Si algo bueno ha traído
la globalización a nuestras vidas es la posibilidad de estar
conectados unos con otros a pesar de la distancia. Mientras que hace
años unos cuantos cientos de kilómetros eran insalvables y
estábamos condenados a alternar con la gente de nuestro mismo
territorio, en la actualidad tenemos el mundo entero a nuestro
alcance, no sólo por facilitarnos la tarea con los seres queridos
que se han ido a currar a la Conchinchina, sino porque coincidimos
con gente con la que tenemos intereses comunes o mucha afinidad, y
que de otro modo sería imposible relacionarse.
Redes sociales, foros o
aplicaciones de diferente índole son un buen lugar (aquí pasa como
con la energía nuclear, siempre y cuando su uso sea el correcto)
para echar un chascarrillo, hablar de ilustración infantil o
discutir sobre panfletos y literatura (N.B.: ¿Recuerdan aquellas
secciones en las revistas infantiles y/o juveniles en las que muchos
chavales buscaban cartearse con otros? Seguramente buenas amistades
salieron de aquellos sellos de correos...). No obstante, no siempre
nos quedamos con todo aquel que conocemos (y no hablo de ligoteo, que
también), sino que muchas veces desechamos a muchos candidatos
después de comprobar que no son de nuestro agrado o incluso no les
damos oportunidad en base a prejuicios bidireccionales.
Aunque todo esto está
muy bien, les digo que no hay nada como el cara a cara. Está claro
que el tú a tú construye unas relaciones sociales más estrechas.
Los gestos, el lenguaje corporal, el tono de voz, su timbre, el
contexto... El contacto físico, una caricia, un abrazo o un puñetazo
(sí, como oyen), pueden ser el detonante de una maravillosa amistad.
Se necesita más información de la que aportan las pantallas de
ordenadores y móviles para constatar que la comunicación entre dos
personas se eleva a otro plano. Las miradas cómplices, la sorna y la
broma, coincidencias vitales, o cómo son sus amigos o familiares,
son cuestiones importantes ya que muchas veces las apariencias
engañan y podemos obviar personas que sí tienen mucho que
ofrecernos (y al revés, que no es oro todo lo que reluce...).
Mi generación se ha
criado en la calle, en los parques, en los bancos del barrio. Todo el
día para arriba y para abajo, en las barras de los bares o en los
campamentos de verano. Compartir vivencias más allá de la pose o lo
esperado. Romper las reglas, rozar la tragedia, llorar, reír, saltar
o agarrarse una melopea, aunque son hechos aislados, puntuales,
pueden resultar entrañables y especiales. Quizá suenen a fuegos de
artificio, superfluos o vacuos, pero si además en esa relación
existe un poso, una honda cadencia, la nutren de vigor y fuerza.
Se me vienen a la cabeza
todas aquellas personas que se han cruzado en mi vida y con las que
he conectado ipso facto, pero que, por unas circunstancias u otras,
lo que pudiera haberse traducido en una relación estrecha, no
trascendió... Alguna vez que otra y por cuestiones del azar, he
coincidido en el tren, en el metro, en cursos y seminarios (aviso que
no soy de teléfonos ni mensajes diarios), con unas, con otros, y
como por sorpresa, nos ponemos a hablar del pasado, de lo que nos
pasó aquella noche, de ese viaje en el que coincidimos, o de los
años de universidad, y, como por arte de magia, parece que no ha
pasado el tiempo, que algo se detuvo en aquel momento y, a pesar de
creerlo volatilizado, sigue ahí, coherente, intacto.
Y esos me llevan a los de
siempre, a los que quedan. También a los que van viniendo porque el
mundo gira, a los que nos dejan motu proprio o por capricho ajeno. De
ahí salto a los que se han enfriado y a los que entregan cobijo
cálido... Y a pesar de la nostalgia, del sabor ¿agridulce? que la
vida te deja, cada vez me gusta más la pregunta “¿Te acuerdas?”
Zoran Drvenkar y Jutta
Bauer (il.). 2017. ¿Te acuerdas? Lóguez.
2 comentarios:
Hermoso libro, y hermosa entrada :-)
Gracias Román, un placer leerte. A mí también me gusta cada vez más la pregunta.
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