jueves, 7 de noviembre de 2019

Libros infantiles, ¿de izquierdas o de derechas?



Estamos en plena campaña electoral (y lo que nos queda, pues no sé yo cómo se dará la cosa...) y aunque en alguna ocasión ya he hablado de la relación que la política tiene con los libros infantiles (sobre todo de aquellos en los que constituye un hecho argumental), nunca he expuesto mis ideas sobre cómo la política modela la LIJ o por qué los libros son un vehículo para construir discursos afines a determinadas facciones. Aunque es un tema recurrente entre intelectuales y gentes de la esfera cultural, nunca antes me había cuestionado de manera tan inquisitiva esto. 
Señoras, señores, ha llegado el momento de preguntarse “Los libros infantiles ¿son de izquierdas o de derechas?”, de hablar de las intenciones políticas que habitan en el ecosistema de los libros para niños, y de apuntar las claves y detalles de esta relación



Alta cultura, cultura de masas y subcultura LIJ

Los políticos hablan en sus mítines de sanidad, de educación, de las pensiones y, sobre todo, del “mundo de la cultura”. De cómo, cuándo y cuánto se van a preocupar por él, porque oigan, es una cosa muy necesaria e importante (¿Me río…?). Cuando los escucho, siempre me rondan las mismas preguntas… ¿A qué cultura se referirán? ¿A la suya, a la mía, a la del vecino?... Es por ello que cabe hacerse unas preguntas iniciales: ¿A qué llamamos cultura? ¿Hay una cultura o varias? ¿Es la LIJ una cultura?
Según los académicos podemos definir dos tipos de cultura, la alta cultura y la cultura de masas o popular. La primera diferenciación la hizo Matthew Arnold, que acuñó ambos términos diciendo que la “alta cultura” trataba de conocer la mejor parte de lo que se ha hecho y pensado en el mundo, en contra de la “cultura popular”, una fuerza a favor del bien político o moral.
Con el paso del tiempo y gracias a intelectuales como Benjamin, Adorno, Gramsci, Bordieu o Boorstin, estas definiciones tan amplias fueron puestas en tela de juicio. Se empezaron a considerar otros aspectos como la estética, la distinción social, la reproducción industrial o la instrumentalización política y social, de tal manera que la alta cultura comenzó a diluirse mientras se enriquecía gracias a la cultura popular.
Como bien señala el historiador Peter Burke, cada vez es más difícil separar una de otra pues esa supuesta alta cultura no puede prescindir de la televisión, de las redes sociales u otros medios de comunicación populares. Es decir, ambas están muy interconectadas, algo que nos hace pensar, en palabras del propio Burke, que todos (…) vivimos en una cultura común, pero participamos de varias culturas a la vez. Es lo que ha pasado a llamarse cultura colectiva, una cultura que a su vez se compone de diferentes parcelas, como la humanística o la científica, que dirigen sus esfuerzos hacia disciplinas concretas, las llamadas subculturas, como la de la Literatura Infantil, esa que nos ocupa a los monstruos.
Aunque todo esto tiene una lectura positiva por muchos sociólogos que abogan por un lenguaje común y global que facilita las relaciones y necesidades (empezamos con el globalismo... ¡Ejem!), yo prefiero prestar atención a los males sociales, esos que apuntan a las apropiaciones culturales desde la impostura, pues bien es sabido por todos que ese panorama global ha favorecido enormemente la manipulación de los discursos (los medios de comunicación son instrumentos de poder y buscan más la complacencia de los sistemas políticos que la información), el sometimiento a los intereses económicos u de otro tipo por parte de ciertos lobbies y grupos de poder, así como el reduccionismo cultural -¿Acaso la ciencia no es cultura? ¿Sólo es cultura en España el gremio de actores o el de escritores-.



Arte y poder, una comunión histórica

Aunque existen casos en los que “arte” es sinónimo de “independencia”, no es algo generalizado. El arte y la creación necesitan tiempo, y si tenemos en cuenta que los artistas no viven del aire, es lógico que hayan establecido relaciones necesarias con el poder para sobrevivir.
Son muchos los ejemplos de las relaciones que el poder y el mundo del arte han establecido a lo largo de la historia, unas interacciones que se han desarrollado desde dos perspectivas diferenciadas.
Por un lado tenemos las establecidas desde el punto de vista económico ya que, desde los albores de la humanidad hasta nuestros días, los poderosos han patrocinado el ejercicio de artistas e intelectuales. Por todos es sabido cómo durante la Edad Media o el Renacimiento, señores feudales, reyes, clero o burguesía han ayudado a literatos, poetas, pintores y escultores (la función de estos era muy útil entre un pueblo analfabeto al que instruir con lenguajes gráficos desde tronos y púlpitos) que recibían ese mecenazgo con agrado para con su obra y su supervivencia (N.B.: Mención aparte podrían recibir las artes escénicas, ya que músicos y actores eran más independientes y vivían a expensas del pueblo y sus espectáculos, algo que podemos extrapolar todavía a nuestros días).
Por otro lado tenemos que hablar de la hegemonía intelectual que ciertos grupos de poder han ejercido sobre la cultura, tanto humanística, como científica. Entre estos destacan las instituciones religiosas pues, tanto musulmanes, como judíos y cristianos, han gestionado y administrado la alta cultura durante muchos siglos. Un poder cultural que, aunque puede parecer testimonial, no lo es, pues es el que ha establecido las bases intelectuales de occidente, estipulando qué obras merecen reconocimiento, atención y/o visibilidad, y han ejercido la censura en base a unos intereses dogmáticos.
Esto cambia durante la Edad Moderna, en la que empieza a gestarse una diferenciación social que produce clases emergentes (las clases medias) que quieren tener acceso a esa cultura desde la segunda línea de fuego y chocan con ese poder hegemónico sobre la cultura. Así mismo los artistas se diversifican más, comienza a asentarse la industria cultural y con ella todo un entramado laboral que facilita la vida de esos actores culturales, sobre todo de los artistas y sus intermediarios. Mientras tanto, los científicos empiezan a establecer sus sociedades y otro tipo de relaciones con el poder (aquí hay una escisión notable que continua hoy día).
Es así como la sociedad se internaliza en el mundo de la cultura humanística (a la que a partir de ahora me referiré como "cultura" a secas) y observamos como esa política económica e intelectual empieza a gestarse desde un prisma más complejo que termina con Jacobinos y Girondinos (aunque existiera desde hace muchos siglos esta concepción dual), las dos facciones que trascienden en el tiempo y a las que el mundo artístico no puede permanecer ajeno, pues también desde entonces baila al son de diferentes canciones dependiendo del entorno territorial que tratemos.


El poder y la cultura en la España (más o menos) actual

Llama la atención que, tanto los representantes del sector artístico y audivisual estadounidense, como los del francés o el inglés, comulguen más con las políticas de “izquierdas”, mientras que en otros ámbitos, como China o Venezuela, sucede al contrario. En cada país, las tendencias del ámbito cultural vienen marcadas por una serie de acontecimientos que siempre son vistos desde la visión maniquea de "buenos" y "malos". Así que toca preguntarse ¿Quiénes son sus actores y qué hechos habrán moldeado la situación española?
Aparte de todos los acontecimientos que durante el siglo XX dieron forma a una idiosincrasia española bifaz que todavía pervive en nuestro modus operandi (Machado lo resumió muy bien en su Una de las dos Españas / ha de helarte el corazón), son tres los hechos históricos que han cincelado las relaciones entre poder y cultura durante el siglo XX y lo que llevamos del XXI, el periodo que mayormente interesa para definir un contexto político en la LIJ.
Primero de todo tenemos la proclamación de la República, un hecho que ayuda a la creación de instituciones y movimientos culturales, tanto artísticos, como científicos, el asentamiento de nuevas políticas pedagógicas que tienen que ver con la democratización de la cultura y el acceso a la educación, y la creación de grupos culturales en los que se ensalzan los nuevos movimientos culturales provenientes de Europa.
En segundo lugar y tras la Guerra Civil, se asienta la dilatada dictadura franquista que castiga todo lo que huele a la República, incluidas las instituciones y sus actores, todos estos artistas que desde las cárceles, el exilio o los cementerios, ponen de manifiesto unas políticas anticulturales yermas y baldías, entre las que sobresalen puntual y tímidamente propuestas pobres y sesgadas donde el clero retoma cierto protagonismo.
Tras cuarenta años de régimen totalitario surge la democracia y con ella se intenta retomar ese espíritu que primó durante los años previos a la Guerra Civil. Aunque durante los primeros años ochenta el germen de estos movimientos se centró en el espíritu transgresor de la posmodernidad y las vanguardias, desde entonces hasta este mismo momento el mundo de la cultura sufre un claro viraje hacia la izquierda cimentado en el rechazo al régimen político anterior y sostenido por un entramado clientelar en el que no priman los intereses creativos sino un discurso más o menos atento para con el público que la consume, para dar lugar al pistoletazo de salida a una guerra cultural que sigue impregnando el medio hasta hoy día.


La institucionalización de la cultura.

Desde muchos escenarios y púlpitos se vocifera que el ciudadano debe tener un fácil acceso a la cultura, que el Estado debe invertir en ello, y que ampliar su campo de acción entre el público real y potencial debe ser una prioridad. Pero lo cierto es que, a pesar de décadas (la democracia empezó hace ya) invirtiendo en Cultura, se denota un cierto declive y carácter residual en el entorno de la misma. De esta manera, cabe hacernos otra pregunta: ¿Se invierte correctamente en materia cultural? 
Rotundamente, NO. Nadie me hará cambiar la respuesta, pues la mayor parte de los planes culturales que se realizan en este país, vengan de quien venga, son más parecidos a campañas electorales que a propuestas para potenciar la lectura, las artes escénicas o la educación artística. Si además tenemos en cuenta que se tiene más en cuenta a unos sectores culturales que otros (dependiendo del apoyo político prestado), la cosa se pone todavía más fea.
Todavía no he visto ni un solo plan de lectura que prescinda de campañas publicitarias. ¿A quién benefician estas? Puede ser que a los gobiernos de turno, a los actores y personalidades que aparecen en ellas, a las empresas que las producen (afines a una u otra facción) y a las que las difunden (¿Saben ustedes las cantidades millonarias que paga el Estado a periódicos, cadenas de radio y televisión y plataformas de internet para anunciar sus "productos"? ¿Saben ustedes que hemos tenido gobiernos que han doblado dicha publicidad para ganarse el favor de los medios?), pero nunca son campañas que redundan sobre el público (si con todos esos millones se comprasen libros, al menos se llenarían las bibliotecas escolares). Es una pena que la tajada NUNCA se la lleve el ciudadano.
Otra cuestión son las compras de la administración, véase el caso particular de los fondos para bibliotecas públicas. En este país las bibliotecas y los centros educativos son los que consumen la mayor parte de la producción literaria de LIJ. Es por ello que cuando se producen recortes para tal efecto, muchas editoriales y librerías ven mermadas sus ventas y se encaran con el político de turno. Una vez más "el gasto en cultura" vuelve a ser un arma arrojadiza.
Para no extenderme más sobre este punto (y tengo más ejemplos en la manga), quiero hablar de las ayudas a la edición, una situación muy paradójica en este país, pues son muchos los editores que hablan de favoritismos para con otros colegas. Siempre las obtienen los mismos, mientras que otros ni las huelen. Por no hablar de aquellas que tratan las lenguas co-oficiales del estado, unas que casi siempre recaen en editoriales de clara tendencia nacionalista (a esto sí lo llamo yo "el dardo de la palabra").
A todo esto, me pregunto: ¿Por qué necesitamos una cultura subvencionada por el estado cuando en otros países del entorno cercano el consumo de cultura es individual? Siempre he pensado que cualquier tipo de empresa que sobreviva gracias a sus relaciones con el poder está sujeta inevitablemente a un éxito caduco (es como el pintor que vive a costa de familiares y amigos: llegará un día en el que no le compre ni el Tato y se morirá de hambre). Soy de los que abogan por la inversión cultural, pero una inversión cultural que redunde en el currito, en el ciudadano de a pie, no para enriquecer temporalmente a sectores que son afines y colaboran con el poder de turno, así como estoy a favor de unas leyes que favorezcan sobre todo a creadores y público, que creen un ecosistema en equilibrio para todas las partes, en las que el reconocimiento sea recíproco y no haga discriminaciones positivas para vaciar el intelecto de unos y llenar los pesebres de otros con migajas que transciendan en el tiempo. He dicho.

  

Autores o el yugo del compromiso

Se supone que los autores hablan de muchas cosas en sus libros. Del tiempo, de los juguetes, o de la tía Juana.  Pero a nadie se le ocurre hablar de las peleas en un tono agradable (con lo que me divierten…) y tampoco nadie habla del cambio climático desde una perspectiva positiva (Yo tampoco quiero dejar una tierra yerma a los que vengan después pero, ¿sabían que muchas especies de plantas que tenían mermada su distribución empiezan a retomar nuevas áreas? ¿Sabían que nosotros estamos aquí gracias a un cambio climático que sucedió hace millones de años?). Soy de los que piensan que hay otros puntos de vista que, aunque ponen de relevancia algo que no nos interesa como especie (la guerra o la extinción), también merecen visibilidad. 
Por eso me resulta llamativo que durante los últimos tiempos, todos los argumentos de los libros para niños se intentan relacionar con los discursos empobrecidos que la política nos lanza desde sus púlpitos radiofónicos y televisivos. La mayoría de lo que leo en los libros para niños tiene más que ver con los discursos visibles y generalistas que cunden en los medios de comunicación "progres", el llamado buenismo, que con el pensamiento, la estética y la formación plural. ¿Por qué se sigue ahondando en esos axiomas pero no se ensalza el criticismo que se le presupone a lo literario?
Entre las razones cabe destacar ese arma de doble filo llamada “compromiso”. El compromiso de una obra, llámese cuadro, coreografía o álbum ilustrado, tiene dos vertientes, el compromiso para con el propio autor y la sociedad, y el compromiso artístico, uno que puede o no entender al anterior. Cuando ambas visiones actúan de manera sinérgica, complementaria, pero no sincrónica, el discurso no es forzado. Sin embargo, cuando el compromiso social está por encima del artístico, la obra deriva hacia lo propagandístico. Es un discurso terco, repetitivo, forzado y dogmático, y hace que la idea expresada pierda belleza estética, tanto intelectual, como humana. 
El artista debe rendir cuentas de su arte, sea este revolucionario o no, pero lo que ha de tener muy claro es que cuando presta su arte al servicio de la política, dejará el plano de lo intelectual para poner sus creaciones al servicio de un conjunto de ideas que, aunque lo pueden definir como humano, lo comprometen como artista y no lo erigirán como tal. Puede que así reciba muchos vítores y muchos “me gusta” en las redes sociales (algo que a día de hoy se puede traducir en cuantiosos beneficios por coincidir en compromiso político con el consumidor), pero eso ya no es arte, eso es otra cosa.
Si a todo ello unimos la autocensura, todo esto se convierte en algo preocupante para el discurso artístico, ¿no creen?
  


El mundo de la LIJ vota a...

Sigo a montones de editores, libreros, escritores e ilustradores, y puedo afirmar que en un 80% de los casos son afines a partidos llamados de izquierda o de centro-izquierda. Muchos de ellos lo pregonan a los cuatro vientos, se enorgullecen de votar y apoyar a este u otro partido (como ejemplo, citar el gran apoyo que el colectivo de los ilustradores españoles prestó a la candidatura de Manuela Carmena en los comicios municipales de 2015), e incluso reciben el feed-back de sus colegas de profesión, también de izquierdas. Es una evidencia que el mundo de la Literatura Infantil vota ese tipo de partidos políticos mientras que una minoría nunca vuelca sus opiniones al respecto, bien por pertenecer a otras facciones, bien por creerse en inferioridad de apoyos.
En principio, se podría pensar que quizá este tipo de tendencia tenga más en cuenta a la infancia, pero no (si empiezo a poner ejemplos, no termino). También se podría pensar que este tipo de políticos realizan una mejor gestión cultural, pero tampoco (en este país nadie ha modificado la ley de propiedad intelectual a favor de los autores, así que tampoco). Lo cierto es que, además de con esa idea maniquea que he mencionado al principio, tiene que ver con el modelo de superioridad moral progre cuasi tipificado en el marco de los agentes culturales. Los actores de la LIJ deben estar ligados sí o sí con las políticas de izquierdas y el que no, ¡leña al mono que es de goma! (esto me recuerda al “Hostia Lucía” que fue trending topic en Twitter). Lo más gracioso es que todos los políticos juegan al maltrato y al ninguneo cuando les viene en gana. No sé a qué viene tanto fervor mariano...
Sinceramente, no creo que esta polarización política, ni mucho menos tan patente (me resulta de lo más aburrida y poco enriquecedora), aporte mucho a los libros para niños, aunque los que los leemos sepamos de primera mano que son el producto literario más fácilmente maleable por las connotaciones pedagógicas y didácticas que se les presuponen, algo de lo que hablo a continuación.


Llámalo libro infantil cuando quieres decir propaganda

El problema viene cuando los agentes de la LIJ quieren imponer un discurso moral que, en vez de anclarse en la lógica, la estética, el pensamiento o la filosofía, se liga a una serie de clichés y fogonazos que mamporreros de cada lado del muro reparten a través de los medios de comunicación de masas, piedras angulares de un pensamiento corrompido por estereotipos y mentiras asumidas.
¿Por qué abundan los libros con perspectiva de género? ¿Por qué los libros sobre identidad sexual? ¿Por qué los libros sobre el fascismo? Porque interesa. Interesa a los políticos, a los padres, a los editores, a los autores, a mí. Interesa porque la política engulle todo, lo embebe y contamina. Para crear “ciudadanos libres” dicen unos, para que “no se repitan los errores del pasado” aducen otros, para “hacer un mundo mejor” exclaman los más poéticos. Pero todos buscan aliados en su propia lucha, una que hoy por hoy, no es de ningún niño.
No abogo por la asepsia en el universo de las letras infantiles (me gusta leer álbumes sobre la muerte como Una casa para el abuelo, cuentos llenos de desamor o historias bélicas como Los hermanos Karamazov), pero sí deberíamos aferrarnos a desterrar el dogma y la propaganda de estos (y de otros) artefactos literarios que están sujetos a estrategias intervencionistas. En una era donde hay multitud de recursos documentales pero cunde la desinformación (Otra paradoja: ¿Acaso nunca se han preguntado porque en Internet encontramos muchos artículos de prensa y divulgativos que parecen calcados, pero pocos ensayos, revistas científicas y manuales académicos que también están en la red?), la literatura, en su concepción como alta cultura, es necesaria.
Ya tenemos bastante con la poca visibilidad que los libros para niños tienen dentro de los circuitos culturales convencionales, dentro de los medios de comunicación o de la sociedad en general. Prefiero las ideas a todos estos discursos dirigidos, prefiero el humor a esas cantinelas odiosas que solo buscan crear futuros votantes.


Paradojas, asociaciones de ideas o el discurso de lo erróneo

El entramado de la LIJ bebe de multitud de factores sociológicos y psicológicos en los que la naturaleza incongruente del ser humano asoma la cabeza. Se sumerge en la paradójica naturaleza humana sin orden ni concierto. La misma que me sorprende cuando leo a algunos autores que edulcoran a base de comunismo sus tretas fascistas, o cuando escucho lagrimear a alguien con La lista de Schlinder y ver como se caga sobre la bandera de Israel al día siguiente. Por un lado es hermoso, pero por otro lado esto implica toda una suerte de coincidencias con las que nos enfrentamos a la hora de luchar en pro de un discurso libre. 
Preconcepciones que buscan un punto común entre el comprador y el producto, estereotipos erróneos que simplemente persiguen que el lector se encuentre con un producto o una librería afín, y no tiene nada que ver con empresas que, como las editoriales independientes y los grandes grupos editoriales, aunque tienen estrategias de mercado diferentes, se embeben en un mismo sistema (el capitalismo, no hay otro). 
Sobre este tema hay que hablar mucho. Por ejemplo, de la "comerciabilidad" del producto (¡Ay, qué comercial es este libro! ¡Mira este otro! ¡Se nota quién lo ha editado!), pero ¿alguna vez se han parado a pensar en que muchas grandes editoriales extranjeras son las que venden los derechos de autor a las independientes de aquí y viceversa?
Otro ejemplo que se me ocurre es la intencionalidad de los productos. Atendiendo al tema eclesiástico, cabe apuntar que muchas editoriales que nacieron al amparo de congregaciones religiosas (los grupos editoriales más grandes que también se relacionan con el mundo del libro de texto), se ven hoy tachadas de impartir dogma, mientras otras de carácter progresista se encargan de dogmatizar al lector con temas que parecen sacados del mismísimo catecismo.  Parece que ni unos son tan buenos ni otros son tan malos... 
¿Y esto lo sabe el mercado? Podríamos decir que sí, que el Mercado (así, elevándolo a la categoría mayúscula) lo sabe todo. Es más, le interesa. Pregúntense: si los álbumes ilustrados de autor, los del circuito independiente, son tan buenos, ¿por qué siguen funcionando los "álbumes comerciales"? Algunos responderán que por la mercadotecnia agresiva, por el desconocimiento del público o por el precio, entre otras causas (y no les quito su parte de razón), pero he de decir que esta realidad se debe, principalmente, a que cada producto tiene su segmento de público y hay consumo para todos.



El consumidor en busca de identificación

¿Y cómo recibe la sociedad estos mensajes? ¿Cómo se identifica con ellos? Está claro que cada uno tenemos nuestros gustos y preferencias, que como consumidores preferimos decantarnos por lo que nos resulta agradable al paladar en vez de por aquello que nos repele. El ciudadano, el público, el lector, tiene muy claras sus preferencias y rara vez se sale del camino preestablecido, más todavía en un mundo en el que el individualismo nos despoja de referencias humanas tangibles. El que compra, no arriesga y consume lo que cree que de antemano le gustará -ideológicamente hablando-. Como todos, está imbuido en un orden social que lo moldea y le ofrece pocas alternativas.
También hay que hablar de las preconcepciones políticas que pueden embeber las decisiones del público, unos prejuicios desde donde parten numerosos lectores que eligen un libro a través de la llamada perspectiva ¿literaria? Véase como ejemplo esa asociación de ideas que desemboca en que una “editorial independiente” es de izquierdas, mientras que un “gigante editorial” tiene que ver con la derecha (¿Por qué siempre se habla de política cuando tenemos que hablar de economía?), y que las editoriales independientes nos van a elevar al paraíso mientras que con los grandes grupos editoriales vamos a arder en el infierno (extrapolación una vez más del maniqueismo cultural español).
El más claro ejemplo de que vivimos con los ojos llenos de pan, es el de esos lectores que leen los libros de esta editorial, se declaran fanáticos de su "independencia y compromiso" mientras vomitan improperios contra otros de este o aquel gigante editorial, para que meses o años después, un librero les deje con la boca abierta al decirles que esa editorial tan guay pertenece al grupo Penguin o Planeta. "Touché!" dijo el capitalismo.
Y porque no me pongo a hablar de los cruces publicitarios ad hoc que desatan las búsquedas en Google o nuestro uso de las redes sociales... ¿Por qué leer un libro tiene que adscribirse a esa perspectiva tan poco libertaria? Me pregunto, ¿por qué?
Y dentro del aspecto social de la LIJ y sus connotaciones políticas no hay que dejarse por el camino la miga de pan más estimulante y en la que mucho tienen que ver el autor y el lector, el individuo y la sociedad, es decir, la censura.


Lo políticamente correcto o el universo de lo inerte

No quiero decir que lo políticamente correcto no sea lícito (hay tantos que pasean a su perro en los coches oficiales de este país, que está de más oponerse a la libertad de expresión), pero sí pone en tela de juicio la capacidad de un autor o un editor para despojarse de los convencionalismos ("Ay, Román, qué cosas tienes... Una maestra maltratando a un pupilastre… ¡Como te descuides, te fusilan!" me decía una lectora), algo de lo que un servidor, como espectador, se da cuenta (¡Impostores!).
Me harta lo bueno, lo predecible y lo extrapolable. Es aburridísimo. Más todavía cuando hablamos de libros para niños, unos libros que siempre deben buscar lo subversivo, lo incendiario y lo salvaje, nunca lo prescriptivo e insustancial. Hay formas de llegar al lector sin necesidad de parecer una hermanita de la caridad, dejando a un lado ese compromiso que ya huele a mierda y roza lo obsceno.
De hecho, no hace falta tanta tuerca, pues hay multitud de discursos literarios que tienen doble filo y se prestan a la libre interpretación. Esa capacidad para desdoblarse es la que muchas veces me hace pensar que existen artistas que, dejando a un lado dogmas o aleccionamientos, se sienten realmente libres para expresar un mensaje fuera de lo que son las facciones del poder, sentirse humanos para debatirse en ese oleaje, en ese vaivén que es la vida y que se perfila sobre multitud de detalles y debacles interiores. Es la mejor parte, esa en la que mamporreros de uno y otro lado no pueden hacer nada contra obras como Este no es mi bombín de Jon Klassen (Thank you, Mr Klassen!).


Los niños no votan. Libertad en un mundo electoral

No voy a decir que sea fácil no caer en las redes de aquellos libros infantiles que quedan supeditados a demagogias y apologías, sobre todo si optamos por la reivindicación, el activismo y la denuncia social (yo mismo lo hago y entono el "mea culpa"), pero como he dicho al final del epígrafe anterior, también existen otros muchos productos culturales que se alejan de estas intenciones y se prestan a un discurso menos sesgado y con una esfera interpretativa mayor.
Es el caso de obras como Donde viven los monstruos, El pato y la muerte o Si quieres ver una ballena, unos libros en los que destacan lo poético y lo humano, donde la política y la censura no pueden actuar aunque quieran. También podemos hablar de aquellos autores que, aunque son bastante tajantes a la hora de abordar un tema político -se me ocurre citar La isla de Greder-, dejan resquicios, ventanas abiertas para otras interpretaciones que también suman en lo literario y ahondan en lo humano.
Esos son los libros que te dejan disfrutar de la experiencia estética que supone la lectura de ficción, los que te preguntan pero no te responden, interpelan tu yo propio y permiten que te enriquezcas. Los adultos nos empeñamos en empercudir cualquier ámbito, incluso el que no nos pertenece como es el caso de la LIJ. “No nos vengan con milongas, nosotros no votamos”, claman los niños, pues la Literatura Infantil no sólo necesita ser un reflejo del mundo, sino un reducto de independencia y libertad intelectual.



2 comentarios:

Ms Racho dijo...

Ole, Ole y ole. Gracias

Luis Manteiga Pousa dijo...

Lo que es obvio es que ni las izquierdas ni las derechas tienen siempre la razón. No hay que comprar todo el paquete. La verdad suele estar repartida. Y es triste que estas peleas lleguen también a los libros infantiles.