Martes
de carnaval y uno, que está de libranza, se pone a pensar. Voy de mi
mismo a los demás y desde los demás regreso hacia mí, una especie
de círculo vicioso que, a pesar de parecer repetitivo, va mutando
día a día.
A
menudo me encuentro con cosas de los demás que me gustan más bien
poco e intento interiorizarlas para analizarlas desde una perspectiva
propia que se parece más a la autocrítica que a otra cosa... No
puedo alejarme del cinismo ni del humor negro que practico, ese al
que, en parte, le debo el seguir viviendo, pero sí intento
aproximarme a los demás desde una mirada personal, lo que a veces me
permite pasar por alto ciertas actitudes poco decorosas, inapropiadas
o sencillamente reprochables. Unas veces se deben a un factor
educacional en contra el que es imposible luchar por adherirse al
ámbito familiar, otras a cuestiones sociológicas, esas que inundan
una sociedad muy voluble y condescendiente, o a discursos
anacrónicos, también a los sectarios, etc. En fin, que todos
tenemos excusas aunque dependa de otros el disculparnos o no.
Probablemente
de la empatía que practico (N.B.: La mayor parte de las veces la
omito o no exteriorizo. Tampoco es cuestión de darle alas a
cualquier mentecato), crezca el discurso interior que sostengo, tan
marítimo, ese que va y viene. Es una capacidad, una especie de
espejo que permite mirarse en los demás sin llegar a ser reflejo.
Observo y apunto, apunto y observo... A veces, no puedo evitar
intervenir, decir cuatro cosas, para evitar que los demás se
alimenten de uno, que quieran trascender a mi costa. Todo tiene su
lógica y justificarse sin ella (pataletas aparte) más que con el
sano juicio tiene que ver con aferrarse a un enlucido, resumiendo,
para salvar el tipo.
Por
estas razones y seguramente muchas otras, hay gente que decide elegir
un espejo solitario y contemplar el mundo desde la atalaya de lo
primario, lo animal, lo monstruoso y natural. Cerros, bosques o lagos
también nos permiten mirarnos, hurgar adentro, ahí, donde
habitamos. Esta es la razón por la que hoy trago El
bosque dentro de mí,
un álbum sin palabras de Adolfo Serra que me ha encantado desde la
primera página.
Esta genial obra ganadora del XIX concurso A la
orilla del viento convocado por Fondo de Cultura Económica, nos
propone un viaje (casi) circular por esos caminos que nos recorren y
recorremos. Este itinerario comienza con un niño que se mira en el
lago y halla un compañero de viaje. Vagan por el bosque, en parte
perdidos, en parte encontrados, hasta llegar a la ciudad, la
civilización hostil que, lejos de amilanar su espíritu, los empuja
de nuevo a la libertad. Una bella metáfora del poder que nos
recorre, de cómo lo usamos, de la intemperie del alma, de lo salvaje
del ser humano.
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