martes, 3 de marzo de 2015

De niños, nervios, educación y crecimiento


Aunque gracias a la crisis muchos profesionales del ámbito educativo se dedican a estar cabreados como monas porque las aulas siguen desbordadas de alumnos (¡no seremos los del ámbito rural!, esos que nos quejamos de la escasez de matriculaciones…), a sollozar por la falta de dotación presupuestaria para darle a toda pastilla a la calefacción, o a lloriquear porque no doblan su sueldo a costa de los programas de formación del INEM (y sus homólogas regionales), los menos nos dedicamos a constatar que el drama es otro.
Aunque muchos crean que la escasez de oportunidades, la subida de las tasas universitarias, la falta de profesorado, la insostenibilidad del sistema, o los recursos paupérrimos son las causas de que los jóvenes no echen para adelante en un país que se presupone del primer mundo, están equivocados. El porqué es otro, mucho más complejo, mucho más trágico, mucho más triste.
Hoy más que nunca veo a alumnos llorando en las aulas (aunque sea una práctica habitual entre el adolescente hipersensible, se ha acentuado con creces), los veo más perdidos que nunca, con más miedo que nunca, insaciables e intranquilos. Da igual el centro educativo al que acuda, desde el parvulario, hasta las aulas universitarias, pasando por los centros de adultos o los institutos, todos están llenos de los valores humanos más paupérrimos. La envidia, la intolerancia, la desidia, el nerviosismo, la tristeza, se han apropiado de sus cabezas y, lo que es peor, de sus corazones. Toman a manos llenas pastillas para conciliar el sueño, en muchas ocasiones recetadas por unos progenitores que prefieren ejercer de médicos en vez de ser padres. Hiperactividad, síndromes, desórdenes del carácter, problemas de personalidad… 
Probablemente todo tenga que ver con la abundancia que otrora suplía las atenciones paternas, unos billetes que les habían dado una independencia evanescente y que les obligaba a crecer antes de tiempo, a tener problemas de mayores cuando realmente deberían haber sido niños. Ahora el mundo es otro (¡cómo ha cambiado tanto en tan poco!), más adusto y sin tanta bonanza pero con las mismas necesidades, unas a las que hemos acostumbrado al cuerpo y de las que no podemos independizarnos de la noche a la mañana. En definitiva, mis alumnos han perdido su seguridad a una edad bastante complicada. Han perdido su alma tras desligarse del cordón umbilical más necesario, el cariño, e impregnarse del vicio más obsceno, el dinero.


El proceso para calmar tanto culo inquieto, tanto movimiento reptiliano, tantos miedos y tanta ansiedad, debería ser otro, progresivo, lento y natural. Preocuparse por dormir, agotarse mientras juegan, aprenden y sueñan, para, más tarde, embeberse de los males adultos, unos que transgreden las leyes naturales y se inmiscuyen en los pareceres de los hombres, es el camino que muchos niños deben seguir para perder ese Rabo de lagartija del que nos habla mi paisana Marisa López Soria y el ilustrador Alejandro Galindo (editorial Destino y Premio Apel.les Mestres 2014) que muchas veces depende más de un proceso libertario y natural, que de los corsés que una sociedad enferma nos impone.

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