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sábado, 27 de abril de 2024

La cultura terapéutica y los libros infantiles


Siguiendo en la línea de lo que estuve hablando ayer sobre esa denuncia social que se hace patente en la LIJ de las últimas décadas, he creído conveniente hablar sobre la llamada "sociedad terapéutica", un concepto que surgió en los años 60 gracias al Cristopher Lasch y se ha afianzado con la entrada del nuevo milenio, condicionando sobremanera la forma actual de escribir y editar libros infantiles.
¿En qué consiste? La sociedad terapéutica tiende a identificar muchos sucesos de la vida como amenazas para el bienestar emocional de los individuos. Cuestiones tan comunes como el fracaso escolar, la decepción amorosa o el rechazo entre iguales constituyen el interruptor que desencadena un sinfín de enfermedades invisibles (léase psico-emocionales) que, según este enfoque, menoscaban la capacidad de las personas para tomar las riendas de su vida.
Frank Furedi, catedrático y analista, apuntó en su Therapy Culture que “la cultura moderna ha convertido en patologías lo que antiguamente no eran más que respuestas emocionales desagradables ante las presiones de la vida. Ha impulsado a los individuos a sentirse traumatizados y deprimidos por experiencias que hasta ahora se consideraban rutinarias”.
Haciéndolo extensivo a la parcela cultural que nos ocupa, podríamos decir que el universo de la LIJ actual, además de acercar cuestiones cercanas a la vida real, también se inmiscuyen en la vida privada. Los libros infantiles son esos terapeutas que intentan resolver problemas que los lectores deberían aprender a solucionar por sí mismos, gestionar sus sentimientos con recursos propios o con la ayuda y/o intervención de adultos reales que conozcan el problema de primera mano.


Padres, abuelos o maestros. Figuras con experiencia propia, los referentes clásicos de la infancia, han pasado a ser sujetos inútiles que necesitan asesoramiento profesional (¡Viva la Supernanny!) o han desaparecido por decisión propia (mucho trabajo, muchas necesidades personales y muchas distracciones), para ser sustituidos por dibujos animados, películas, videojuegos o libros (¡Oh, libro, tú que eres sabio y omnipotente, ayúdanos a criar a nuestros hijos!).
No solo eso… En estos libros, la familia, la amistad o la sociedad se describen como ámbitos violentos, lugares peligrosos para los críos (¿Se han fijado en la cantidad de libros sobre consentimiento que se están publicando últimamente? ¡Ni que la calle fuese el patio de una cárcel filipina!). De esta forma, lo que por un lado parece estar lleno de buenas intenciones, inocula el miedo en unos niños que viven en constante alerta y claman por una vigilancia continuada (¿Dónde queda la libertad, la subversión infantil?) en connivencia con ese superpaternalismo que tan de moda se ha puesto.


Con esto no quiero decir que la terapia no sea necesaria en algunos casos donde hay un trauma real o una enfermedad mental, sino que lo verdaderamente peligroso es el abuso de la misma ante situaciones que no la requieren y que se recetan indiscriminadamente a grandes grupos de población, en este caso la infantil. Si bien es cierto que muchos de estos libros parten de esa pedagogía que llena hogares y escuelas, últimamente se está llevando a un extremo un tanto sospechoso, recordando más al libro de autoayuda, que al mero relato de moralina ejemplificante. Explícitos hasta la médula, sin pluralidad discursiva, estéticamente yermos y poco imaginativos. Prefiero mil veces los libros divulgativos.
Convertir cualquier conducta inconveniente en una patología, aparte de un problema de salud pública, hace a los niños todavía más vulnerables, asustadizos e irresponsables (¿Ven alguna analogía con lo que nos encontramos en la aulas?). Llega el momento de preguntarse: ¿Ese es el futuro que queremos? Yo, al menos, no. Prefiero niños capaces y resilientes, que no se amedrenten ante trabas y afrentas del tiempo, que puedan blandir armas y estrategias personales que les faciliten la vida respetando la de otros.
Sí. Puede que tras esta sociedad terapéutica haya otras intenciones. ¿Humanos más inútiles y manipulables? ¿Controlar y restringir? ¿Tretas de poder? Prefiero no ir más allá. Lo único que tengo claro es que no quiero ver a los niños subyugados, ni a los ansiolíticos ni a los libros.

martes, 23 de abril de 2024

El ocaso de los libros y la lectura


En las últimas semanas me he topado con numerosas publicaciones y artículos, casi todos en inglés, sobre el fin de la lectura. Aunque puede resultarles una cuestión un tanto absurda y apocalíptica, para un servidor no lo es tanto, pues tras haber participado en varios foros de lectura durante estos meses, me parece un tema bastante interesante. Como hoy es el Día del Libro, he creído conveniente hacerles llegar algunas cuestiones que no estaría mal sopesar en pro del debate, no solo en torno a la figura del libro, sino también en torno a la lectura como vía de adquisición cultural/intelectual.
Decía mi padre hace unas semanas que si la escritura terminó el siglo pasado, la lectura terminaría en este. Yo me quedé estupefacto, pero me puse a darle a la manivela. Me acordé de Bloom y su canon, de muchos estudios parecidos, y me vinieron a la cabeza los últimos grandes autores del siglo XX y cuyo parangón todavía no han alcanzado los del XXI. ¿Llevaría razón este hombre que tanto piensa y tan poco dice? ¿Y la lectura? ¿Qué pasará con ella? Hagamos una radiografía del contexto español…


Un primer dato. Según apunta el Anuario de estadísticas culturales del 2023, en los hogares españoles el gasto en libros y publicaciones periódicas ha disminuido a la mitad desde el año 2006 (alrededor de 100 euros por persona) al 2022 (47,9 euros por persona). A pesar de iniciativas como el bono cultural juvenil o la bajada del IVA que sufrió el libro a partir del 23 de abril del año 2020 (al 4%), los españoles compramos muy pocos libros.
Aunque son pocos datos y el sesgo es evidente, en un primer análisis podríamos decir que el interés hacia el libro como producto de consumo ha disminuido notablemente en los últimos años, precisamente cuando, y de forma paradojica, ha dejado de considerarse un bien de lujo (les recuerdo que hace unos años tributaban al 21%).


Evidentemente hay un sesgo muy importante en el que entran en juego las adquisiciones institucionales (gran parte del negocio editorial español está subvencionado por el estado de una u otra forma), las consideraciones personales (¿los libros de texto y los temarios de oposiciones entran en la categoría de libros?), las paradojas culturales (otro gallo nos cantaría si alejáramos al libro de las élites intelectuales y las fiestas de guardar) y las necesidades nacionales (¿para qué gastarnos el dinero en libros pudiendo invertir en aceite de oliva, ropa vacilona, cubatas y farlopa).


Y ahora, sobrevolemos el ecosistema lector tomando como punto de partida el conocidísimo Informe PISA en su edición del año 2022... Si bien es cierto que los estudiantes españoles se encuentran en la media de la OCDE en materia de lectura, hay que decir que su rendimiento es menor, lo que se traduce en una práctica menor de la lectura diaria. Es decir, el alumno español lee menos (y eso que las horas de sol y las distracciones mediterráneas siempre han sido las mismas), como le pasa al resto los participantes en el estudio.


También hay que hablar del avance de la cultura digital y las nuevas herramientas de entretenimiento. Tablets, móviles y ordenadores han generado un nuevo ocio que aleja al ser humano de la lectura. Como en el resto de países avanzados, la cultura de la imagen y los medios digitales suponen una afrenta a la lectura, no solo por su carácter lúdico, sino por permitirnos un acceso a la información mucho más sencillo, dirigido y sesgado. Por otro lado, tenemos el libro digital que, al minimizar los gastos de imprenta (más barato), mejorar la interfaz del usuario (por ejemplo, puede adaptar el tamaño de letra) y facilitar el almacenaje, ha provocado que haya crecido cuatro puntos en los últimos años, situando su uso en el 24,4% del total. Algo a lo que no permanece ajena la escuela, un ámbito en el que se está generalizando gracias al empeño de familias, profesores y gobiernos (¡Menos mal que los nórdicos están volviendo al papel…!).


Pues sí, pueden decirlo: ¡Objetivo conseguido! Microsoft, Google y Meta controlan nuestras vidas y, sobre todo, nuestros datos. Unos con los que no solo mercadean con las grandes corporaciones, sino con los que también alimentan a la llamada inteligencia artificial (IA), esa que, no solo supone un riesgo para los creadores, sino también para los lectores.
¿Por qué? Se preguntarán ustedes. ¿Qué tiene que ver la IA con el declive del libro? Si comparamos la vida del libro, una herramienta fundamental para el progreso humano (alrededor de 600 años… ¿Se acuerdan de Gutemberg?), con la de los chips de silicio, las primeras supercomputadoras y la IA (apenas unas décadas), podemos hablar de una aceleración considerable en términos de progreso. Por ello, si mantenemos el libro, ¿acaso no estaríamos involucionando? Es muy posible que el libro, como método dominante de adquisición de conocimientos, acabe prácticamente muerto dentro de 25 o 30 años. ¿Acaso no han visto las bibliotecas escolares de los centros de secundaria de media España?


¿Quiere decir esto que no vayamos a leer nunca más? No. El objeto libro se puede mantener como un objeto cultural residual dedicado, principalmente, a desarrollar las habilidades lectoras en edad escolar, y en círculos académicos y profesionales. De hecho, es lo que estamos viendo en las últimas estadísticas sobre producción y venta de libros infantiles y juveniles (es el único sector que ha crecido dentro de la industria). Algo muy lógico teniendo en cuenta que la lectura instrumental es básica en la educación primeria y secundaria, sobre todo como herramienta para desarrollar otras competencias.


No obstante, y volviendo al panorama tecnológico, hay algo de la IA que juega a favor del libro. ChatGPT, Gemini o Vertex se nutren de los datos existentes para generar nuevos contenidos. Si no los alimentamos, llegará un momento en el que verán decelerada su producción. Entonces, ¿podemos parar de crear y depender exclusivamente de ellas? Según algunos expertos, no. Si estas herramientas se alimentaran de sus propios metadatos, no podríamos confiar en los generados, lo que quiere decir que necesitan de la creatividad humana, se traduzca en forma de libro o no, para contribuir al progreso.
También hay que tener en cuenta que no solo la industria del libro se alimenta de la ficción, sino que en muchos casos, se traduce al lenguaje audiovisual en forma de películas y series. Es decir, el libro sigue siendo necesario en un mercado que interacciona entre sí y que está muy en boga durante los últimos años con las plataformas digitales.


Y después de darle vueltas a un tema del que poco se habla pero que puede modificar todo el ecosistema de la lectura, e invitarles a dar su opinión sobre lo aquí expuesto, les deseo un feliz Día del Libro ¡manque pierda!

domingo, 27 de noviembre de 2022

¿Eres culto?


Culto, culto y culto. No sé muy bien porqué, pero el caso es que escucho demasiado este adjetivo. O porque la gente lo utiliza con mucha ligereza, o porque estamos llegando al culmen de nuestra propia inteligencia. Quizá sea una forma de justificarse a uno mismo o de justificar a otros (Me encanta cuando me dicen “Román, parece mentira que digas esas barbaridades siendo una persona culta…” Mientras ellos me despojan de toda credibilidad, yo me río de mi incultura), pero el caso es que ahora, todo el mundo parece haber salido de los círculos ilustrados europeos. 
Sin embargo, siempre cabe hacernos una pregunta: ¿Qué es ser culto?
Si bien podríamos iniciar esta disertación con cuestiones como la distinción entre la alta cultura y la cultura popular (leer este post para profundizar en el tema) o la deriva que sufre la cultura hacia las humanidades para dejar apartadas a la ciencia y la tecnología (cuestión que también se trató en este otro post), prefiero ser algo práctico y olvidarme del significante para centrarme en el significado.
Según diferentes diccionarios, el termino “culto/a” se usa para referirse a personas cultivadas, instruidas, y que poseen muchos conocimientos. Sin embargo, hay algo más allá de esta voz que se utiliza con diferentes connotaciones. Cuando decimos que alguien es culto, ¿a quién nos referimos?


Unos se refieren a los que leen mucho, una presunción que me hace mucha gracia teniendo en cuenta que no hace distinción entre lectores de revistas del corazón, periódicos, novela histórica, ensayo filosófico o artículos científicos. Cualquier persona que se lea un par de novelas al año entra en la categoría de culto, aunque simplemente lo haga por hacer frente al insomnio, evadirse de un trabajo desolador, u olvidar un matrimonio truncado.


Otros se refieren a personas doctas en una determinada disciplina, a eruditos, a gente que se ha pasado media vida estudiando los entresijos de la historia, la ingeniería naval o la química inorgánica. Presumimos que con tanto codo han alcanzado la gracia intelectual en esa materia, pero del resto ¿qué? ¿Podríamos decir que un médico, un filósofo o un matemático son personas cultas “per se”?


En tercer lugar llamamos cultos a todo tipo de curiosos. Gente que gusta de informarse sobre esto y lo otro, que acude a recitales poéticos, conciertos, salas de museo o escuelas de idiomas, para nutrir su tiempo libre, ser práctico o socializar. Viaja, toca el clarinete en la banda del pueblo, juega con una cámara de fotos, gusta de las reliquias del pasado o se apunta a hacer una ruta de senderismo. Todo muy popular y de andar por casa. Habrá que sopesar su bagaje en alta cultura... ¿no?


También tenemos a los enteraos. Se parecen a los anteriores pero con intereses vagos o inexistentes. Parece que saben mucho pero en realidad no tienen ni puta idea. Se han aprendido cuatro títulos de memoria, practican el postureo lector, parafrasean a sus referentes, gustan de oírse y aleccionan a todo el que pillan. Todo ello en aras de adquirir estatus o echar un polvo con incautos de toda condición. Despectivamente se les conoce como culturetas. Los cuñaos son parecidos pero más feos.


Para terminar tenemos a los que yo llamo virtuosos. Personas que por su fluidez verbal, su forma de aprender o sus habilidades memorísticas son capaces de parecer cultos sin serlo. Recordar fechas, hacer cálculos matemáticos, tocar siete instrumentos o destacar por la retórica, no son signos de una amplia cultura. Quizá sirvan para ganar concursos televisivos o abrirse camino en política, pero no para ser considerados eminencias.


“Entonces, según tú, ¿nadie es culto?” Aunque es difícil dar con ellos, alguno hay. Como todo en esta vida, tiene que ver con la mirada y el nivel de exigencia.
Para mí, ser culto no se relaciona únicamente con la cantidad y/o calidad de la información que hayas atesorado en base a tu experiencia personal o académica. Es importante pero no determinante. Ser una persona culta se relaciona también con tu forma de ver el mundo o de sopesar las partes sin olvidar el todo; con ser capaz de relativizar tu mirada y cuestionar la realidad, o de discernir entre hechos y espejismos.
También tiene que ver con los demás, con dejarles ser, considerar sus aportaciones, admirarlas o discutirlas. Las personas cultas se alejan de dogmatismos y sectarismos, se equivocan, se mantienen informados y siguen construyendo un discurso conexo.
Pero, sin duda alguna, la cualidad más importante de las personas cultas es saber que LA CULTURA NO LO ES TODO.


(*) NOTA: Todas las imágenes que acompañan esta entrada son obras de la artista canadiense Holly Farrell realizadas con técnica mixta (óleo y acrílico) sobre lienzo o tabla, entre 2014 y 2019.