Dicen por ahí que hay empresas incapaces de encontrar mano de obra cualificada, sobre todo en lo que se refiere a sectores como la confección, la hostelería, las explotaciones agrícolas o la construcción. Se ve que en España hay un montón de trabajo pero hay gente que no se ha enterado. ¡Gandules, uníos y levantad el culo del sofá! No hay nada mejor que activarse, dejarse las paguicas a un lado y ponerse al quite con esa difícil tarea que es la supervivencia.
Si bien es cierto que son trabajos que requieren de un esfuerzo físico y no todo quisqui está dispuesto a doblar el lomo (el estado del bienestar, señores, la lacra de nuestro tiempo), también tenemos que entender las razones que nos han llevado a esta situación. Veamos como ejemplo la realidad en el sector de la construcción.
España ha sido un país de albañiles, pintores, ferrallas, alicatadores, fontaneros y escayolistas. Oficios de larga tradición que siempre han contado con oficiales la mar de cualificados y con mucha experiencia. Si bien es cierto que durante el boom de la construcción a finales de los años 90 y primeros 2000, los destajistas comenzaron a desprestigiar a unos trabajadores que siempre habían gozado de buena fama tanto aquí como en el extranjero (no les voy a recordar la cantidad de albañiles españoles que trabajaron en la reconstrucción de Alemania). Luego llegó la crisis del ladrillo y la mayor parte de ellos se prejubilaron, se dedicaron a los subsidios o se reciclaron.
Ni las administraciones públicas ni el sistema educativo ni el tejido empresarial se dieron cuenta de que volveríamos a necesitarlos, que había que seguir formando gente que se dedicara a estas labores y que se estaba perdiendo un patrimonio cultural (¿Cómo llamarían al arte de saber hacer una casa en pleno Ampurdán, la Mancha profunda o la Galicia rural? Ni todas son iguales, ni todas cubren las mismas necesidades).
Ahora nos encontramos con los cuatro supervivientes de aquella historia, un buen puñado de advenedizos que no saben lo que se pescan, y los trabajadores del sector que estamos exportando desde el este europeo y Latinoamerica, que no dan abasto con un volumen de trabajo que ha incrementado exponencialmente debido al aumento de los alquileres, las nuevas inversiones en vivienda y los montones de reformas que han surgido por culpa del confinamiento.
Para relacionar de alguna forma este tema con algún libro necesario de entre la última tanda de novedades, les traigo La casita de Virginia Lee Burton, un clásico del álbum anglosajón que nos trae en una edición estupenda la editorial madrileña Lata de Sal. En él, una pequeña casa que vive feliz en el campo rodeada de colinas, un vasto cielo azul y el calor del sol, ve peligrar su ecosistema cuando los hombres empiezan a construir, primero unas promociones de viviendas adosadas, y más tarde altos edificios que, evidentemente se acompañan de mucho trajín, ruido y contaminación. ¿Qué pasará con ella en mitad de ese caos?
Una metáfora hermosa sobre la industralización descontrolada de los años cuarenta en Estados Unidos y que más tarde se haría extensiva a otras zonas del planeta donde las rascacielos y colmenas de apartamentos sepultarían pequeñas casas que, como la protagonista de nuestra historia, fueron los últimos vestigios de un tiempo pasado en el que el hombre tenía un modus vivendi más cercano y respetuoso a la naturaleza.
También se podría hablar de gentrificación de ciertas áreas, de personificación de los objetos (¿Ven su cara en esas ventanas, en la curvatura de su puerta?), incluso de la capacidad de adaptación a diferentes hábitats. ¿Gran urbe o medio rural? ¿Paz o muchedumbre? La casita es un libro que nos susurra muchas cosas al oído, que desborda su discurso en cada lectura, la razón por la que quizá en 1943 recibió la Medalla Caldecott.
Ilustraciones donde la línea y la composición son todo un acierto (fíjense en como la autora llena de curvas sinuosas el campo y elige rectas y ángulos para la ciudad), unas guardas secuenciales donde el formato cómic tiene mucho que decir (¿Qué sucedería si las colocásemos en formato flip-book?), algún que otro cameo de personajes como Mike Mulligan and His Steam Shovel (otro libro de la autora escrito en 1939), bien merecen un paseo por un libro que lleva circulando más de 80 años.
Lo único que echo de menos es el juego visual y lleno de significado que recogen la tapa y contratapa de la edición inglesa (¿Por qué harán estas cosas las editoriales españolas?) donde la combinación de círculo-cuadrado, misma paleta de color y una margarita sonriendo, icono que aparece una y otra vez en el libro, lo resumen a la perfección.
1 comentario:
Hola Román. ¡¡Me encanta este cuento!! Fíjate qué casualidad que pasó ayer por mis manos y me enamoré de él, me pareció una auténtica preciosidad.
Un besiño grande, bonico!!
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