martes, 26 de noviembre de 2019

¡Pájaros a volar!



El ser humano cuenta con muchas filias, unas confesables y otras no tanto. De entre ellas una de las que más me llama la atención es esa pasión que algunos, entre los que me incluyo, sentimos por las aves.
Siempre he experimentado una gran atracción hacia los pájaros. Aunque las plantas son mi ámbito de estudio preferido, estos animales emplumados han ocupado un honorable segundo puesto. Si bien es cierto que me sé pocos nombres científicos (abogo por los vernáculos en este caso), sí conozco muchas de las especies que pululan por nuestros bosques y sembrados.


Me preguntarán por las razones que me llevan a ello y les diré que las desconozco. Quizá sea su vuelo (a veces me siento como un Ícaro desemplumado) y otras, sus colores (no me negarán que los hay tan variopintos como el abejaruco o el martín pescador). También es curioso que se hayan adaptado a la mayor parte de los ambientes, y que tengan esos comportamientos tan intrincados (díganselo a los etólogos, que de eso saben un rato).
En dos palabras, me encantan. No puedo entender que algunos les tengan pánico (No creo que se deba exclusivamente a la película de Hitchcock aunque esta hiciera mucho mal). Unos me dicen que son sus movimientos (¿No creen que tienen cierto poso reptiliano?), otros que si el “¡Ay, que me pica!” Los raritos me hablan de plumas (Y yo les apunto que da lo mismo escama, que pelo o pluma, pues tienen el mismo origen dérmico) y los menos de su halo misterioso (¿Verdad que tienen cierta magia?).


Yo me quedo con mis impresiones esotéricas sobre alas (siempre infundadas, evidentemente), con el ave fénix (es bonito algo de estasis) y el trino de los canarios, aunque a veces se pongan pesados. Patos, gallinas, perdices y pavos han sido mis compañeros de infancia (sí, que en mi casa somos gente de campo), de ahí que siempre tuviera envidia de Nils Holgersson y Akka de Kebnekajse (aunque no sé si aguantaría tremendo viaje).


Y así, de tanto batir las extremidades, llegamos al libro de hoy, La búsqueda de Colette, el último de Isabelle Arsenault y publicado en nuestro país por La casita roja, una editorial que se lo está currando mucho. En formato cómic (esta es la antesala de una pequeña selección que publicaré este jueves sobre lo último editado y/o leído del género de las calles y viñetas para pequeños lectores), nos cuenta la historia de una niña que acaba de mudarse a un nuevo vecindario y se encuentra con la sorpresa de que su periquito ha desaparecido. Ni corta ni perezosa se lanza a su búsqueda en un contexto desconocido. Pregunta a todo niño que se cruza en su camino. Nadie lo ha visto pero todos se unen a la búsqueda aportando su pequeño grano de arena para dar con la querida y admirada Colette.


Sencillo y sin pretensiones, es un relato que nos habla de la naturalidad con la que los niños establecen relaciones (mi amigo el Alfon siempre dice que le maravilla el “¿Quieres ser mi amigo?” infantil), también de los recursos e invenciones que desarrollan para hacer frente a sus miedos (de eso, algo sé), y sobre todo de lo extraordinaria que puede ser la imaginación de un crío para construir un universo propio en el que se puedan sumergir los demás.



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