Sé que muchos de ustedes
prefieren las vacaciones a la rutina. Ese sentimiento de libertad que
les recorre durante el finde, los puentes o las vacaciones de
verano les parece indescriptible frente a la monotonía del resto de
los días, unos que resultan repetitivos y monótonos. Rebozarse
entre las sábanas hasta bien entrada la mañana, desayunar a horas
intempestivas, rutas de las tapas, quedar con Mengano y Zutano, una
copichuela, ir al bingo o a la verbena de las fiestas del barrio,
danzar sin cesar a galope de dos tacones de aguja, cena romántica y
sesión de cine... Son muchas las alternativas a realizar en esos días
en los que no hay despertador que nos trunque los sueños (en mi
caso, la peor de las jodiendas... ¡Sienta tan bien soñar!), pero el
caso es que esta mañana, me ha dado por cavilar en lo contrario...
¿Y si la sal de la vida está en lo cotidiano?
Aunque pensemos que los
días de asueto son la mar de dinámicos (o eso nos han hecho
creer el capitalismo y la llamada sociedad del bienestar: ¡Dadme una
demanda y moveré el mundo! Resumiendo: ciudadanos monitorizados hasta las
trancas), la verdad es que hay fines de semana que mejor que no
existieran, no sólo por el rollazo monumental que suponen, bailes y
cubatas mediante, sino porque parece ser que, desde que la dictadura
del postureo se ha instaurado, todo ha de ser exótico y desorbitado.
¿Acaso nos tiene que ofrecer el tiempo libre una alternativa de
vida?
Ahora me vendrán con los sempiternos “No sé tú, pero yo tengo una familia que atender” , “Me
encanta jugar con mis hijos y nunca puedo” y un largo etcétera de
razones que, aunque son muy válidas y correctas, no entrañan la
consecuencia de una existencia más excitante, ya que he visto padres que
han invertido todo el tiempo del mundo con sus hijos pero que no han
sabido encontrar un sólo instante que desate momentos dulces para
con ellos.
Dejemos que ocurran las
cosas. Que hacer la compra, pasarle la fregona al suelo, dar clase,
comer con nuestra familia, discutir con los compañeros de trabajo,
esa avería en el ordenador, los besos de buenas noches y cualquier
gesto que se adscriba al día a día, nos haga felices. ¡Oigan! ¡Que
no sólo lo digo yo! También se lo dice Janosch en su Buenas
noches, Topolín, un librito rescatado por la editorial Los
Cuatro Azules el pasado año y cuyo protagonista es especialista en
salpimentar los momentos aparentemente insípidos de la rutina.
Tomen nota y háganse un
favor: busquen las diferencias en cada día sin necesidad de echar
mano de los que presuponemos menos encorsetados. Y si no saben cómo,
cojan este libro entre las manos para leer párrafos como este
“-Ahora solamente necesitas algo que te alegre la vida -dice
Canario-. Porque el que siempre está alegre vive mejor que un rey.”
¿A que su día es más luminoso?
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