Mientras la nieve se ciñe
sobre las curvas de nuestro país, yo observo el paisaje por la
ventanilla.
Hago un descanso mental y
recuerdo mi niñez, cuando caían aquellos nevazos y llamábamos frío
a los quince grados bajo cero (¡Que flojos nos hemos vuelto con la
sociedad del bienestar!). Nos pasábamos el día en el parque. ¡Dale
que te pego a la nieve! Bolas, muñecos, resbalones, trineos
improvisados... Llegábamos a casa con una amplía sonrisa pero
chorreando. Toalla, ropa seca y a seguir mirando por la ventana.
Embobado con los copos, me ponía a fantasear con que si, en ese
momento, me hallara en mitad del llano, a la intemperie, y la
ventisca arreciara, qué pasaría. Blanco sobre más blanco, quedaría
desorientado, y vete-tu-a-saber la de aventuras que me habrían
pasado. Sólo en mitad de la nada...
Regreso al ahora, este
momento en el que, a pesar de la imagen de la nívea meseta que sigo
respetando, mi mar de tierra cubierto por el invierno, sé que es
posible la supervivencia. Aprovecho para pensar en los inuits, en el
pueblo sami o en los habitantes de Siberia. Ninguno de ellos ha
perecido, sino que se han adaptado. No pueden controlar el hielo o la
nieve pero sí saben su comportamiento, como hacerlo más liviano.
Iglús y trineos, reno y husky siberiano. No hay tu tía, en un
hábitat hostil hay que buscarse las mañas.
Fíjense en los animales.
Primero en las presas... Los lemings excavan sus galerías bajo el
hielo para no ser vistos por las rapaces. Tampoco se deja ver la
liebre de las nieves, camuflada bajo su blanco pelaje, una estrategia
que también secundan la perdiz nival o las focas jóvenes. Al otro
lado quedan los depredadores. Zorros árticos y osos polares, carabos
lapones, armiños y lobos siberianos, que utilizan con sigilo plumas
y pelos de color blanco y así proveerse de alimento que cuando la
temperatura es rigurosa, es más escaso pero igual de necesario.
Y ahora, cuando el
paisaje sobrecoge, no sólo por lo inmenso del horizonte, sino por lo
quieto y callado, me asalta la pregunta de “en qué animal de las
nieves me gustaría reencarnarme”. Unas veces estaría bien ser un
lirón que no rompa el silencio, mientras que otras no me importaría
ser un lince siberiano. Aunque seguramente lo mejor sea ser como El
león blanco de Jim Helmore y Richard Jones (Andana editorial),
unas veces invisible, otras no tanto, y así dar buena cuenta de que
siempre se puede ser uno mismo, con sus miedos y encantos.
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