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viernes, 10 de enero de 2020

¡Que empiece el 2020!



Dice mi amigo el Alfon que somos unos yonquis de la fiesta. Que cada vez que termina una época de mucho lío y diversión, pasamos el mono unos cuantos días. Dormimos fatal, nos empiezan a doler las articulaciones, sale a la luz algún achaque, aparecen orzuelos, calenturas y otras miserias. Vamos, que es preferible sentirnos vivos a estar hechos un asco...
Hay que reconocer que no estamos como a los quince años (canas, arrugas… ya saben), pero seguimos desbordando vitalidad y muchas ganas de dar el callo. No les negaré que debemos retomar los buenos hábitos (mucha agua, dieta sana, algo de deporte), pero nunca dejar que nos lleve el tiempo a su antojo, que cuando no te das cuenta se te va la vida, ¿y luego qué? Pues eso, que se acaba lo bueno. Reír, charlar, querer, jugar y respirar. Vivamos pues. Que luego todo queda en nada. Y cuando todo termine, que nos pille sin miedo, bailando.



No tengas miedo de la muerte

no hace ruido
no huele
no tengas miedo de su escarcha
no sentirás dolor
no habrá nadie
no estarás ahí
no tengas un cajón para el frío
será sólo un segundo

no tengas miedo de la muerte
lindura
somos gusanos dejando hilos de seda
sobre el agua.

Luis Eduardo García.
Te explico esto a tus quince años.
En: Una extraña seta en el jardín.
Ilustraciones de Adolfo Serra.
2018. México: Fondo de Cultura Económica.



martes, 13 de febrero de 2018

De humanos, bosques y espejos


Martes de carnaval y uno, que está de libranza, se pone a pensar. Voy de mi mismo a los demás y desde los demás regreso hacia mí, una especie de círculo vicioso que, a pesar de parecer repetitivo, va mutando día a día.
A menudo me encuentro con cosas de los demás que me gustan más bien poco e intento interiorizarlas para analizarlas desde una perspectiva propia que se parece más a la autocrítica que a otra cosa... No puedo alejarme del cinismo ni del humor negro que practico, ese al que, en parte, le debo el seguir viviendo, pero sí intento aproximarme a los demás desde una mirada personal, lo que a veces me permite pasar por alto ciertas actitudes poco decorosas, inapropiadas o sencillamente reprochables. Unas veces se deben a un factor educacional en contra el que es imposible luchar por adherirse al ámbito familiar, otras a cuestiones sociológicas, esas que inundan una sociedad muy voluble y condescendiente, o a discursos anacrónicos, también a los sectarios, etc. En fin, que todos tenemos excusas aunque dependa de otros el disculparnos o no.


Probablemente de la empatía que practico (N.B.: La mayor parte de las veces la omito o no exteriorizo. Tampoco es cuestión de darle alas a cualquier mentecato), crezca el discurso interior que sostengo, tan marítimo, ese que va y viene. Es una capacidad, una especie de espejo que permite mirarse en los demás sin llegar a ser reflejo. Observo y apunto, apunto y observo... A veces, no puedo evitar intervenir, decir cuatro cosas, para evitar que los demás se alimenten de uno, que quieran trascender a mi costa. Todo tiene su lógica y justificarse sin ella (pataletas aparte) más que con el sano juicio tiene que ver con aferrarse a un enlucido, resumiendo, para salvar el tipo.


Por estas razones y seguramente muchas otras, hay gente que decide elegir un espejo solitario y contemplar el mundo desde la atalaya de lo primario, lo animal, lo monstruoso y natural. Cerros, bosques o lagos también nos permiten mirarnos, hurgar adentro, ahí, donde habitamos. Esta es la razón por la que hoy trago El bosque dentro de mí, un álbum sin palabras de Adolfo Serra que me ha encantado desde la primera página. 


Esta genial obra ganadora del XIX concurso A la orilla del viento convocado por Fondo de Cultura Económica, nos propone un viaje (casi) circular por esos caminos que nos recorren y recorremos. Este itinerario comienza con un niño que se mira en el lago y halla un compañero de viaje. Vagan por el bosque, en parte perdidos, en parte encontrados, hasta llegar a la ciudad, la civilización hostil que, lejos de amilanar su espíritu, los empuja de nuevo a la libertad. Una bella metáfora del poder que nos recorre, de cómo lo usamos, de la intemperie del alma, de lo salvaje del ser humano.