Últimamente me he vuelto muy rutinario. Tanto, que a veces empiezo a asustarme. Me despierto temprano, perreo un poquito en la cama, me levanto, me aseo, desayuno, hago la cama, me visto y salgo pitando al trabajo. Echo la mañana en el cole y salgo loco con mis casi ciento cincuenta alumnos. Dando clase, buceando en la burocracia, preparando apuntes y corrigiendo exámenes. Regreso, como, algo de deporte, clases extraescolares y, si hay suerte, disfruto de una cerveza. Luego para casa, un rato de sofá y vuelta a la cama. Podría decirse que llevo una vida de sexagenario.
Luego me paro en seco y pienso. ¿Acaso la rutina no es necesaria? “Acuérdate de cuando viajas, Román…”, dice mi Pepito Grillo interno, “Llega el momento en el que estás hasta las narices de tantas aventuras, de dormir cada día en un lecho diferente, de comer en bares y restaurantes, de no tener tu propio espacio”. Sí, lo veo. “No te olvides de las vacaciones… Eso de vivir sin horarios, sin mirar la hoja del calendario, aunque muy satisfactorio, te descoloca, te hace más vago y más sedentario”.
Recapacito sobre lo necesaria que es una vida repetitiva (que no aburrida) en la que puedas ordenar tiempo y espacio. Poner las cartas sobre la mesa, conocer tus quehaceres, controlarlos y solventarlos. Organizarte para disfrutar también del tiempo libre, de las nuevas faenas en las que puedes embarcarte. Y sobre todo, mantenerte activo y ser productivo.
Si supieran la de veces que me he planteado “Este verano voy a preparar montones de reseñas geniales, voy a profundizar en esto y lo otro, fotografiar decenas de libros para darles aire en las redes sociales, escribir dos o tres libros que tengo en mente y otros tantos artículos académicos...” y al final, naranjas de la China. Me dedico a procrastinar y nada más.
Sin embargo, durante el curso escolar, a pesar de que vivo con mucha celeridad, con demasiada triquiñuela, soy capaz de darle salida a la mayor parte de mis obligaciones y deseos, de darles forma y obtener, si no unos resultados excelentes, al menos aceptables. Lo más gracioso de todo es que no necesito agenda ni dispositivo electrónico que controle mis pasos. Solo mi despertador Casio que tantas pilas ha gastado.
Por todas estas razones y muchas más, hay infinidad de libros infantiles que apuestan por implementar la rutina entre sus lectores. Como Es de día, un librito de Jakub Plachý que ha publicado Niño Editor y que me tiene completamente enamorado.
Con un formato pequeñito pero matón a caballo entre el libro de cartón (fíjense en esas esquinas redondeadas) y el álbum más tradicional (páginas de papel), nos cuenta los avatares que rodean las primeras horas de un sol bastante perezoso. Son las siete y la luna todavía sigue en lo alto del cielo. Alguien se ha quedado dormido. Hay que despertar al sol. Primero una pierna, después la otra, lavarse la cara, desayunar…
Y ahora, unos cuantos aspectos técnicos:
- Además de exponernos la acción, el narrador establece un diálogo con los personajes, lo que además de ritmo, imprime más cercanía entre el libro y el lector-espectador.
- El uso de colores brillantes, tanto para las ilustraciones, como para la tipografía, establece un juego de consonancia que intensifica la textualidad.
- Los detalles infográficos como las flechas o las secuencias explicativas, amplifican y enriquecen un discurso que se desborda constantemente.
- La frase de la contraportada -No leer un domingo…- constituye un detalle peritextual que avisa, anima, recapitula y me vuelve loco).
Todo esto y mucho más, hace de este libro una delicia como pocas. Más todavía cuando te das cuenta de que ni siquiera el sol está libre de rutina.
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