y formas de consumo. Esto ha llevado aparejada la desaparición de un sinfín de actividades que otrora fueron muy comunes o simplemente se han convertido en relícticas (me encantan estos palabros biológicos).


Hace mucho tiempo que no veo cobradores de autobuses (imaginen lo importante que era un oficio como este en el Londres de hace décadas) ni ascensoristas (si te descuidas, las máquinas de hoy día son capaces de adivinar a qué piso quieres subir…). Los serenos desaparecieron hace tanto que nunca llegué a escuchar el zurrir de sus llaves. Aguadores y aladreros tampoco existen (los primeros vendía agua potable cuando el suministro estaba de aquella manera y los segundos reparaban carros y carretas).
Algo parecido sucede con el paragüero (el último lo vi en Winchester hace más de diez años… ¿será porque en Europa todavía hay paraguas buenos que merece la pena arreglar?) o el campanero (¿Ustedes distinguen entre el toque de arrebato, repique o difuntos?). Muy pocos saben hoy día cómo funciona un molino y mucho menos un batán (este artilugio es un engendro hidráulico con unas palas de madera que golpeaban los tejidos para darles consistencia después de su fabricación.


En aras de la nostalgia y para combatir esa pérdida del patrimonio cultural y laboral, hay personas que están recuperando todos estos oficios, pero lejos de buscar sustento con ellos, los consideran otra afición más. Es el caso de los esparteros que crean nuevas formas a base de fibras vegetales. Lo mismo pasa con los cesteros, que sobreviven en los pueblos donde mimbreras y castaños ayudan a la economía familiar, las bolilleras y sus encajes (que valen un dineral) y algún que otro afilador que recorre durante el verano los barrios de la periferia con su flautín anunciador. Los menos son los barquilleros, que pululan por algunas ferias con sus juegos de ruleta.
Si todo sigue así, auguro que pronto desaparecerán los kiosqueros (periódicos digitales mediante), los acomodadores (algunos quedan por ciertos cines y teatros, pero ya veremos los que sobreviven tras la pandemia), los ebanistas (¿Han visto ustedes un mueble de madera últimamente?) o los churreros (muy a mi pesar y con tanto defensor de la comida saludable, dentro de nada son capaces de declararlos delinqüentes). Y nos entrará mucha pena.


Algo parecido debió sentir Sophie Blackall cuando se decidió a contar el día a día de un farero en su ¡Hola, faro!, un álbum que edita en castellano Lata de Sal esta primavera pero que hace unos años obtuvo la Medalla Caldecott. No es para menos pues este libro a caballo entre la ficción y la no ficción, tiene mucho que contar sobre una profesión de la que actualmente no queda ni rastro.
Empezando por el formato (uno vertical, como era de esperar hablando de faros) y terminando por los recursos narrativos que utiliza en sus ilustraciones, esta mujer de cuyo trabajo hablé hace unos días consigue hilar una historia donde descripciones y emociones se entrelazan para impregnar al lector del modus vivendi de estos trabajadores y sus familias. Limitaciones, ventajas, alegrías, tristezas y más de una curiosidad llenan las páginas coloristas de un libro que mira al pasado tendiendo un puente al futuro.


Disecciones arquitectónicas, paseos circulares de madres gestantes, valor y solidaridad, escaleras de caracol, puestas de sol únicas y otros horizontes de ensueño son algunos de los motivos que encontrarán para enamorarse de un libro sencillamente exquisito que ejerce de luz y guía.



lunes, 16 de diciembre de 2019

Impacientes pero contentos



En este mundo que vivimos prima la celeridad. Lo queremos todo de manera instantánea, sin espera y con mucha urgencia. Lo peor de todo es que lo mamamos desde bien pequeños. Los niños ansían que llegue Papa Noel, los Reyes Magos, el Black Friday, su cumpleaños, el del compañero, el carnaval, las vacaciones y la feria de Albacete… Vivimos en un estado de expectación eterno.
Estamos todos como unas maracas, incluido mi sobrino, que sólo saber correr (se ve que no le encuentra mucha miga a eso de caminar…). No tenemos ningún sosiego y desesperamos en el cine y en la sala de espera del médico (¿Habrá ido alguna vez rápida la cosa?) y en la cola de la charcutería (¡Madre, la de fiambre que consumimos!).


Es así como surge el movimiento “slow”, uno que trata de la lentitud y el disfrute. De la comida (que se engorda menos comiendo despacio, oigan), de la bebida y de la piscina (si tengo poco tiempo para nadar no crean que disfruto lo mismo).  No obstante también he de apuntar que la gente demasiado tranquila me pone un tanto enfermo, más todavía cuando dependemos de ellos.
Y con impaciencia, ese mal que nos invade, llegamos hasta uno de los libros que está revolucionando las librerías. No nos debe extrañar, pues La oruga impaciente de Ross Burach y la editorial Lata de Sal, es uno de esos espejos en el que podemos vernos reflejados y echarnos a reír, algo que me encanta de un álbum ilustrado. El argumento es sencillo. Una oruga más que atacada quiere convertirse en mariposa y sigue las instrucciones de sus colegas (como sabrán, lo que toca es fabricar el capullo y dejar que transcurra el tiempo), algo que resultará una tarea titánica para ella.


Se imaginarán el juego que da una historia así y yo les confirmo que es genial por muchos más motivos. En primer lugar porque el autor da con la estructura narrativa perfecta, una que es híbrida entre el lenguaje del cómic y el álbum (podríamos hablar de sketch también), ya que imprime mucho dinamismo a la acción (esa especie de atropello que toda persona impaciente sufre ante una situación de estrés). En segundo lugar es muy adecuado el estilo cartoon y unas tintas vivas que se dirigen sobre todo al público infantil, reclaman su atención y le imprimen un carácter de desenfado y diversión (no todo va a ser trágico e intimista…). Por último decir que me encantan ciertos giros que se dan de forma inesperada que buscan, sobre todo, evitar el didactismo tan manifiesto de muchos libros infantiles y que ensalzan su crítico discurso más allá.
¡Ups, se me olvidaba…! ¿Y la protagonista? ¿Se convertirá en mariposa? Eso sólo pueden descubrirlo si leen de cabo a rabo este fantástico libro que recomiendo a manos llenas.



martes, 11 de junio de 2019

Transformar el día



Para Ana Albarrán, que le encantan mis bandas sonoras.

Yo me desperezaba mientras Bill Whiters cantaba esa de “Lovely Day” (uno, que se despierta con el R&B de finales de los 70...) y pensaba que, de encantador, este día tenía más bien poco. Quizá hubiera sido mejor que sonara “Rescue Me” de Fontella Bass... La cosa fue mejorando durante la ducha, pues sonaba el “I’m Coming Out” de Diana Ross y parece que mis pies comenzaron a coger algo de ritmo mientras el agua escurría por mi anatomía. Mientras subía el volumen de “It’s Too Late To Turn Back Know”, saltaban las tostadas pidiendo algo de miel y nueces... Leche caliente, cacao y cerezas: tocaba mirar hacia delante ¡Nada más que hablar!


“¡Ups! ¡Si hemos cambiado de tercio!” pensé cuando comenzó a sonar la de “Come and Get Your Love”, un tema para bailar mientras hacía la cama y ponía todo más o menos parejo (no sea que acudiera algún ladrón y me tachara de desordenado). Stevie Wonder y su “Part Time Lover” me arrancaron una mueca canalla.
Me abotoné la camisa en la compañía de “Let’s Get It On”, un clásico suavecito de Marvin Gaye, y dejé que la brisa que entraba por la ventana me arrancará la primera sonrisa de la mañana. Los cordones de las zapatillas se ataron solos con el “Heat Wave” de Martha and The Vandellas y acordándome del calor sofocante que hace en el instituto me pregunté “¿Será mejor llevar sandalias…?” Dejé sonar un poquito el “A Deeper Love” que Aretha Franklin me regalaba antes de salir de casa. Las ocho menos cuarto. “Al final, no pinta tan mal el día…”


Y así, con ganas de comerme el mundo hemos llegado a Hoy, un álbum muy hermoso de Julie Morstad editado en castellano por la estupenda Lata de Sal (¡Ay, qué poco me topo con sus libros...!) que tenía que reseñar sí o sí. En este libro-álbum de la autora canadiense con un estilo dulce, romántico, de cierto aire vintage, y que recuerda a otros ilustradores como el japonés Gyo Fujikawa o el francés Alain Grée.
Aunque podía haberlo incluido en la selección de libros informativos de la semana pasada ya que combina elementos de la no ficción con la ficción (véanse esos muestrarios de ropa, desayunos o juguetes infantiles), he creído darle un hueco propio, pues es un libro que además de presentarnos el universo de los niños, nos hace reflexionar, crear mundos imaginarios, desbordarse en la imaginación de cualquier persona (¿Se han fijado que conforme pasamos las páginas vamos eligiendo lo que más nos apetece en ese momento?). No olviden detenerse en los detalles, sobre todo del vestuario (esta mujer es una enamorada del universo textil) y en algunos cuadros que cuelgan en las paredes (¿Adivinan la inspiración?).


En lo ficcional tiene mucha quietud, también trasiego, nos invita a la reconciliación con nuestro día a día desde el optimismo y la mirada infantil, pues nos retrotrae al pasado y, a modo de reflejo, nos hace esbozar esa sonrisa de antaño. También es canto a lo humano, a lo diverso.
En este Hoy no hay fuegos de artificio ni pretensiones, sólo nos acompaña en ese viaje de hoy que puede ser el de mañana.



lunes, 30 de abril de 2018

El sketch como estructura narrativa en el libro-álbum



Tras esta conversación con Vicente Ferrer en la que el editor definió a muchos de los libros dirigidos a los niños de hoy día como “historietas”, el aquí firmante empezó a darle a la neurona... Historieta, comedia de situación, sketch... ¿Y si muchos de los álbumes ilustrados tuvieran estructura de sketch cómico...? Es posible, Román, así que toca profundizar un poco más...


Se conoce como sketch a una escena, por lo general humorística, de poca duración que tiene su origen en los bodeviles y cabarets. Posteriormente, este número de las artes escénicas pasó a otros formatos como el radiofónico o el mundo de la historieta gráfica, generalmente a las tiras creadas para la prensa diaria y dominicales, y amplió su influencia a otros medios como el televisivo o el cinematográfico.


Es así como los sketches han llegado hasta nuestros días y se han generalizado en la escena cultural, algo que no me extraña teniendo en cuenta que si algo tiene el sketch que lo diferencia del resto de formatos es su corta duración, una que lo hace idóneo para una época donde la escasez de tiempo nos limita en la mayor parte de los ámbitos de la vida. En unos segundos, en unos minutos de duración, el sketch es capaz de enredarnos en sus redes y hacernos meditar tanto o más que un largometraje sesudo o una novela de tropecientas páginas. Quizá esta característica se podría asemejar a de la fábula o la parábola, pero no con su contenido, ya que estas siempre presentan un fin didáctico o moralizante, algo que no sucede en estas historietas.


También hemos de tener en cuenta que, bien a través del sonido, de las imágenes o de la teatralidad, el sketch nos lanza un mensaje que puede tener distintos grados de complejidad -por su elaboración o por el tipo de mensaje que se lance al espectador, al consumidor- que es captado rápidamente. Esto quiere decir que la calidad del discurso no es directamente proporcional a la duración del producto, sino que su creación requiere de una herramientas precisas, de unas destrezas que permitan un alcance aceptable entre el público.


Por último y para resaltar un punto común en los llamados sketches me gustaría detenerme en la parodia, un recurso de estilo utilizado en casi todos los ámbitos artísticos que consiste en la imitación burlesca de un personaje o hecho y que se suele embeber de lo irónico, el doble sentido y lo exagerado para desarrollar un discurso crítico. Humorística o no, la parodia es transgresora y se mueve en los límites de lo bizarro (en su acepción castellana de “valentía”).


Si nos fijamos bien en estas tres características: economía temporal y/o de recursos, discurso elaborado y parodia, podemos hacer un símil con el mundo del libro-álbum, un formato, un género que, aparentemente (no quiero profundizar en las paradojas de lo mucho y lo poco en los lenguajes verbales y no verbales) tiene un contenido limitado pero que en muchas ocasiones puede albergar planos discursivos muy complejos y paródicos, algo que llama profundamente la atención en muchos lectores que se topan por primera vez con este tipo de libros y piensan “¿Cómo es posible que en tan sólo 32 páginas se puedan condensar tantas cosas y que nos formulen tantas preguntas?” 


No sé a ustedes pero a mí me sucede lo mismo con un buen álbum ilustrado que con un chiste de Gila, Chiquito o Eugenio, con un número de Les Luthiers, o una tira cómica de Mafalda, Peanuts o Calvin y Hobbes. Sin ir más lejos les invito a que se sumerjan en los tres libros que me han hecho pesar sobre la estructura del sketch en el álbum ilustrado contemporáneo (con sus salvedades, por supuesto) y a los que pertenecen las imágenes que acompañan este post...


Por un lado les recomiendo El chaleco del ratoncito de Yoshio Nakae y Noriko Ueno (editorial Lata de Sal), un pequeño y divertido álbum que nos habla del mundo plural tomando como hilo conductor un chaleco; Cerdo Cerdo un álbum del siempre inspirador Juan Arjona y la ilustradora Cristina Spanò (editorial A Buen Paso) que intenta la búsqueda del yo desde una posición cotidiana donde la disyunción y lo irónico tienen un peso importante; y el Malo de Lorenz Pauliy Kathrin Schärer (editorial TakaTuka) una fábula moderna donde la repetitividad y el giro a lo inesperado abogan por aleccionar a los malintencionados.


lunes, 22 de mayo de 2017

Adolescentes afortunados, padres desafortunados (¿o es al revés?)


Perdonen mi ausencia durante la última semana. Anduve por tierras zamoranas con una caterva de alumnos y mi atención no daba para más. Afortunadamente la cosa fue bien (¡Qué descanso!) y hoy puedo puedo empezar de nuevo a darles la tabarra con estos libros míos, aunque sea a expensas de mis estudiantes, esos que me inspiran no pocas veces....
Por fortuna o por desgracia, tratar con adolescentes da mucho quehacer. Mientras que a los niños les hace carantoñas todo el mundo, a los púberes nadie las hace caso. Achacando que lo suyo es insoportable (cosa que es verdad, ¿para qué vamos a mentir?), la sociedad se deshace en remilgos y los deja de lado. Con un carácter a caballo entre pequeños y grandes (transicional lo llaman), los jóvenes de este país, querámoslo o no, son un problema menor. Lo que acabo de llamar “imposibles invisibles”, algo que no es excusa para intentar entenderlos. ¿Padres? ¿Profesores? A ver quiénes son los guapos que se atreven...


Padres, como hijos, hay de todas clases... Unos, más que hartos, no saben qué hacer con los descarrilados (“A ver si tú, Román, hablas con él, que a mí, ni caso...” Y yo, sigo flipando), mientras otros, ignorantes, viven en la inopia (“Román, de verdad de la buena, que estudia un montón, ¡se pasa todo el santo día metido en su cuarto!”). También están los desconfiados (“¡Como me enteré de que falta un día a clase, la engancho del moño y la arrastro!” dijo la madre, y en el baño del instituto, la hija, de un ataque de pánico, en las venas se hizo un tajo -verídico y sin exagerar-), los orgullosos (“El otro día se vino mi hijo a una capea y ¡no veas! El campeón toreo una becerra ¡y a un par de chavalas! ¡Ese es mi niño! ¡Ole, ole y ole! ¡'Puto arte!”) y los buenos amigos (¿Que mi hijo quiere un cigarro? ¡Toma un paquete! ¿Que mi niño quiere un cubata? De eso nada, ¡que sean diez!)...


Mientras, los profesores, esos que dejamos a un lado los paños calientes y las vendas oculares, damos buena cuenta de que los adolescentes siguen siendo los mismos inexpertos, los mismos incomprendidos que éramos nosotros. De que nadie les escucha (¿Quién lo diría? Sobre todo cuando los llevas de excursión, te enganchan y no te sueltan...) pero todos quieren captar su atención (las primeras, las marcas comerciales, y los segundos, los políticos). De que sus problemas no son importantes aunque les condicionen el resto de la vida. De que, en medio de la travesura y la pillería, sólo quieren que los quieran. Como a todos los humanos.


Eso debió pensar Remy Charlip, el artista multicisciplinar (de todo hizo este señor: bailarín, coreógrafo e ilustrador, y que además posó como modelo para que Brian Selznick diera vida al personajes de George Mèliés en su premiado libro La invención de Hugo Cabret, una obra que también se le dedicó) cuando ideó Afortunadamente, un libro de dichas y desdichas infantiles que, gracias al cielo y como bien dice su título, acaba de rescatar la editorial Lata de Sal en su colección Vintage para que demos buena cuenta que todas las venturas tienen una parte de desventura. En él, su autor, además de hacer hincapié en una secuencia rítmica de fortunas y contratiempos, de color y blanco y negro (vean como alternativamente aparecen las páginas grises y nubladas), de luz y oscuridad, nos presenta la historia de un niño que ha sido invitado a una fiesta y que, con una mezcla de humor, ingenio y sinsentido, acaba topándose con una grata sorpresa.
Así que hoy y para empezar la semana con dicotomía y dicha, recomiendo este libro dirigido a los niños a todos aquellos padres de quinceañeros que esperan (desesperados algunos) que terminen el acné, los cambios de humor desorbitados, y las discusiones, porque, afortunada o desafortunadamente, es lo que toca.


viernes, 26 de junio de 2015

¡Chapuzones!


En un alarde de sinceridad les confieso que no sé qué haré durante las próximas semanas… Si me iré, si volveré, si ahorraré, si me quedaré a dos velas, si acudiré a algún festival (está de moda, ¿no?), si destruiré el sofá, si -por fin- perderé los cinco quilos que me restan (de ilusiones vive el hombre…), si me saldré al balcón a escuchar a los gitanillos canturrear (a veces se esmeran y la estampa pinta bucólica), si daré rienda suelta a la creatividad (¡más me valdría terminar todo lo empezado!), si optaré por mantener un encefalograma plano, si ordenaré los cientos de fotocopias (que quizás nunca más vuelva a utilizar), si limpiaré el coche (¡ea!, los vehículos no son lo mío…), si saldré mucho, si entraré poco (estos dos últimos deseos creo que son el mismo, ¿no?), si me levantaré tarde (depende de lo mucho o poco que disfrute del sofá), si me despertará el alba (¡malditas persianas!), o si seré capaz de leer algo (sería lo suyo… para después contarlo). Vamos, que no tengo ni la más remota idea de cómo invertiré el tiempo estas vacaciones. Lo único que sí sé es que, de unos chapuzones, no me libra nadie…


Ya saben ustedes que, aunque gusto del medio aéreo, también me inclino por el acuático. No es que haya desarrollado branquias a la vejez, pero a cierta temperatura, se agradece algo refrescante… y divertido. Eso de echarme la siesta a la orilla de una piscina, escuchando los gritos de los jovenzuelos y los llantos infantiles mientras el socorrista de turno pilla un cabreo monumental, tiene su aquel. También tenemos abuelas mastodónticas que, a golpe de abono veraniego, forman parte del mobiliario. No nos olvidemos de los gorilas de gimnasio, de las merendolas familiares, de las parejitas cariñosas, de los nadadores empedernidos, de los tontos de la/s pelota/s y mucha fauna más que representa el clorado y mojado día a día.
Es por ello que les recomiendo tomar sus precauciones cuando acudan a estos lares, no sea que sufran algún percance poco agradable (en la playa hay erizos y medusas, y aquí abundan los buceadores y las aguadillas), como el protagonista de El paseo del elefante, un libro-álbum para primeros lectores del japonés Hirotaka Nakano (editado por Lata de Sal en su colección Vintage) que nos narra las peripecias de un paquidermo y una panda de amigos que, todos juntos, van a dar de bruces en un lago, el uno por servicial y forzudo, y los otros por gandules y pesados.