El mundo de la protesta ha cambiado mucho de unos años a esta parte, sobre todo porque ya se han encargado los políticos de dividirnos para que no nos pongamos de acuerdo en cuestiones básicas como que la democracia real no existe en nuestro país y deberíamos echarlos a todos a patadas.
Cada día que pasa estoy más convencido de que la apatía es la enfermedad de nuestro tiempo, la peor de las pandemias se ha hecho con nosotros. Y dirán ustedes que ya me he puesto apocalíptico, pero el caso es que llevo dándole vueltas al melón bastantes semanas y cada vez lo tengo más claro: indiferencia y más indiferencia.
Que yo no haga huelgas de hambre, ni acuda a manifestaciones, ni me líe a tiros es entendible (N.B.: Hace tiempo que aprendí la lección, hoy por hoy no tengo cargas, ni vivo por encima de mis posibilidades. Intento conformarme con una vida rutinaria donde las alegrías y las penas van y vienen como les da la gana), pero yo no sé qué piensan los pequeños empresarios, los padres de familia o los jóvenes
Indignación, aburrimiento, conformismo. Indignación, aburrimiento, conformismo… Ese es el patrón comportamental de los últimos años y que parece ser que funciona a la perfección en un mundo donde los que mandan juegan con nosotros y se van de rositas a la primera de cambio. Si a ello le unimos que los llamados agentes sociales (sindicatos, asociaciones y otras organizaciones subsidiarias) están conchabados en este ajo de sacarnos la pringue, cada vez se respira una calma chicha que nos deja al borde de una protesta que nunca termina de explotar.
La protesta es el nombre del álbum de Eduarda Lima que acaba de publicar la editorial Thule. En esta historia comienza cuando el pájaro dejo de cantar. Le siguieron el resto de aves, que también se callaron. Les siguieron los perros y los gatos y el resto de animales domésticos. Incluso los animales del zoo se giraron para que nadie les echara fotos. El silencio también llego hasta las selvas, las presas y los depredadores. Así hasta que los niños también secundaron la propuesta y todo se quedó mudo.
Construido sobre una paleta de color restringida al magenta, el rojo, el azul cobalto y el turquesa, este alegato en contra la contaminación a la que se ve sometido el medio natural y que puede hacerse extensiva a otras muchas buenas razones. Aunque el final es sorprendente y tiene su gracia, por favor, no lo utilicen para embucharnos el típico discursito. Con leer el libro ya es suficiente.
En lo que se refiere al libro como objeto podemos llamar la atención sobre unas guardas que funcionan a modo de prólogo y epílogo, y la ilustración que cubre tapa y contratapa. Desplieguen ambas y vean como todos los animales que aparecen en ella nos dan la espalda, como si una pose de indignación e indiferencia se tratara. ¡Un momento! Todos no. Un guepardo que se sitúa en la contraportada se gira para mirarnos fijamente con cierto halo de tristeza, una llamada, una petición hacia el lector que ha terminado esta historia que, lamentablemente, algún día puede acontecernos.
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