Es
bastante común que muchos de ustedes se queden sorprendidos cuando les hago
saber que un servidor es de ciencias, ya que cabría esperar que un tipo que
habla de literatura con tanta frecuencia sea filólogo, humanista o
bibliotecario. ¡Pues no! Y hoy, para demostrarles que también sé algo de
ecología, ecosistemas, homeostasis y equilibrio, les hablará el biólogo que
llevo dentro.
Gracias
a los medios de comunicación, las revistas divulgativas y largometrajes con
fines políticos (hoy no me adentraré en esa disparidad entre ecólogos y
ecologistas), se acostumbra a pensar de una manera colectiva que la
deforestación se encuentra directamente relacionada con el cambio climático, un
error garrafal desde cualquier punto de vista, ya que la tala de las grandes
masas boscosas tiene más relación con la explotación, bien sea maderera,
agrícola, ganadera o industrial, que con el aumento de dióxido de carbono,
aunque séanlos vegetales quienes lo capturan mediante la fotosíntesis. También
son muchos los que piensan que la solución a la tala descontrolada es la
repoblación, y que los responsables pueden poner freno plantando el mismo
número de árboles que el que han arrasado. Seguramente eso sea beneficioso para
detener el avance de la desertización, pero no lo es a la hora de frenar la
pérdida de biodiversidad, la mayor de las razones. Mantener la riqueza (siento
usar mal este concepto ecológico, lo hago por ser más didáctico…), no sólo redunda en la
conservación de las especies que andurrean por cierto ecosistema, sino que debe
ser una acción obligada para mantener nuestra propia existencia. El amor a
nuestros bosques no debe partir del cariño a los animales o de la
sensibilización por el reciclaje (que también), sino que debe nacer del puro
egoísmo, pero… ¿de dónde? Para ello recapitulen una mañana cualquiera, cuántos
objetos de su día a día tienen relación con el mundo biológico… Sabanas de
algodón, esponja natural o guante de crin, colonias y perfumes, miel, bizcocho,
papel higiénico, tostadas, mermelada, ese jersey de lana, la corbata de seda,
zapatos y cinturón de piel vacuna, incluso el caucho de las ruedas de su coche…
Todo tiene su origen en los seres vivos, organismos capaces de vivir en un
medio determinado, con unas condiciones determinadas y que establecen una serie
de relaciones con su entorno, llámese este taiga, selva o desierto, unos lugares
que, de ser esquilmados o alterados, ocasionarán graves pérdidas de información
dentro de esa entidad que Lovelock denominó Gaia.
Si
necesitan alguna forma de ilustrarse les doy dos opciones. Por un lado tienen Los últimos días del edén, largometraje exquisito
dirigido por John McTiernan y protagonizado por Sean Connery. Por el otro
tenemos uno de los mejores libros de pop-up de los últimos meses que lleva por
título En el bosque del perezoso, de
Anouck Boisrobert y Louis Rigaud (editorial Hipótesi), un título de narración
circular en el que, a pesar de contar con una selva que desaparece y aparece,
se enseña a los pequeños lectores unas pinceladas de ecologismo.
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