Como son tres las
situaciones que me han llevado a escribir esta breve reflexión sobre
el postureo de la lectura, me creo en el deber de trasladárselas
para introducirles en el maravilloso mundo de la tontería literaria antes de hacer sangre.
El otro día estaba yo
hablando de la lectura en un curso breve que imparto. De qué edad es la
idónea para empezar a leer, de la existencia de diferentes
metodologías, que si Montessori, que si tradicional... Apuntaba a que
cada niño tiene una evolución personal en lo que a lecto-escritura
se refiere, que se puede vivir sin ser lector y morir siéndolo, que
unos estudios dicen unas cosas y otros, otras. De repente, una
de las docentes que escuchaban señaló “¿Y los padres, qué? A mí no
hacen más que presionarme porque quieren que sus hijos aprendan a
leer cuanto antes...” Las compañeras asintieron calladas y yo
sonreí porque no era la primera vez que escuchaba esta réplica.
En ese mismo curso y tras
finalizar otra sesión, una de las asistentes se acercó a mí para
comentarme algunas cosas que le habían gustado y otras que no (que
para eso pagaba). Al terminar el pequeño debate le comenté que
animara a otros compañeros de profesión a venir. Ella respondió
que se lo diría pero que supiera y entendiera que eran filólogos de
formación, acudían a congresos universitarios, y publicaban en
revistas de renombre. Habían leído mucho y bueno y estos libros y experiencias míás iban a saberles a poco. Volví a sonreír, esta vez con perplejidad asiática, y
pensé que era verdad, yo no podía aportar mucho, no soy nadie,
solamente otro lector.
Por último y por aludir
a la red social de moda (que tanto me gusta sin ser un millenial)
diré que el libro como objeto, ese que últimamente hemos puesto en
el “candelabro” los amantes de la LIJ, lleva mucho tiempo en
boga aunque no lo creamos. Adornando mesitas de noche o estanterías
de diseño en perfiles de decoración, entre las manos de it-boys e it-girls, dando que hablar en las stories de famosos e influencers, o para llamar la atención de los cuatro pretendientes que babean a cada foto que subes haciéndote el interesante. Resumiendo: los libros son la quintaesencia de lo cool, tienen mucho swing y también swag.
Pinceladas históricas y verbales
Así, a bote pronto, está
claro que la lectura, como la superlimpieza en seco de la tintorería
“La Moderna”, es un signo de distinción, de esnobismo, vamos...
No se asusten, no crean que voy a empezar una disertación sobre
Thackeray (primero en usar el término inglés “snob”), Bordieu,
o Veblen -demasiado sesudos para este jueves-, pero sí convendría
centrarnos en las direcciones del término y, aunque en principio el
vocablo “esnob” (castellanizado, of course) nace con un
significado un tanto peyorativo (según el primer autor “aquel que
admira mezquinamente cosas mezquinas”), el esnobismo que se adentra
en el siglo XX evoluciona hacia un sentido más amplio en el que no
se despoja de esa cáscara rugosa, pero que imprime connotaciones
positivas hacia quien lo practica, ya que algunos lo incorporan en
mecanismos sociológicos que tienen que ver con la superación
intelectual.
Hasta ahí, todo en su
sitio, pero en este sitio de monstruos cabe hacerse la pregunta “¿Qué
mueve al esnobismo lector?” A mi juicio y resumiendo todas las
pautas de comportamiento esnob que me he encontrado en otros lectores
y en mí mismo (PINCHE AQUÍ si quiere conocer algunas), son dos las ideas que mueven el cotarro. La primera
es creer que gracias a la lectura adquirimos un estatus mayor y la
segunda es que la lectura nos hace mejores personas. ¡Vayamos a por
la primera!
Clasismo y libros
Quizá muchos consideren
el esnobismo como un pecado del intelecto, más que nada porque
encorseta más que libera y no deja ver más allá de lo que se
considera apropiado o “suitable” (este palabro inglés junto a “outfit”
creo que se podrían extrapolar sin mucho problema al universo
lector). Todo esto se la trae fresca a un clásico como yo (¡Cada vez
envidio más a los no lectores!). Lo que sí me molesta es que actos
u objetos sirvan para cuidar la reputación y pasen a ser rasgos
diferenciadores entre unas personas u otras, y que se utilicen para ubicarnos dentro de una
escala, algo que, a fin de cuentas, es clasismo. El mismo
que los adultos hemos trasladado al universo lector infantil gracias
a una estructura social ampliamente estandarizada...
Las familias
cada vez tienen menos hijos y apuran sus esfuerzos en que se se
desarrollen por encima de sus congéneres, en que estén
super-preparados para lo que les espera. Tenemos la impresión de
que si nuestros hijos no son los primeros en hacer algo, en
despuntar, no servirán para nada, ni siquiera para ir a la cola del
paro. Los padres ponen empeño y ultra-paternalismo (otra cosita de
nuestro tiempo que también influye en todo este tinglao), en que los
hijos trasciendan (N.B.: Como buenos animales que somos... Etología,
pura etología). A muchos no les importa el precio (sobrecogido me
hallo de la cantidad de clases particulares que reciben mis alumnos
para poder aprobar asignaturas que, sinceramente, me parecen de risa; más todavía cuando se trata de los de cursos inferiores), a otros no
les importa la infancia, ni el ocio de sus hijos, ni los ulteriores
complejos (conozco auténticos muertos de hambre que se codean en
clases de hípica con los vástagos de la media y alta burguesía...
¡Total na'!).
Con este panorama, no nos
debe extrañar que la lectura infantil y juvenil se haya convertido
en una forma de medrar, no sólo personal o social, sino también
cultural. Cada Navidad escucho -no sin gracia- que los libros han
llenado los hogares de media España. ¿Para qué?, me pregunto,
¿para parecer que leen? También me descojono cuando escucho que a
los niños del vecino, los libros se los traen los Reyes Magos y los
juguetes Papá Noel (no sea que durante las vacaciones navideñas
les dé un telele de tanta lectura).
Seguramente, algunos de
estos niños acabarán siendo lectores, muchos de ellos terminarán
prácticando el “tsundoku” (palabra nipona que significa “Comprar
un libro, no leerlo y dejarlo apilado sobre otros libros no leídos”)
y otros tantos no volverán a coger un libro, pero el caso (y puede que lo
verdaderamente importante de todo esto para una gran mayoría) es que
durante la infancia sus padres han creído estar preocupándose de la
cultura de sus hijos, y lo que es ¿mejor?, hacer creer a otros que
sus vástagos eran culturalmente activos en lo que a lectura se
refiere (¡Como si no hubiera otras parcelas culturales como la
pintura, la biotecnología o la programación informática!).
¿Buenos lectores, mejores personas?
En segundo lugar debemos
hablar del (supuesto) poder de la lectura, ese que muchas veces acaba
cegándonos. Padres, maestros, bibliotecarios, mediadores, nos pasamos
el día con la boca llena de libros, de lectura, como si no hubiera
otras formas de alcanzar el gozo supremo. También hablamos de la
literatura como una fuente inagotable de saberes, pautas
comportamentales, compendios éticos y morales, o armas curativas.
Esto quizá provenga de nuestra propia forma de leer, de nuestros
intereses y preocupaciones, de los prejuicios sociales, resumiendo, de nuestro
esnobismo ilustrado. Tenemos tan interiorizado el canon, el porqué y
el para qué, o el deber de la lectura, que nos hemos olvidado de que
la lectura literaria, la lectura ociosa y distendida no nos hace
libres (aunque el acto de la lectura sí sea libre, ya que no es
innato) ni mejores ni peores personas, sólo debe desatar un discurso
que puede tener múltiples facetas y reflejos.
Dejando a un lado las
cuitas del lector adulto para decantarse por Haruki Murakami, Amelie
Nothomb, Chimamanda Ngozi Adichie o Fernando Aramburu, y por ende
significarse entre sus iguales, regresemos a los pequeños
lectores... Las temáticas de los libros infantiles dan mucho que
hablar, más desde que nos aferramos a estándares y convencionalismos sociales que nos subyugan. Compramos libros sobre
emociones a mansalva para que nuestros hijos sepan cómo ser más
felices. También libros informativos para que aprendan muchísimo
sobre dinosaurios, plantas, medios de locomoción, anatomía,
ingeniería, astrofísica y mecánica, también unos cuantos para
lograr el empoderamiento de la mujer, para que sepan que las féminas
también han puesto su grano de arena en la Historia. También
tenemos cuentos que enseñan esto o lo otro, que nos dirigen...
¡Ufff! ¡Libros para todo! ¡Cuánto, cuánto y cuánto libro!
Todo esto está muy bien,
más todavía si nos mantenemos informados de las tendencias, de lo que recomiendan los medios de comunicación o el experto de turno,
pero ¿nos preocupa como nos transforma la lectura, cuánto aporta a
nuestra capacidad sensible? Habrá libros que, a pesar de tener una
clara orientación comercial y estar sujetos desde el proceso
editorial pueden empujar de alguna forma la lectura, pero otros
muchos son producciones vacuas que ensucian el arte literario
enmascarándolo de ismos y otros males de nuestra era.
Leo, luego...
Para finalizar y darnos
un buen tirón de orejas (el que esté libre de...). Unos por leer
mucho, otros porque leen poco, unos por exclusivos, otros por seguir
la corriente..., todos somos susceptibles de caer en el esnobismo de la
lectura. Lo que quiere decir que debemos regresar a la capacidad
de autocrítica y poner en tela de juicio nuestras necesidades desde
un plano personal, porque la lectura, aunque suponga un esfuerzo
intelectual (no nos llamemos a engaño, leer cuesta y es de valorar,
pero no leer tampoco es ninguna vergüenza a pesar de que nuestra
cultura de primer mundo abomine este hecho desde un esquema moral
absurdo y uniforme), nunca debe dejar atrás la experiencia estética
y humanista, fin de cualquier arte, en este caso, literario.
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