miércoles, 29 de noviembre de 2017

¡Odio planchar!


De todas las tareas domésticas, la que más me exaspera es la de planchar. Una lavadora, otra y otra... Empiezo a amontonar la ropa seca. Prenda sobre prenda hasta liar un buen montón. Así pasa, que, cuando me doy cuenta, aquello parece el Mulhacén y no hay quien saque fuerzas para enfrentarse a la cruda realidad: estirar, mullir y doblar.
Saco la plancha, la tabla y el muletón, una buena provisión de agua (destilada quien la prefiera) y, tras amenizarme la sesión (hora y media, dos) con música variada, mucho brazo, vapor por un tubo, “¡Voilá!, ya tengo todo listo” y, tras llenar el armario de nuevo, ruego al Altísimo por mi absolución (ya saben, pereza, perrería) de esta tortura tan española.


Al día siguiente, me pongo a charlar con mi señora madre... “¡Qué pereza, mama (sin tilde, que me luce más)! ¡Esto de la plancha es un atraso!” “Ea, nene...” me responde “si lo hicieras poco a poco sería repartidera y no habría tanta queja.” Yo asiento (la aplastante sabiduría materna no se rebate, que luego rebota en la realidad y escuece por partida doble) y pienso que, para la próxima, tendré en cuenta el consejo. Suena en ese momento mi otro yo: “No te engañes, Román, llegado el momento, te resbalará, impermeable como sólo tú sabes ser.”
Después de quejarme un rato, pienso en esas ocasiones en las que, enfrente del espejo, uno se ve radiante, exultante, sin una arruga y con buen empaque. Y me acuerdo de la plancha contra la que tanto he despotricado. No es lo mismo colgarse un churro que una camisa impoluta, sin doblez inoportuna, tiesa y galante. ¿Que dió su trabajo? Más que evidente, sobre todo mientras dirigíamos el armatoste de uno a otro lado (No sé por qué extraña razón, siempre que plancho una, se me vienen a la cabeza las salas de despiece..., cuello, puño, espalda, bolsillo...), pero todo se nos olvida cuando vestimos el resultado.


Entre planchazo y planchazo me acabo de acordar que nadie me enseñó a planchar, una cosa que aprendí yo solito, sin clases particulares (¡Para que luego nos llamen inútiles a los hombres...! En todo caso cómodos o prácticos). Y si tienen en cuenta que jamás me he cargado nada a base de quemazos, merezco más de una alabanza, que eso siempre agrada (tomen nota señoras y señoritas).
Y hablando de desastres sobre la dichosa tabla, acabo de acordarme de El problema un álbum sencillamente ex-qui-si-to de Iwona Chmielewska y editado en castellano por la editorial mtm. Aunque esta historia tan bien pensada ha pasado desapercibida para muchos, les confieso que no pude evitar dar palmas cuando la leí en mitad de mi librería favorita, no sólo porque me sentí muy identificado con la protagonista, una pequeña aprendiz de planchadora, sino por una narración que tiene todos los ingredientes verbales y gráficos para atraparnos en ese mundo dual de fantasía y realidad que deben construir los buenos libros. Todo empieza con un mantel quemado por un descuido... Y hasta aquí puedo leer, que tengo que irme a planchar.


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