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sábado, 30 de abril de 2022

Viejóvenes


Gran parte de mis alumnos viven amargados a pesar de pertenecer a familias que los quieren, estar bien servidos de comida, cobijo y ropa, disfrutar del tiempo libre con sus amigos y conocidos, tener posibilidad de formarse, una salud que ya quisieran otros, y algún que otro capricho. En realidad no les falta de nada, pero ellos viven en esa constante de la queja y la afectación.
Ni qué decir tiene que les perdono (están con el cuajo en su punto más álgido y no es cuestión de martirizarlos), pero sigo pensando que los adolescentes de mi generación, a pesar de vivir con menos comodidades, estábamos más despreocupados. Nos dejábamos llevar, participábamos de los demás, exprimíamos el momento e intentábamos ser mucho más felices.
Ese vicio tan actual, como insano, de pretender que niños y púberes se hagan eco de los comportamientos del universo adulto, no despierta en absoluto mi simpatía. Mira qué responsables, qué comprometidos y maduros, qué viajados y bien vestidos, cuánta competencia digital y emocional, encajan a la perfección los divorcios, las bancarrotas y las defunciones. Los chicos del nuevo milenio son mucho mejores… ¡Tururú! ¡Son unos viejóvenes!


Si vieran lo despistados que están, lo inertes que son, y lo vacuo de sus relaciones personales, no dirían que son tan excepcionales. La mayoría viven muy desorientados, no sólo en algunas parcelas de lo humano, sino en otras muchas de lo cotidiano. No sonríen, tampoco se divierten y andan como zombies por la vida. Nunca antes había visto tan poca vitalidad en los quinceañeros occidentales. Nunca antes había visto tantos nubarrones.
Demasiadas responsabilidades, demasiadas distracciones, demasiada apatía, demasiada soledad... Puede que todo desinfle poco a poco el espíritu, pero empiezo a preocuparme. De un tiempo a esta parte ha aumentado el número chavales con problemas psiquiátricos, las conductas adictivas se han disparado, el bullying y el maltrato es una constante, y los suicidios infantiles y juveniles no son casos aislados.
Estaría bien que empezáramos a tomar partido en esa batalla. Que nos dejáramos de tanta terapia, tanta fórmula y tanta corrección política, tontería, y les enseñáramos a caminar con ligereza y naturalidad.


Y en mitad de esta reflexión, florece ¡Mira, mamá!, el nuevo álbum de Rocío Araya editado por Litera-Libros. En este libro, Unai, un chavalín bastante curioso, se pasa el día embobado con cualquier cosa. La lluvia, el vuelo de los pájaros o los seres diminutos que nos acompañan. No entiende por qué la gente está tan sola y se siente triste con la cantidad de cosas bonitas que pasan ante sus ojos. No puede creer que su madre, los vecinos, todo el mundo viva con tan poca alegría, y decide enseñarnos cómo él consigue ser feliz.


Un álbum donde la poesía y el optimismo se funden en una narración sencilla y directa. Ilustraciones donde la técnica mixta, las texturas y la composición a las que la autora nos tiene acostumbrados, ofrecen una mirada intensa y perspicaz que eleva el tono y se pronuncia sobre otros aspectos.
Un título ideal como antesala a un día de la madre, en el que incitar a nuestros seres queridos a mirar el mundo con una sonrisa, entraña mucha generosidad, más si cabe cuando lo hacemos para que sus vidas discurran de la mejor manera posible. Porque querer son muchas cosas, y algunas no se pueden comprar.

jueves, 10 de marzo de 2022

Preservar nuestra naturaleza


No sé si a estas alturas podría vivir sin redes sociales. Es tanta la miseria humana que percibo a través de las publicaciones de ciertos engendros (para mí han salido de la categoría de “humanos”) que si me privaran de su disfrute podría morir de pena.
Sigo a un plasta que le ha dado por el folklore para hacerse el interesante. También viaja, habla cuatro idiomas, se declara pansexual y viste camisas de cuadros (telita). Es tal su nivel de empalague que habla en cierta lengua olvidada de Las Hurdes mientras pone morritos para que sus followers, que solo lo admiran cual figura de cera, no entiendan una mierda al tiempo que aplauden su cara bonita. Una joya ibérica.
Además de todos los que se hacen pasar por Zendaya o Gigi Hadid, También hay influencers que invierten el día llorando por las esquinas. Les confieso que no llevo nada bien eso de que algunos ganen notoriedad a costa de la pena. Que si una vez fui gorda, que todavía vivo lastrado por haber sido un patito feo, que me critican por subir una foto en bragas con mi esposa, que mi six-pack no es perfecto... La verdad es que tanto patetismo me divierte. A estos no les hace falta salud mental. Salud mental la que necesitamos los demás para no acabar como ellos: muertos en vida.


Llevaba razón Dostoyevski con eso de “mentirnos a nosotros mismos está más profundamente arraigado que mentir a los demás”, un vicio y (sin)razón que lleva aparejado todo este postureo que condiciona a occidente durante los últimos años, esa pérdida de toda naturalidad que abocará a la extinción masiva de la especie humana. Nos hemos acostumbrado tanto a creernos lo que nos dicen gracias a esa retórica litúrgica de los ismos, que ya no sabemos ni quiénes somos, ni qué comemos, ni con qué nos calentamos. Todo se resume en lo que “debemos” y no en lo que “hay” que hacer.


Fíjense adónde hemos llegando que es preferible quedarse de brazos cruzados, en vez de defender tu casa o proteger a tus hijos. Durante estos días de conflictos bélicos escucho cada cosa de boca de algunos, que me dan ganas de desintegrarme en cientos de mariposas. Es tanto el castramiento social y emocional al que se nos está sometiendo desde ciertos púlpitos, que algunos se echan las manos a la cabeza porque unos seres humanos plantan cara a otros. ¿Estamos bien de la cabeza? Se llama su-per-vi-ven-cia, la única razón por la que la vida se lleva abriendo camino en este planeta desde hace más de 3500 millones de años.
Y si me van a salir con discursitos televisivos, yo me declaro insurgente. No les hablaré del flujo de información en la naturaleza ni de la teoría general de sistemas, y me ceñiré a Un libro de la selva, el título de hoy, una maravilla ideada por Fernando Vázquez y editada por A buen paso.


En este álbum sin palabras que también podría definirse como “ensoñación”, “viaje iniciático” “oda a lo salvaje” “fábula naturalista” o “cuaderno de aventuras”, nos encontramos con la historia de un viejo explorador que, tras coger un libro (¿Cuál será? Yo lo sé...) de su estupenda biblioteca (Échenle un ojo. No se la pierdan), se encuentra un ave entre sus páginas que le invita a perderse en la selva. Ríos serpenteantes, barcos a vapor, chamanes y jaguares aparecen en la espesura de esta jungla.
Ilustraciones vitalistas, referencias literarias, musicales y mucha magia, llenan las páginas de una historia a caballo entre lo onírico y lo real donde el contraste entre la oscuridad inicial y la luminosidad final nos arrastran a un discurso con múltiples interpretaciones entre las que brotan tres dualidades, vida-muerte, día-noche y niñez-vejez, que se vislumbran en un libro casi circular.


Extraños y sugerentes detalles nos invitan a idas y venidas constantes, a participar de este periplo por deseos y sendas desconocidas aunque practicables. ¿Se han fijado en la ilustración de la portada? ¿A quién pertenece ese ojo? ¿Al protagonista o al felino? ¿Hacia dónde mira? ¿Y la última imagen? ¿De dónde sale ese sombrero? ¿Y las guardas de finísimo papel estampado? Sensaciones que nos obligan a preguntarnos el porqué de nuestra existencia o qué mueve nuestras acciones, una serie de preguntas tan necesarias, como naturales, que mucha y buena literatura recoge en su seno para que no olvidemos que dentro de nosotros también habitan las leyes que rigen la vida.

jueves, 1 de julio de 2021

Una despedida mínima


Queridos todos:

Siento despedirme de esta guisa, pero tras un curso escolar de locos, llega la hora de marcharse.

Necesito recuperar algo de esa humanidad que hemos perdido, ser consciente de que ahí afuera hay vida, de que más allá de las pantallas de los ordenadores, de las redes sociales, e incluso de los libros, sigo siendo yo, un tío al que le gusta desayunar tortilla de patatas, charlar y reír en torno a unas cervezas, y que se sonroja cuando alguien, de vez en cuando, le lanza algún piropo.

El tiempo se nos va y disfrutar de la vida es muy fácil. Así que eso haré. Y espero que ustedes también.

Gracias por tanto. Un abrazo fuerte de

Román


P.D.: Las imágenes pertenecen a un álbum sin palabras encantador titulado El último verano, de Kim Jihyun y editado por Juventud.

miércoles, 26 de mayo de 2021

¡Fuera complejos!


Mi madre siempre ha dicho que sentir envidia es lo peor que te puede pasar en la vida. Es un sentimiento que te corroe por dentro, te devora, no te deja avanzar ni mucho menos ser feliz. Si te pasas cada día de tu existencia comparándote con quien tienes al lado y deseas que la gente que te rodea no tenga para sí lo que tú anhelas, probablemente sufras muchas desdichas.
Con el paso del tiempo he descubierto que es verdad, y de paso añado a la batidora los complejos, unos que siempre empeoran las cosas. En parte, porque lde los complejos germina la envidia, y en parte porque los complejos te impiden alcanzar los deseos y metas que te planteas.


No voy a decir que un servidor no tenga complejos, pues todos tenemos alguno que otro, pero sí diré que no soy esclavo de ellos. A veces me pican, sobre todo cuando estoy bajo de ánimos o una racha de mala suerte se ceba conmigo, pero procuro mantenerlos a raya. Porque también tengo muchas virtudes de las que echar mano, equilibro la balanza y ensalzo mi persona, esa que discurre entre un yo y sus circunstancias.
Porque no crean que solo son los complejos, sino la caterva de parásitos que, parapetados tras ellos, se dedican a meter baza para sacar provecho a costa de nuestros puntos débiles. No se fíen de melindrosos y aduladores, pues saben cómo pasarnos la mano por el lomo, alimentar el ego herido, adormecer nuestros sentidos y salirse con la suya.


Gordos, bajitos, calvos, pusilánimes, narizones, cojos, feos, canosos o escuálidos. Hay complejos de todos los colores y sabores. Unos duran toda la vida y otros sólo un instante. Lo mejor de todo es cuando te empiezan a dar igual y te dejas llevar. Esto puede suceder por muchas causas: porque sí, porque nos hacemos mayores y queremos aprovechar la libertad que nos queda, o porque algún detonante -la muerte de un ser querido, un divorcio malencarado o las decepciones laborales- nos desgarra. Cualquier cosa puede dar comienzo a esa relación cordial con nuestros complejos


Véase el caso de Olga, la protagonista de El kiosco, uno de los mejores libros-álbum de esta primavera que nos llega de la mano de Libros del Zorro Rojo y que está basado en el cortometraje de animación homónimo que desarrolló hace años la propia autora, Anete Melece, y que ha obtenido numerosos reconocimientos internacionales (pueden disfrutarlo AQUÍ).
Olga lleva muchísimo tiempo a cargo del kiosco. Periódicos, revistas, pasatiempos, lotería, chucherías, agua e incluso indicaciones para los turistas se pueden encontrar en su kiosco. Lo malo es que ha engordado tanto que ya no puede salir por la pequeña portezuela e irse de vacaciones a la orilla del mar. Un día, por culpa del repartidor de los periódicos y unos pillastres, Olga arranca el kiosco del suelo y empieza a deambular con él a cuestas por la ciudad. ¿Cómo terminará esta aventura?


Con tapa troquelada, guarda delantera peritextual, ilustraciones desenfadadas y coloristas, secuenciaciones dispares y un argumento algo loco, este libro nos sumerge en un universo de complejos y angustiosa comodidad, que además de ser extrapolables a cualquier persona, nos invita a romper con nuestra zona de confort, a asumir lo que somos, y dejarnos llevar por los deseos más profundos y recónditos. Porque a veces no hace falta cambiar nuestro físico o forma de ser, a veces basta con ser conscientes de lo que tenemos y buscar nuevos horizontes que nos permitan expandir nuestra existencia.



miércoles, 10 de marzo de 2021

El valor de la intersección


Es curioso como las diferentes jergas se introducen en el día a día. Expresiones que nunca hubiéramos imaginado se cuelan en nuestras vidas y, sin querer, se instauran en el ideario colectivo creando nuevos conceptos que poco tienen que ver con eso que se llama cotidianeidad. Si “el conjunto de la ciudadanía” o “un libro en verdad” ya me ponen de bastante mal humor, lo de “proyecto de vida” me saca de mis casillas.


Las familias son proyectos, los niños, también. Todo es susceptible de ser planeado, estudiado al milímetro, auditorías y controles de calidad personal y social. Cualquier parcela de la vida se ha convertido en algo que necesita de la corrección política y jurídica, de formalidades y negociaciones, de aprobaciones, de presupuestos, de hipotecas a corto, medio y largo plazo. Sólo nos falta darnos de alta como autónomos y pagar una cuota al estado.
Leo y escucho a todo tipo de majaderos utilizar una expresión reservada al ámbito empresarial, económico, productivo o laboral para referirse a su propia vida. Psicólogos, sociólogos, asistentes sociales y charlatanes han logrado reducir a la mínima expresión algo tan complejo como la propia existencia. Y lo peor de todo es que han conseguido que el resto del rebaño repita como un mantra la dichosa cantinela.


Solo un estúpido podría limitar las innumerables circunstancias que lo acompañan a una serie de factores difícilmente manipulables. Así pasa, que, de vez en cuando, el azar que la vida lleva implícito les propina bofetones que desmoronan esos constructos que se han esforzado por levantar en pro de la arquitectura más efímera y soez.
Incluso lo que puede pecar de producto manufacturado -una bomba nuclear, la famosa vacuna o una maceta-, está supeditado a una serie de factores desconocidos que lo van moldeando paso a paso, día a día. Antojos del tiempo que nos invitan a vivir, pero también a dejarse llevar. Porque quizá, hacer lo imposible para que nuestros hijos estudien una carrera, para celebrar las bodas de oro o para que se vendan un millón de ejemplares de nuestro libro, sean lastres persistentes que solo nos abocarán al fracaso.


Hay que planear algo, más bien poquito, poner la intención, la brújula en camino y nada más. Esa es la razón por la que me rindo y floto. Gracias a la marea, a los impulsos, por culpa de los amigos, también de los sobrinos… Todo eso me arrastra hasta lugares donde no quiero ir pero que, sin comerlo ni beberlo, forman parte de ese hogar informe que me cobija. Les recomiendo esos ejercicios llamados vaivén, quiebro o admiración. Como los que sufre el protagonista del libro de hoy. 
Un arquitecto muy cuadriculado contempla como la construcción del edificio que ha diseñado queda totalmente supeditada a un elemento disruptivo: un árbol. Él hace lo imposible por buscarle los tres pies al gato y salvar esa idea primigenia. Terco como una mula, quiere controlar hasta el último detalle, pero el árbol rompe los esquemas, lo pone a prueba para, al final...


El arquitecto y el árbol, de Thibaut Rassat (Cocobooks), además de ahondar en la relación que el ser humano tiene con lo inesperado, es un especial homenaje a Conical Intersect, la obra de otro arquitecto, Gordon Matta-Clark, que mostró el valor y necesidad de los edificios integradores.
Entren en este libro y trasladen lo que les va diciendo sobre esa dicotomía compleja que llena cada uno de nosotros. Alejándose de lo preceptivo, de las líneas preestablecidas, de todo ese orden aparente que nos enjaula cada hoja del almanaque.

martes, 12 de mayo de 2020

De madres sobreprotectoras



Si se creen que esto del teletrabajo es un chollo, están muy equivocados. Al menos en mi caso, las clases on-line me están dando muchos quebraderos de cabeza y disgustos varios, sobre todo porque muchos padres se creen con derecho de ir metiendo el moco donde no les importa -aunque les incumba-.
Se ve que uno ya no puede hablar de tú a tú con sus alumnos, tratarlos como personas adultas ni llamarles la atención sobre actitudes incorrectas con algo de claridad. Sobre todo porque los padres, más que aburridos, se dedican a meterse en nuestras aulas (que ahora han pasado a ser virtuales) como el que se pasea por una red social, y se dedican a darnos clases de cualquier materia que ellos consideren, llámese urbanidad o ciencias naturales. No sé quién les ha dicho que su condición de padres les capacita también para dar lecciones magistrales.


Lo más gracioso de todo sucede cuando no pueden contener sus frustraciones (N.B.1: No olviden que muchos padres otrora fueron alumnos y todavía tienen cuentas pendientes con el sistema educativo que deben resarcir con los profesores de sus hijos), suplantan la identidad de sus hijos y se lanzan a soltar todo tipo de improperios. Una de dos: o ven demasiado Sálvame, o no se han enterado que están cometiendo una falta tipificada en el código penal (la de injuriar y calumniar a la autoridad docente, la de suplantar identidades se la perdono porque me hace incluso gracia).
Y es que algunos progenitores, no teniendo bastante con sus problemas (¿Acaso no verán lo que se nos avecina?), se cargan con los de sus hijos, unos que viven en mantillas, a sus once vicios y casi endiosados por esa máxima de la sobreprotección, la superpaternidad y la culpa (si no han disfrutado del calor de sus hijos la entenderán). Muchos no se han enterado que a los hijos hay que despabilarlos, que aprendan a sacarse las castañas del fuego, a luchas sus propias batallas, porque si no los adultos acaban poniéndose al nivel de quinceañeros, y la cosa empieza a oler (no es para menos).


Llegamos así a Madre Medusa, un álbum de Kitty Crowther que necesitaba ser traducido a nuestra lengua (¡Gracias editorial Ekaré! ¡A ver si os animáis con La Visite de la Petite Mort y Annie du lac) y que muchos esperábamos como agua de mayo (nunca mejor dicho). Y sucede que en esta historia que rezuma ecos de leyenda, que huele a antiguo cuento de hadas, una madre con una cabellera que tiene vida propia vive por y para su hija. Tanta es la obsesión de cuidarla, protegerla y educarla ella misma que impide que su hija dé rienda suelta a sus deseos de socializar con otros niños (N.B. 2: Tengan cuidado en regalárselo a alguna madre, sobre todo primeriza, o pueden acabar con el libro incrustado en el cráneo).


Partiendo de un personaje de la mitología griega, Medusa, una de las tres górgonas, la Crowther, desarrolla una fábula con mucho intríngulis. Lo primero es que tomando el propio nombre de la protagonista, pues en griego Μέδουσα significa “protectora” o “guardiana”, y el atributo más conocido de este monstruo, su cabellera con vida propia, la autora rompe con el final de la historia tradicional (según la mayoría de las versiones Medusa, tras ser violada por Poseidón y condenada a vivir su embarazo en el aislamiento y el oprobio, fue asesinada por Perseo) y deja que Medusa dé a luz a Anacarada, su hija (un punto de partida muy interesante).


De esta manera Kitty Crowther deja que el lector asimile una realidad ancestral a un contexto actual (¿Qué madre no se preocupa por sus vástagos?) y habla con el espectador de muchas sensaciones como la maternidad como vergüenza (no olviden que Madre Medusa es una madre soltera fruto de una violación), los hijos como propiedad privada, las inseguridades de las madres primerizas, la obsesión por el éxito, su total entrega, la ansiedad y los miedos al nido vacío… Un sinfín de sentimientos que se van desencadenando al pasar unas páginas donde la orilla del mar donde la autora pasó gran parte de su niñez se hacen muy patentes.  
En las ilustraciones, además de guiños simpáticos (¿Cómo leen esta madre y esta hija? ¿De qué está hecha esa cabellera?), surrealistas (las escenas del caballo o el abecedario son tan hermosas como inverosímiles) y transgresores (el momento del parto es impactante), contamos con un colorido donde priman los colores cálidos, así como las formas circulares que nos arropan y envuelven en una historia universal con un esperado y justo final.


lunes, 4 de mayo de 2020

La ¿belleza? del final



El final del confinamiento ya llegó, y a pesar de que muchos se empeñan en vendernos un canto a la esperanza, detrás de estos casi dos meses de encierro existen multitud de circunstancias y factores que no me llevan precisamente a ser muy optimista en lo que al futuro inmediato se refiere.
En primer lugar están los miles de víctimas, todos los fallecidos en el transcurso de esta primera oleada de la pandemia–oficiales y oficiosos, que a mí no se me olvida nadie- , así como sus familiares y demás seres queridos. No se nos deben olvidar los que se han recuperado, los que no y los que todavía no han sido diagnosticados, muchos de los cuales verán mermada su salud y calidad de vida después de sufrir el síndrome desencadenado por el CoVID-19. Y sobre todo, los que vendrán como no nos tomemos esto en serio.
En segundo lugar tenemos los efectos sociales que se han generado a raíz de esta grave crisis sanitaria, entre los que quiero destacar una notable disminución del contacto físico y verbal, alteraciones psicológicas de todo tipo, tanto en los afectados directos (la culpa y el duelo, sobre todo), como en el resto de la población (depresiones y fobias), un aumento de la vigilancia institucional y ciudadana (eso de que los vecinos se dediquen al ojo avizor es muy peligroso), problemas de convivencia intra-familiar (como por ejemplo las diferencias y separaciones matrimoniales), o las continuas decepciones de allegados y amigos (tanto un servidor, como ustedes, saben quiénes han estado a su lado durante todos estos días).



Si todo esto fuera poco, llega en tercer lugar un escenario de incertidumbre que en algunos casos se ve agravado por las decisiones que gobiernos e instituciones han tomado al respecto de este virus. Una serie de consecuencias indirectas que inevitablemente golpearán diferentes ámbitos y modificarán nuestro modus vivendi.
Si bien es cierto que mi faceta de adivino la dejé aparcada hace muchos años (soy amante de la clarividencia, los augurios, presagios y designios), tomando como base otras crisis sanitarias como la de la gripe española o la peste (parecen lejanas pero les invito a que se informen y vean los parecidos razonables), he dado rienda suelta a mi imaginación y me he encontrado con un mundo donde el miedo al prójimo, la división de clases y la hostilidad ciudadana se hacen todavía más patentes. He imaginado un mundo en el que los niños no puedan reñir, abrazar o jugar con otros niños en las escuelas y centros de enseñanza. Imagino un mundo en el que los besos y las caricias se destierren, un mundo en el que las relaciones sexuales completas sean tan complicadas que se limiten al coito o simplemente se supriman. ¿Verdad que no hace falta imaginarse mucho? La realidad ya está aquí.
También hay que prestar atención al plano económico, uno en el que ciertos sectores se verán muy golpeados, sobre todo aquellos que tienen que ver con el ocio colectivo -hostelería, el mundo del fitness, festivales y conciertos, teatros, formación presencial, salas de cine…-. Y no se olviden el transporte. La distancia de seguridad entrará en la vida de autobuses, trenes y aviones, se reducirán plazas y pasajeros, se ralentizarán trayectos y se encarecerán los billetes. Si además tenemos en cuenta que no podremos optimizar el combustible para viajes en grupo debido a ciertas limitaciones, nuestro bolsillo sufrirá más a pesar del inicial abaratamiento de los combustibles (ya saben en lo que hay que invertir). Además llevará asociada una disminución de la libertad de movimiento/residencia que hará más difícil la conciliación de la vida familiar y laboral.
Si a todo esto unimos la reorganización del sector servicios, una inflación tremenda (lo llaman "tasa COVID", pero yo prefiero llamarlo "torpeza"), la modificación de los contratos laborales gracias al teletrabajo, el blindaje bancario, el intervencionismo gubernamental, una pérdida del poder adquisitivo generalizado y la destrucción masiva de puestos de trabajo (todavía es pronto para que los ERTEs se transformen en EREs, pero al tiempo...), no les quiero ni contar lo que nos espera tras este final.



Pero bueno, también es cierto que este es mi dualidad final/principio y la escribo como quiero (que a veces unas dosis de pesimismo son muy necesarias). Es lo mismo que le sucede a Nina, la tortuga protagonista de La belleza del final, un álbum del italiano Alfredo Colella y el ilustrador argentino Jorge González publicado recientemente por A buen paso, que a pesar de la estructura de cuento tradicional (el viaje iniciático del héroe con su número impar de ayudantes) al me ha costado encontrarle el encanto, una sensación a la que poco a poco me han ido abriendo la puerta estas semanas de encierro ("Pon una cuarentena en tu vida" rezaba un eslogan). 
Porque ese encanto quizá resida en la parquedad de las palabras que, sin tapujos, también tienen que ver con lo tajante de la vida, con la sencillez del camino, con su lentitud, con lo minúsculo y lo cotidiano. Porque también ese encanto quizá vive en unas ilustraciones donde la mancha, el color y la composición son esenciales, en las que hay páginas llenas de luz que alternan con una oscuridad subyacente que lleva la voz cantante, pues el mundo unas veces es rojo y otras es azul aunque en él siempre se reflejen los matices con tanta turbidez. Porque ese encanto también lo rezuman unos personajes tan dispares y tan iguales como nosotros los hombres. Ese encanto que se abre paso en nosotros, lectores, ofreciéndonos respuestas que sin querer también nos preguntan. En definitiva, porque precisamente esa es la belleza del final, no ser bello.

martes, 24 de marzo de 2020

De problemas y oportunidades




Se ha hablado mucho estos días (y se sigue hablando, que aún nos queda confinamiento para rato) de muchos temas que atañen a la salud pública. De medidas preventivas, de la higiene, de cómo evitar el aumento de la carga viral, de qué podemos hacer y qué no en la cuarentena, y de cómo debemos comportarnos y afrontar emocionalmente esta crisis sanitaria.
De entre todos estos temas, uno que me llama sobremanera la atención es el de las pautas comportamentales y psicológicas frente a este panorama dantesco (N.B.: Siempre había querido utilizar este adjetivo pero nunca había encontrado una situación apropiada. Es el momento de no caer en la hipérbole), no sólo por la cantidad de psicólogos y terapeutas que desde las redes sociales nos están asediando (Para el carro, bonico, que con tanta celeridad me vas a provocar un síncope antes de tiempo), sino porque la gente se está poniendo demasiado intensita y necesitamos algo de sentido común en vez de tanto misticismo.


No voy a negar que el problema del coronavirus sea muy caleidoscópico, es decir, que tenga tantas caras como seres humanos nos estamos viendo afectados. Pero precisamente por eso, debemos dejar que las circunstancias, los desenlaces y, sobre todo, la lógica personal nos vaya diciendo como debemos comportarnos ante él.
Aunque esto es para echarse a llorar, hay gente que se ha tomado el problema con guasa, ha enganchado un megáfono y se ha liado a organizar bingos desde las alturas. Otros han sacado sus instrumentos musicales al balcón. Los hay que les ha dado por el patriotismo. Los de la otra manzana han decidido pasear a sus perros descolgándolos en el patio de vecinos (increíble pero cierto). Tengo dos vecinos que se mandan mensajes de amor por el cristal de la ventana (¡Lo que dan de sí unos prismáticos estos días!). Más allá se pasan el día discutiendo (¡Qué voces, oiga!). En fin, cada uno canaliza el problema como mejor sabe…


Incluso los hay que lo han encarado a modo de oportunidad…. Les diré. Hay quienes han optado por denunciar a toda la finca y que viva la venganza (¿Se acuerdan de las vecinas de Valencia? Pues lo mismo). Algunos hemos tenido la oportunidad de saber a quien le importamos y a quien no (amigos y familia son puro desencanto, aviso). Los progres han visto la oportunidad de catar las mieles de la sanidad privada, que eso de la Ruber tiene mucha enjundia. No pueden faltar millonarios que quieran desgravarse impuestos. A mucha gente le ha dado por flirtear con el repartidor de pizzas o el de Amazon©. No pueden faltar los ególatras que se han lanzado a los directos de Instagram para contribuir a la paz mundial, el entretenimiento infantil, el fitness o las tendencias en mechas y otras chanzas del universo de la peluquería.


Y así, hablando de problemas y oportunidades he decidido empezar la segunda semana de aislamiento junto a ¿Qué haces con un problema? y ¿Qué haces con una oportunidad?, dos libros de Kobi Yamada y Mae Besom, que junto a ¿Qué haces con una idea?, terminan una trilogía que ha sido muy aclamada en esto del álbum infantil y publicada por la editorial BiraBiro en nuestro país.


Aunque me consta que muchos profesionales de las emociones y la psicología los están usando para sus sesiones de terapia y divanes varios, hoy rompo una lanza por la carga simbólica de estos libros, sobre todo en lo que se refiere a lo onírico de sus ilustraciones y que complementan de una forma muy narrativa cierto cariz didáctico del texto. Bebiendo de las fuentes del maga y el anime, así como de otras referencias orientales como el origami o la indumentaria samurái, se nos presenta una historia llena de fantasía en la que el niño protagonista y sus amigos de batalla –unos animales que acompañan y aúpan a este héroe-, se enfrentan a una nueva aventura.
Y sin más dilación, me voy a poner con mi oportunidad de este encierro: dibujar.

viernes, 20 de marzo de 2020

Días de muchas cosas



Si siguen la cuenta de Instagram de los monstruos se habrán percatado de que hoy se celebra en todo el mundo el Día de la Narración Oral, una jornada que los monstruos celebran con mucho frenesí pues las producciones orales siempre han sido de notable importancia para los pequeños de la casa, tanto es así que las primeras obras de la llamada literatura infantil se basaron en los cuentos de tradición oral que habían pasado de boca a oreja desde tiempo inmemorial.


Además de celebrar esto, este 20 de marzo también le dedicamos el día al gorrión, el ave que da nombre al gran orden de los Passeriformes (su nombre científico es Passer domesticus) y que está desapareciendo de muchas áreas urbanas por diferentes motivos (en Londres es prácticamente invisible). Y ustedes dirán, “¡Bah! ¡Un pájaro sin importancia!” Pero la realidad es otra. Les ilustro… En 1958, China (siempre están presentes…) inició la llamada campaña de las “Cuatro Plagas”, integrada por Mao Zedong en el proyecto “Gran Salto Adelante” para relanzar el país como potencia mundial. Esta consistía en cargarse cuatro especies letales para las cosechas: moscas, mosquitos, ratones y gorriones. En el caso de los gorriones instó a la población a hacer ruido (palmas, caceroladas, etc.) para que las aves murieran por agotamiento durante el vuelo. Y así pasó, que el gorrión fue exterminado de China. Pero como la madre naturaleza es sabia, dijo aquello de “Rebota, rebota y en tu culo explota” y fue la langosta, uno de los principales alimentos del gorrión (es más insectívoro que granívoro por mucho que se empeñara la propaganda china), la que se zampó todas las cosechas siendo el detonante de la Gran Hambruna China entre 1958 y 1961 en la que murieron entre dos y tres millones de personas. Por si no fuera poco, China tuvo que plegarse e importar gorriones desde la antigua URSS…


Lo tercero que celebramos este viernes es el Día de la Felicidad. Como lo oyen. A pesar de virus y lo deprimente de esta situación, la ONU nos invita a ser felices y de paso hacer felices a los demás, que el mundo está muy mal y todos tenemos que sonreír ante la vida y sus avatares. Se ve que alcanzar la felicidad es un objetivo que debe primar en las políticas de los diferentes países del mundo (aquí se ve que tenemos de sobra porque a nuestros políticos básicamente se la suda), una perspectiva que empezó a considerar el rey de Bután hace más de 40 años definiendo lo que él llamó “Felicidad Nacional Bruta” (total na’…)


Y sin meterme en terrenos pantanosos (Perdónenme, que llevo una semana a pique de la úlcera…), les dejo con un libro que va de pájaros y felicidad (viene que ni pintado). El vendedor de felicidad con texto de Davide Calì e ilustraciones de Marco Somà (editorial Libros del Zorro Rojo), es uno de esos álbumes para terminar la semana con buen sabor de boca.
La acción se sitúa en un bosque por el que transita la camioneta del señor Pichón, el vendedor de felicidad. Este personaje se acerca por todos los hogares y establecimientos. No le falta ni uno: la casa de la señora Codorniz, la de la Abubilla y  la tienda del señor Chorlito. Aunque se les ve contentos, todos adquieren su dosis de felicidad, ya saben que nunca está de más tener algo de reserva…
En definitiva, una historia para disfrutar embelesado con las imágenes preciosistas y llenas de detalles del artista italiano, y en la que se nos invita a imaginar cómo es capaz cada uno de los protagonistas en alcanzar la felicidad.
Un viaje de descubrimiento en el que el lector imagina en cada doble página la felicidad en sus diferentes formas. Porque la felicidad es como el aire que adopta la forma del frasco que la contiene.



martes, 3 de marzo de 2020

Valiente fragilidad



Hemos dado la bienvenida a marzo y con él llega el periodo de exámenes. Hay cierto tufillo de nerviosismo en el aire y se palpa la tensión entre los estudiantes. Ojeras, caras pálidas y salidas de tono son el pan de cada día. Sí, no es muy agradable estar embebido en una atmósfera tan recalcitrante, que el humor es una cosa muy seria y hay que cuidarlo. A menos que venga algún gilipollas a darte el día, lo mejor que podemos hacer es sonreír, que para llorar por un cerapio siempre hay tiempo.
Como en botica, estudiantes hay de todas clases. Los hay muy trabajadores, como laboriosas hormiguitas que al final salen del paso. Otros son más espabilados y prefieren echar mano de sus capacidades antes que de hincar los codos (¡Y cómo les jode a los demás…!). Están los que se esperan a última hora para invertir todas sus horas de sueño en el aprobado raspado. También los nerviosos que la cagan en el último momento por un exponente, un paréntesis o la idea feliz de turno. Los alegres y los despreocupados también tienen su hueco en este catálogo de alumnos. Y así, uno tras otro, van pasando los cursos escolares.


De entre todos ellos mis favoritos son los alumnos de cristal. Esos de apariencia frágil, que de un soplo se desbaratan. Son los que más me sorprenden teniendo en cuenta el ecosistema en el que viven. Cuatro paredes atestadas de niñatos entre los que priman las leyes más básicas y animales. ¿Por qué? Parece que se caen pero que al final se tienen, como si se fueran a rendir de súbito aunque al final opten por la supervivencia. Deberíamos llamarlos alumnos Duralex®, o quizá alumnos Pyrex®, porque a pesar de su apariencia, son irrompibles, resistentes al tiempo y los varapalos, a imagen y semejanza de la Gisela de cristal de Betrice Alemagna.


Recién publicado en nuestro país por Libros del Zorro Rojo, este álbum que fue elegido el mejor libro infantil del 2002 en Francia, nos cuenta la historia de Gisela, una niña hecha de cristal. Luminosa, frágil y sobre todo transparente, todo el mundo quiere conocerla. Largas colas delante de su casa para poder verla y tocarla, hasta que se dan cuenta que, como es de cristal, pueden leer sus pensamientos…


Como ya han apuntado otros compañeros de la LIJ, el argumento es similar al Jaime de cristal de Rodari, lo que me hace pensar que Alemagna ya conocía esta historia del genio italiano y quería darle una vuelta de tuerca más contemporánea. Mientras que en Jaime de cristal la transparencia resulta ser una virtud para luchar contra la tiranía y la opresión quedando el mensaje más supeditado a la moraleja redonda del cuento tradicional, en Gisela de cristal se ensalza como un grave defecto en el que el público en general no ve nada positivo e incluso es motivo de rechazo social. Aunque en los dos libros el protagonista sale victorioso, Alemagna ensalza la debacle interior de Gisela. Ella es una verdadera heroína y lucha por alcanzar su propia felicidad, mientras que Jaime es un héroe indirecto.


En lo que a los recursos de formato y estéticos se refiere llaman poderosamente la atención dos. La primera es el tono azulado del libro, uno que inspira calma, también frialdad e incluso tiene que ver con las lágrimas de Gisela. La segunda son las páginas de papel vegetal que la autora inserta en el libro, un recurso que también utiliza en Cosas que vienen y van, pero que en este caso se traducen con otro significado, concretamente el del símil con la transparencia del cristal y de la anticipación en la secuenciación.
Un libro sin pretensiones, hermoso y algo agridulce, que los niños de cristal necesitamos de vez en cuando.


miércoles, 27 de noviembre de 2019

Perder el alma



Cada día que pasa aumentan las probabilidades de chocarte con un alma perdida.
Algo sobrenatural está sucediendo pues antes no era tan frecuente toparte de golpe y porrazo con un espíritu errante. Sí, sí, no se hagan los extrañados, pues estos entes (por llamarlos de alguna forma) que deambulan en los vagones del tren, bajo el sol de noviembre o que se deslizan por los toboganes del parque, están multiplicándose a un vértigo de pasmo.
Fíjense bien, porque seguro que tienen uno cerca, casi al lado. No se diría que son informes, pues se aprecian bien sus rasgos. Unos dan la impresión de ser jóvenes mientras que otros parecen ser octogenarios. También hay diferencias de estatura. gruesos y delgados. Van como pueden. A pie, corriendo o al volante. Visten como tú y como yo (no se crean que Inditex© les da de lado…). Pero todos comparten algo: su mirada apagada, como las hojas que el otoño va amontonando.


El otro día hablé con una. Fue una sensación extraña... Las palabras eran quedas, aquejaban una inusitada calma, como cuando uno se deja llevar a la deriva, sin importarle nada, abandonadas… Me atravesó cierto miedo. Sentí frío. Un rumor inquieto: ¿Y si yo mismo hubiera perdido la mía? ¿Acaso estaba exento de no padecer ese extravío, de olvidar mis propios días?


Hoy me encuentro ante El alma perdida, un álbum de Olga Tokarczuk, la escritora polaca que recibió el premio Nobel en 2018, y Joanna Concejo, una de esas ilustradoras que exudan belleza en cada imagen, editado bellamente por la editorial Thule (¡Gracias por esa tisana plena de calma!). Aunque el libro recibió una mención especial en la categoría de ficción del premio Bologna Ragazzi en su edición del 2018, yo soy de los que prefiere opinar por mí mismo y aquí me tienen, concediendo mi propio galardón.
Les mentiría si les dijese que el libro no me atrapó desde el primer momento, pues es uno de esos álbumes en los que las imágenes donde priman el grafito y el lápiz de color, se desbordan por lo evocador. Una sensación que continua conforme lo abrimos y empezamos a leer… Trata sobre la historia de un hombre que  de tanto quehacer, de tanto ir y venir, se olvida de sí mismo y su  alma opta por marcharse. ¿Volverá?


Es así como Tokarczuck regresa al movimiento, esa idea generatriz de toda su obra (lean Los errantes para comparar) y que en parte también se relaciona con el desarraigo, una búsqueda constante de la verdad, en este caso monopolizada por ese yo individual que se ha convertido en el imposible de las sociedades modernas. Pone a viajar a ese alma olvidada, a ver la belleza de un mundo tan real como añorado, mientras su dueño permanece estático en una silla.


La espera es extraña para los dos. Alma y hombre necesitan encontrarse aunque se encuentran a gusto en su soledad. Un mensaje que Joanna Concejo presenta en cada doble página con eficaz dualidad. Mientras que las páginas izquierdas se parecen a fotografías antiguas, esas que guardamos en la vieja caja de zapatos (según me cuenta su autora están basadas en fotografías tomadas por su marido y ella misma), desdibujadas por el tiempo y que dan buena cuenta de nuestros años de niñez y juventud, etapas henchidas de libertad (Dense cuenta que ocupan todo el espacio), las de la derecha se centran en una mesa, un par de sillas y esa figura que mira hacia la ventana, un símbolo de anhelo y esperanza en ese universo donde el vacío lo acompaña.


También hay que llamar la atención en las dos ilustraciones que están impresas en papel vegetal y que se insertan en dos momentos clave de la narración, cuando se inicia la espera y como antesala al encuentro. Es así como una vez más una propuesta editorial relaciona este tipo de recurso con el paso del tiempo, ese que desdibuja la vida (¿A modo de ensoñación o a modo de telón?).
Por último, no deben pasar desapercibidas las plantas, esas que el hombre cultiva en pequeñas macetas y que poco a poco se apoderan de las escenas hasta llenarlas de un color tremendamente luminoso. Capuchinas (Tropaelum majus), costillas de Adán (Monstera deliciosa) o filodendros (Philodendron monstera), todo un exuberante ecosistema vegetal que, desorbitado, celebra lo inevitable…