Celebrando con un par de cervezas el comienzo de las siempre
bienvenidas vacaciones, me ha dado por pensar en los pormenores que han rodeado
el curso que hemos dejado atrás, uno bastante atípico y que ha puesto de
manifiesto los puntos débiles de la llamada comunidad educativa (me reservo las
comparaciones que suelen ser odiosas…).
No piensen que me voy a poner a disertar en modo Séneca sobre
los todopoderosos, las autoridades educativas y las plataformas de enseñanza
on-line (N.B.: Hemos tenido mucho tiempo para ello y rozando los cuarenta
grados centígrados, además de poco saludable, es humanamente imposible). Sin
embargo si abro un pequeño paréntesis para pensar en el abandono infantil y
juvenil en el ámbito familiar.
Se habla mucho del caos que ha supuesto para las familias el
atender a niños y adolescentes en los hogares durante el encierro pandémico.
Que si los padres no tenían ni zorra idea para ayudarles académicamente. Que
anda que no les ha costado sacar adelante las tareas escolares. Unos que
demasiados deberes, otros que poquísimos… Y así todo.
Si bien es cierto que esa ha sido la queja generalizada que
han exhibido la mayor parte de los medios, poco se ha hablado de otra sensación
que ha corrido como la pólvora: los padres se han dado cuenta de las carencias
afectivas de sus hijos como consecuencia de la poca atención que les prestaban.
No han sido pocas madres las que me han dicho que no eran conscientes de lo que
se estaban perdiendo, de lo solos que estaban sus hijos o de lo autónomos que
eran.
Que es una pena no hace falta que lo diga nadie, y menos los
docentes que ya éramos muy conscientes desde hace décadas de esta realidad.
Aunque auguró que la culpa se esfumará en cuento la normalidad regrese, no está
de más que la gente se empiece a dar cuenta del percal, sobre todo para saber
la que tienen montada en casa y entonar el mea culpa antes de echar balones
fuera.
Queridos amigos, muchos niños de este país están tirados
como colillas mientras sus padres trabajan, juegan al tenis o están con el/la
novi@ de turno, una serie de obligaciones y pequeñas evasiones que van abriendo
el camino de la invisibilidad, una que estimula la soledad, va rompiendo lazos
afectivos, y termina por minar el cariño con el que nos deberíamos mirar los
unos a los otros.
Y precisamente de eso va Atticus
el chico difícil, el libro que Michael Sussman, Júlia Sardà y la editorial
Impedimenta nos traen el día de hoy. El argumento es muy sencillo, Atticus, un
niño que recuerda a otros protagonistas huérfanos y solitarios de la LIJ, es
perseguido y finalmente engullido por una gran serpiente mientras que sus
padres de clase media, muy leídos y cultivados, hacen caso omiso a las llamadas
de atención de un chaval que ve su vida amenazada.
La historia que bebe del surrealismo y el sinsentido, nos
acerca a todos esos niños que se tienen que buscar las mañas para no
desvanecerse por culpa de la desidia y dejadez paterna. Una alegoría necesaria
en este mundo de distracciones banales para gente que ven en eso de la
paternidad una obligación y no un compromiso. Un sutil tirón de orejas al universo adulto que un niño resuelto propina
a través de un juego imaginación vs. realidad que no deja indiferente ni a
pequeños ni adultos.
En lo que se refiere a las ilustraciones de la Sardá nos
vuelve a deleitar una vez más con sus composiciones estudiadas, un estilo quizá
más vintage que en obras anteriores, los patrones geométricos (una fantasía
para los amantes del estampado textil), los juegos de perspectivas (la escena
del padre cocinando y la madre jugando a las damas con la serpiente es una
delicia), los guiños artísticos (¡Búsquenlos!), el contraste de colores y
líneas (mientras que la serpiente es sinuosa, caótica y cálida, los humanos son
fríos, ordenados y angulosos… ¿Por qué?) y los detalles que ponen de manifiesto
que Atticus no es nadie en esa casa (Fíjense en las fotos que pululan por esa
casa).
En definitiva, altamente recomendado para niños avispados y
padres con poca autocrítica.
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