Ese espíritu navideño que Charles Dickens se encargó de relanzar a finales del siglo XIX ya no es el que era, sobre todo desde que hace décadas el capitalismo y el consumismo irrumpieron en nuestras vidas. Señoras y señores, hoy día la Navidad se resume en comprar y gastar.
Les voy a decir que un regalico nunca viene mal, pero lo que no entiendo es la cantidad ingente de presentes innecesarios que dan y reciben montones de personas. Colonias, ropa, complementos, joyas, dispositivos electrónicos… Todo tipo de caprichos que si lo pensamos bien son innecesarios para una vida que cada día se figura más vacía.
Nunca he sido una persona caprichosa. Quizá se deba a mi naturaleza conformista. Nada de roombas ni aspiradoras inteligentes, me apaño con una escoba y una fregona. Por no usar, no uso ni ambientadores. Tampoco me gusta la ropa de marca. El caballito por aquí, el cocodrilo por allá. Ninguno. En primer lugar no soy ninguna valla publicitaria, ni mucho menos gratuita. Y segundo, que me resulta de mal gusto ir exhibiendo tu poder adquisitivo, máxime cuando todos estos logotipos sobrepasan el tamaño de la discreción. Sólo gasto un perfume. Siempre el mismo. Es una seña de identidad, como hace mucho tiempo me enseño una mujer con mucha clase y elegancia. Y para terminar llevo sin comprar un ordenador siete años.
Entiendo que esto no le suceda a todo el mundo, pues ya se encarga la mercadotecnia de crearnos necesidades. Tanto es así que incluso es capaz de transformar la solidaridad y la caridad en nuevos productos capaces de abrirse camino. Lo más de lo más en consumismo navideño. De todos ellos, los que más me llaman la atención son las campañas de recogida de juguetes y las de apadrinaje de niños.
Las primeras me parecen ofensivas, sobre todo porque dan por hecho que los juguetes son imprescindibles para la felicidad de cualquier crío. El mensaje es fino, sobre todo cuando cada vez tengo más claro que el mayor regalo que le puedes hacer a un niño es tiempo. Sí, como lo oyen, tiempo. Nada de juguetes, ni nuevos ni usados. Si dijeras que hablan de campañas para que se diviertan, para leer, reforzar su autoestima o sus destrezas, hasta lo podría entender, pero esto, ni hablar.
Las segundas me parecen incluso más peliagudas, sobre todo cuando nadie, a día de hoy, tiene clara la gestión de muchas ONGs, cómo se canaliza el dinero o en qué se invierte. Creo que hay acciones que podemos hacer desde aquí pero que repercutan allí. No hace falta extender un cheque a un intermediario para que decida qué se debe hacer con nuestro dinero. Otro negocio más que incide en la culpabilidad de clase.
Creo que los sintecho, los excluidos sociales, los pobres de este u otro mundo, necesitan otras vías para salir del atolladero. Los invisibles, un libro que publicó el año pasado la editorial Andana y que saco a la palestra con motivo de la Navidad, nos habla precisamente de eso. Esta es la historia de Isabel, una niña que se tiene que mudar de barrio a causa de las penurias económicas de sus padres, y que se da cuenta de que la gente como ella es ignorada, pasa desapercibida, es decir, se vuelve invisible. Pero algo especial sucede un día: las cosas empiezan a cambiar y todos ellos vuelven a la visibilidad.
En este libro, Tom Percival, ayudado de un relato en parte autobiográfico (de niño vivió en una caravana junto a su familia por la escasez de recursos) nos hace saber el apartheid al que se ven sometidas las personas que viven en la pobreza, una situación que las convierte en parias, en definitiva, yn lastre social que hace muy difícil el avance económico.
Del mismo modo y siendo consciente de su triunfo personal, Percival aleja su discurso de esa condescendencia con la que muchas veces se tratan estos temas ("Pobrecitos, ayudémosles..."), y en vez de abogar por el victimismo, apuesta fuertemente por la autocrítica y los cambios en el propio pellejo de aquellas personas que sufren esa discriminación. Un mensaje homeostático en el que cualquier nos podemos ver reflejado.
Aderezada con ilustraciones de acertada atmósfera y técnica mixta (fotografía, dibujo clásico y retoque digital), esta narración no sólo da visibilidad a una triste realidad, sino que se erige como metáfora sobre cómo cambiar el mundo y anima a la superación para abrazar la prosperidad.
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