Las redes sociales se llenan hoy de fotografías paternas y mensajes empalagosos. Nada como una enorme dosis de exaltación y exhibicionismo para limpiar nuestros pecados como hijos, instar al cotilleo y entrar en ese bucle posmoderno del “yo también”.
A mí realmente me la suda esto de darle bombo y platillo al sentimentalismo barato. Bastante tengo yo... Lidiar con pensamientos complejos, gestionar triquiñuelas, poner notas, digerir malas noticias o intentar no caer en la derrota. Son algunos de los avatares que me laceran estos días.
Lo mío siempre ha sido buscar pequeños huecos para querer a diario. No concibo las relaciones familiares sin pequeños paréntesis en los que queman mínimos gestos de cariño con los que construir un afecto sincero. Besos diarios, abrazos, risas compartidas, alguna que otra bronca.
¿De qué nos sirve tirar la casa por la ventana un día al año, cuando la posibilidad de querer a quienes nos rodean es factible hora tras hora? Mientras los historicistas del buenismo se centran en la necesidad de una familia sensible, conciliadora y sin estereotipos, las sociedades occidentales dejan entrever una desidia aterradora a la hora de gestionar los lazos de sangre.
Siempre hemos dicho que “cada uno en su casa y Dios en la de todos”, pero últimamente la cosa ha empeorado: Dios está missing, las casas propias escasean, y todo el mundo quiere libertad aunque sean los demás quiénes te den de comer, cuiden a la prole o te ayuden con las facturas. Paradójico.
Llámenme raro, pero prefiero dejarme llevar por discursos que ahonden en lo humano sin tener que echar mano de postureo y ñoñerías. Tener una mirada clarividente aunque sean las miserias quienes hablen. como por ejemplo las que se exhiben en Y mira ahora, un pequeño álbum de Shinsuke Yoshitake que editó El Dimoni Pelut hace unos meses.
En este libro, el mago japonés de la disyunción narrativa, nos trae una historia basada en la serie de anécdotas que suceden entre una madre y su hijo a lo largo de los años, en el que el cambio de roles, las diferencias intergeneracionales y la inocencia infantil se funden para construir un discurso extrapolable a cualquiera.
Una frase hecha que funciona a modo de retahíla (y cantinela materna... Que cuando las madres se ponen quisquillosas, ¡tela!), ilustraciones dinámicas, silencios (me encanta ese avión que llega a la ciudad), comparativas en la misma página, una escala temporal que echa mano de los años y juegos de ida y vuelta entre madre e hijo, me resultan deliciosas. No sólo para leer, sino para evocar momentos propios y regalar a unos y otros.
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