Decía mi abuelo materno que su suegra, mi bisabuela, sabía “representar”
muy bien. En palabras manchegas se refería a la capacidad de aquella mujer para
comportarse debidamente en cualquier situación. No es que fuera camaleónica ni
perteneciera a la burguesía ni se dedicara al protocolo, sino más bien una
señora del siglo pasado, más bien prudente, silenciosa y con mucho
conocimiento, algo que por aquí traducimos como observar, sopesar pros y
contras, y actuar con corrección y respeto. Es lo que hoy en día, dentro de esa
verborrea política imperante se definiría como “sabiduría”, algo que para mí
tiene otras connotaciones.
Precisamente eso es lo que está faltado en estos tiempos de
pandemia en los que el sentido común se ha visto diezmado por el egoísmo más
asqueroso. Y aunque les parezca que mis palabras se dirigen al vecino, les
aviso que no, que también son para mí, para ustedes, para todos los que nos
creemos que el prójimo es el culpable de nuestros males comunes. El uso de la
mascarilla, el distanciamiento social, ponerse los guantes, evitar el contacto…
Todos creemos seguir a rajatabla las nuevas recomendaciones del modus operandi,
pero sin embargo todos vemos cómo alguien incurre en la dejación de estas.
Es cierto que mucha gente lo hace adrede, pero también lo es
que muchos, entre los que me incluyo, todavía no se han habituado a una
anormalidad llena de hábitos algo increíbles que nos cuesta automatizar. En vez
de cagarnos en todo y lanzarnos a despotricar (cosa a lo que alientan muchos
sectores del nuevo estado opresor), nos iría mejor ponernos en otros pellejos,
practicar la cortesía y entender la causa de unas maneras que nos pueden
parecer deleznables. Eso también forma parte de esa solidaridad que tanto se
menciona en algunas televisiones.
Meterse con los madrileños (como si no tuvieran bastante),
demonizar a los niños (pobres), atacar a bares y parroquianos (Algún día habrá
que enfrentarse a un virus que ha venido para quedarse), criticar al optimista
y rajar del pesimista (como si no fuera bastante rasero la vida) o dedicarse a
dar lecciones de civismo (Quizá no me he puesto la mascarilla porque he
desarrollado inmunidad o estoy en mitad del campo), no son buenas opciones.
Yo, como siempre, me decanto por el “oír, ver y callar” (a
veces este último lo cambio por “actuar”) de toda la vida, una máxima que se
lleva practicando desde la antigüedad y de la que dan buena cuenta obras como
las Fábulas de Esopo, el ¿escritor?
griego archiconocido por sus pequeñas narraciones y del que hoy hablamos
gracias a Blackie Books y una de sus últimas novedades en formato álbum.
Partiendo de ocho fábulas rimadas y adaptadas por Elli
Woollard e ilustradas por Marta Altés, la editorial catalana presenta a los
niños el mundo de la moraleja, uno construido a golpe de animales humanizados que
se ven envueltos en situaciones cotidianas que siempre llevan implícita una
enseñanza tanto para pequeños como para grandes lectores.
Con una vuelta de tuerca y una estética desenfadada gracias
a la mirada siempre acertada de la ilustradora, vuelven a las librerías el
ratón de campo y el ratón de ciudad, el asno con piel de león, los dos viajeros
y el oso, la liebre y la tortuga o el mono y la raposa, breves narraciones que siguen
vigentes independientemente de los cambios que se obren en el mundo.
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