Se podrían calificar
como ¿interesantes? ¿vacuas? ¿estultas? ¿prácticas? las
conversaciones que acontecen tras la cortina de cualquier probador.
Que si se me sale esta lorza por aquí, que si esto lo arreglo yo con
un dobladillo, que si te lo pones con una pajarita va a ganar mucho,
que si la vecina de mi abuela tiene otro igual... Todo para concluir
que no te sienta bien ninguno de los tropecientos trapos con los que
has cargado mientras la dependienta te miraba con cara de pocos
amigos. Un clásico... No me extraña que al salir del zulo te entren
ganas de arrastrarte hasta el escaparate y arrancarle una pierna o
prenderle fuego al maniquí de turno , por mentiroso y miserable. Y
conforme sales de la tienda, si te salta el Instagram y constatas que
nunca formarás parte de su club de chulazs/as, tienes dos opciones,
o ahogar las penas en algún brebaje inmisericorde, o poner a rebosar
el frutero de ansiolíticos y otros opiáceos... Me decanto por la
primera, no sea que con la segunda me vea como los de Funny Games
(la de Haneke, que el remake americano me da mucho por culo).
Llego a casa y antes de
abrirme la primera cerveza, me topo con un libro de Blackie Books
encima de la mesa. Ilustrado por Edward Gorey... Florence Parry
Heide: una flor parece que empieza a brotar en mi interior (espero
que no sea una nauseabunda Rafflesia arnoldii).... Bonita
edición... Parece que el día no va a terminar mal... Tomo asiento:
libro, tercio y abridor en mano. El primer trago es el que mejor
sienta. Mientras empino el codo (no mucho, que luego hay que ponerse
a corregir), empiezo a leer este Tristán encoge, un clásico
con prólogo de David Trueba (que no le falta sarao en el que meter
el cuezo). Parece que el niño encoge y nadie le hace ni puto caso.
Cosas de niños dicen los mayores. ¡Qué asco de mayores!, dice el
mengajo. Pero la cosa sigue y la criatura reduce más su tamaño....
Me sonrío y me acuerdo del probador. En mi caso los que iban
mermando eran los cinco pares de pantalones. La madre que los
parió...
Sigo con la cerveza, con
el libro. Parece que la cosa se va animando y el protagonista sufre
agobiado. ¿Seguirá su progresivo decrecimiento? ¿Desaparecerá por
fin?... Y, con el último rayo de luz que cruza la tarde, me acuerdo
del mundo al revés, de lo paradójicos que somos los humanos. Unos
se quejan de que encogen y otros de que crecen desmedidos. Los flacos
quieren ser gordos y los gordos, flacos. Rubios que preferirían
haber nacido morenos y negros a quienes gustaría ser blancos.
Lo mejor de todo viene
cuando este niño pasa de los adultos (¡Atajo de inútiles!) y coge
las riendas de su vida con una mano. Ataja el problema con lógica y
todo se resuelve de un plumazo. Aunque me quedo con una duda, ¿acaso
no sería mejor encoger? Vista la falta de atención e ineptitud de
los mayores, preferiría ser invisible..., y sobre todo, que te quepan los
pantalones.
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